Dossier: Enfermedad y salud en la Argentina

¿Qué hacer con la enfermedad en la historia? Enfoques, problemas, historiografía.

Diego Armus
History Department, Swarthmore College (US), Estados Unidos

¿Qué hacer con la enfermedad en la historia? Enfoques, problemas, historiografía.

Investigaciones y Ensayos, vol. 66, 2018

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina

Recepción: 02 Mayo 2018

Aprobación: 22 Mayo 2018

Resumen: En el marco de la fragmentación historiográfica de las últimas décadas, la historia de la enfermedad y la salud se ha consolidado como uno de los nuevos subcampos de estudios. Aunque muchas veces superpuestos, la historia de la biomedicina, la historia de la salud y la historia sociocultural de la enfermedad han sido –y son– las tres perspectivas dominantes. En la Argentina, la tercera de estas perspectivas se ha revelado como la más dinámica y productiva. Asumiendo que un virus o un bacilo son algo más que microorganismos esta historiografía busca contextualizar históricamente las enfermedades. Por eso se ha esforzado en vincular las patologías con fenómenos y cuestiones que exceden lo biomédico y que, en general, se asocian a la medicalización de la sociedad. Este artículo explora algunos de los temas y énfasis –presentes o ausentes– que le han dado entidad a la historiografía sociocultural de la enfermedad en la Argentina moderna. Concluye con una invitación a hilvanar del mejor modo posible la historia de las representaciones, de las políticas y de las experiencias subrayando el riesgo de escribir la historia de las enfermedades como historias de discursos.

Palabras clave: enfermedad – historiografía – Argentina – medicalización.

Abstract: Within the broader context of historiographical fragmentation in the last few decades, the history of disease and health has been consolidated as one of its new subfields. Although often overlapping, the history of biomedicine, the history of health and the sociocultural history of disease have been -and continue to be- the dominant perspectives in this subfield. In Argentina, the sociocultural perspective has emerged as a particularly dynamic and productive one. Assuming that a virus or a bacillus are much more than just microorganisms, this historiography aims at contextualizing diseases in historical terms; as a result, itdeals with issues and phenomena that exceed the biomedical and that, in general, refer to the medicalization of society. This article explores some of the themes and emphases, either present or absent, that have given a clear entity to the social and cultural historiography of disease in modern Argentina. It concludes with an invitation to add to any historical narrative with representations, politics, and experiences. This callunderscores the risk of writing the history of diseases only as a history of discourses.

Keywords: disease – historiography – Argentina – medicalization.

No es necesario insistir en que los tiempos que corren están marcados por la fragmentación historiográfica. Así es como en las últimas décadas emergieron nuevos campos de estudio, algunos de vida efímera, otros ya bien consolidados. Sin duda, la historia de la salud y la enfermedad es parte del segundo grupo. Tres modos o estilos de abordar y narrar el pasado han animado su desarrollo: la nueva historia de la medicina, la historia de la salud pública y la historia sociocultural de la enfermedad [2]. Los tres tienden a entender a la medicina como un terreno incierto, donde lo biomédico está penetrado por la subjetividad humana y donde la biología está connotada por fenómenos sociales, culturales, políticos y económicos.

Tal vez por detrás de cada una de estas etiquetas pueda encontrarse una trama de preocupaciones propias y específicas. Es evidente, sin embargo, que cuando se evalúa lo que estas distintas historias están produciendo, algunos de sus temas –no así, necesariamente, el modo de abordarlos– se repiten y abundan las superposiciones. En cualquier caso, todas ellas reconocen en las enfermedades y la salud fenómenos complejos [3].

La nueva historia de la medicina busca tensionar la historia natural de una patología y los inciertos desarrollos que marcan la producción de conocimiento médico y biomédico. Evita la narrativa que celebra a médicos famosos y propone una historia que tiene en su centro a la medicina –sus saberes, sus triunfos y errores, sus prácticas, sus sujetos, sus consensos científicos– pero intenta contextualizarla. En Argentina esta perspectiva es marginal. Tal vez en esto haya contado la condición periférica que define las limitaciones estructurales de la producción científica por fuera de los centros del poder y saber. Por eso, para los que están empeñados en renovar los tradicionales enfoques que marcaron a la historia de la medicina lo que cuenta es la localización en la periferia de la ciencia producida en los centros. También se detienen, por supuesto, en los momentos muy poco abundantes en que sí lograron tomar forma algunas novedades biomédicas. Pero lo que domina son los estudios que enfatizan en los ajustes, adaptaciones y negociaciones de esos aportes científicos originados en el exterior así como las redes profesionales que co nectan los mundillos científicos argentinos con sus pares en los centros de la producción científica [4].

La historia de la salud tiende a enfocarse en el poder, las instituciones y la profesión médica. Discute no tanto los problemas de la salud individual sino la de los grupos, estudia las acciones políticas para preservar o restaurar la salud colectiva y los momentos en que el Estado o algunos sectores de la sociedad han impulsado iniciativas resultantes de razones epidemiológicas, políticas, económicas, culturales, científicas y tecnológicas. Es una historia que se pretende útil e instrumental. Quienes la practican conforman un grupo variado. Algunos dicen que hacen historia “de” la salud pública puesto que tienden a investigar el pasado con el objetivo de encontrar allí pistas que, se supone, deberían reducir –de modo no específico sino general– las inevitables incertidumbres que marcan a todo proceso de toma de decisiones en materia de salud pública en el presente. Otros, en cambio, no ocultan que hacen historia “en” la salud pública –no tanto “de” la salud pública– toda vez que ellos mismos se reconocen como activos protagonistas en la formulación e instrumentalización de proyectos, visiones y políticas contemporáneas para las que la historia sería una suerte de insumo. Como sea, la historia de la salud ofrece una discreta variedad de perspectivas. En la Argentina la han cultivado historiadores, sociólogos, demógrafos, cientistas sociales, médicos dedicados a la salud pública. Entre esas perspectivas destacan la que construye en clave celebratoria el panteón de médicos y expertos sanitaristas –casi como la tradicional historia de la medicina hizo y sigue haciendo con los médicos famosos. También la que cultiva un fuerte tono estructuralista, una perspectiva que parece haber perdido el fervor que gozaba hace dos o tres décadas, cuando la salud y la enfermedad tendían a ser discutidas como epifenómenos de la estructura socioeconómica.

Finalmente, la que enfatiza en el neo-institucionalismo y que se detiene en los muy diversos modos que permiten –o no– la formalización y consolidación de las políticas públicas [5].

La historia sociocultural de la enfermedad es el tercer modo historiográfico. Se trata de narrativas que discuten la historización de lo normal y lo patológico, las ideas y discursos sobre el cuerpo individual y social, las metáforas y experiencias asociadas a una cierta enfermedad, los avatares de la medicalización y la competencia o complementariedad en las ofertas de cura provenientes de la biomedicina y de otras medicinas más o menos alternativas, las instituciones de cura, asistencia, disciplinamiento y control médico-social, las condiciones materiales de vida y de trabajo y sus efectos en la mortalidad y la morbilidad. Resulta del trabajo de historiadores y, también, de demógrafos, sociólogos, antropólogos y críticos culturales que desde sus propias disciplinas, y participando del influyente giro historicista de las últimas décadas, han descubierto la riqueza, complejidad y posibilidades de la enfermedad y la salud, no solo como problema histórico sino también como excusa o recurso para discutir otros tópicos [6].

Estas notas no se proponen hacer un balance exhaustivo y detallado de lo que se ha escrito sobre la historia de las enfermedades en la Argentina moderna atenta a sus dimensiones socioculturales. Tampoco adelantan la agenda de lo que debe hacerse en el futuro, un presuntuoso e inútil ejercicio. Se trata, en cambio, de dar cuenta de algunos temas y problemas que han recorrido y probablemente sigan recorriendo esas narrativas. Son premeditadamente generales y han evitado referenciarse en estudios específicos. A su modo, buscan remarcar que las enfermedades son algo más que un virus o una bacteria, algo más que un médico y un paciente, algo más que un hospital, una vacuna, una propaganda de medicamento o una revista de medicina especializada.

TEMAS Y PROBLEMAS

En la modernidad las enfermedades son fenómenos multifacéticos. Además de tener una dimensión biológica, cargan con un repertorio de prácticas y construcciones discursivas que reflejan la historia intelectual e institucional de la medicina. Con frecuencia, no siempre, pueden ser una oportunidad para desarrollar y legitimar políticas públicas, canalizar ansiedades sociales de todo tipo, facilitar y justificar el uso de ciertas tecnologías, descubrir aspectos de las identidades individuales y colectivas, sancionar valores culturales y estructurar la interacción entre enfermos y proveedores de atención a la salud. De algún modo, una enfermedad existe luego de que se ha llegado a una suerte de acuerdo que revela que se la ha percibido como tal, denominado de un cierto modo y respondido con acciones más o menos específicas. En otras palabras, razones particulares y coyunturas temporales enmarcan la vida y muerte de una enfermedad.

Como fenómeno vital la enfermedad está connotada por temas y problemas muy diversos. En Argentina –en otras historiografías no es muy distinto– la historia socio-cultural de las enfermedades se ha estado desplegando en abanico y también en profundidad. En abanico toda vez que con mayor o menor éxito estos estudios instalan a una cierta enfermedad en diálogo con otros problemas. En profundidad porque buscan en la medida de lo posible discutir la enfermedad en todas sus dimensiones.

Historia de la salud e historia de las enfermedades

Son muchas las limitaciones relacionadas a la evaluación del estado de salud de un individuo o una sociedad cuando el análisis se enfoca en una enfermedad. Hay patologías que coexisten y hay fenómenos –biológicos pero también políticos y culturales– que exceden las especificidades de una enfermedad. Inevitablemente estos problemas son también problemas historiográficos.

Frente a esas limitaciones una alternativa ha sido discutir la salud en el pasado disolviendo las especificidades asociadas a una u otra patología. Las más de las veces esta perspectiva termina ofreciendo una narrativa muy general, tal vez demasiado general, donde se ignoran las peculiaridades de los microorganismos, sus modos de contagio y sus relaciones con el medio ambiente, las respuestas de la biomedicina y las variadas reacciones de la sociedad.

A pesar de las limitaciones anotadas –esto es, reconociendo que los problemas de salud son multifacéticos y exceden las instrumentales taxonomías creadas y recreadas por la medicina, toda vez que ellas mismas son históricas– se despliega una historiografía que para cada enfermedad toma nota de sus especificidades epidemiológicas, de las prácticas sociales de salud pública e individual asociadas a ella, de la mayor o menor incertidumbre biomédica que la rodea, de su relevancia simbólica –en la imagen de la nación o de un grupo social–, de su más o menos ostensible presencia a nivel global o regional.

En la proliferación de este tipo de estudios cuentan también razones de índole heurística que hacen más o menos factible escribir una historia de una enfermedad en particular. Esto es así porque tan pronto una enfermedad es definida como tal y alcanzado un cierto consenso en grupos médicos, científicos y políticos, muy diversos procesos terminan produciendo y poniendo en disponibilidad una relevante masa de información específica –de estadísticas a tesis doctorales y a propagandas de medicamentos– pasible de ser contextualizada históricamente.

DIMENSIONES GLOBAL, LOCAL Y TOTAL EN LA HISTORIA DE UNA ENFERMEDAD

Por lo general, escritas en el mundo angloamericano o francés, algunas historias de enfermedades se pretenden globales cuando en realidad son narrativas localizadas en esas zonas del mundo que, a veces, también incluyen sus periferias coloniales o neo-coloniales. Es una perspectiva historiográfica que sigue vigente, en gran medida porque las enfermedades son procesos trashumantes que si bien no emergen del mismo modo en todos lados, sí pueden compartir algunas características. La trashumancia de las enfermedades invita a estas lecturas supuestamente globalizadas.

Desatendiendo las especificidades locales –esto es, la manera en que un fenómeno global afecta un universo más acotado– e ignorando el sesgo que resulta de asumir que lo que ocurrió en los países centrales debe ocurrir en todos lados, esas historias globales de las enfermedades pueden leerse a la manera de ensayos donde domina una historia de tiempos largos y geografías sin fronteras. Sobre esa historia pueden enhebrarse problemas muy generales que en ciertas épocas –no siempre– parecen haber tenido una dimensión global: la incertidumbre biomédica y la ausencia de respuestas eficaces para ciertas patologías, la difusión de una terapia exitosa, las iniciativas supranacionales de lucha contra una enfermedad, las redes profesionales internacionales que facilitan la circulación de saberes.

La historiografía argentina no ha producido nada que pueda sumarse a estas historias pretendidamente globales. Ofrece, en cambio, estudios decididamente localizados que por tener esa escala pueden aspirar a ser narrativas locales contextualizadas. Esa contextualización permite discutir una enfermedad en sus múltiples dimensiones y, de ese modo, intentar acercarse a lo que podría calificarse como historias con vocación de totalidad respecto de una cierta enfermedad en un lugar y tiempo determinados.

Demás está decir que esa totalidad es escurridiza y probablemente imposible de aprehender. En esa aspiración de totalidad tres niveles de análisis son claves: el de los discursos, representaciones y metáforas, el de las políticas, y el de las experiencias de los enfermos y de los que ofrecen curas. Se trata de una agenda muy ambiciosa que por razones muy diversas –desde la falta de evidencia empírica hasta una modesta imaginación histórica– pocas veces se materializa y termina articulando una historia de discursos sobre una enfermedad, o una historia de políticas, o una historia de experiencias. Son más frecuentes las historias de discursos –no tanto de las metáforas de una enfermedad sino del modo en que médicos, ensayistas y políticos hablaron de ella. Le siguen las que estudian la formulación de políticas, pero no necesariamente su instrumentalización y sus resultados. Las más escasas son las historias que jerarquizan las experiencias. Son muy pocas las que combinan las tres dimensiones –discursos, políticas y experiencias.

La narrativa histórica localizada que aspira a la totalidad descubre un problema bastante obvio: ¿qué es lo local?, ¿un barrio, una ciudad, una región, una nación? Cuanto más chica es la unidad de análisis más posibilidades hay de acercarse a la siempre elusiva pero más convincente historia total de la enfermedad, la dimensión donde la enfermedad se recorta en toda su complejidad y donde la contextualización puede ser más ambiciosa y sofisticada, revelando insospechadas conexiones, valencias y usos que exceden lo estrictamente patológico.

Si bien la historia global de una enfermedad puede contextualizar algunos de sus temas, es muy difícil que termine siendo una historia total. La totalidad es, en gran medida, el territorio de la historia local, no de la historia global. Dicho de otro modo: la historia global y la total difícilmente puedan enhebrarse en una narrativa.

Epidemias y endemias

Los avatares de las enfermedades contagiosas que azotaron sorpresiva, intensa y cíclicamente el mundo urbano entre el último tercio del siglo XIX y las primeras décadas del XX han motivado estudios enfocados en las condiciones sociales en que emerge una coyuntura epidémica, las técnicas y políticas implementadas para combatirla y las reacciones de los gobiernos, la elite, los grupos profesionales y la gente común. Así, los casos argentinos engrosan una suerte de dramaturgia común a todas las epidemias donde se enlazan los temas del contagio, el temor, la huida, la salvación, la búsqueda de chivos emisarios, la estigmatización, los esfuerzos por explicar –cultural, religiosa, o políticamente– la llegada, en un cierto momento, del azote epidémico. Pero esta dramaturgia, es preciso subrayarlo, solo define los marcos de la experiencia epidémica ya que las enfermedades no son iguales, los microorganismos se transmiten y afectan de distinto modo y su relación con el medio ambiente es específica, las estrategias de combate no son las mismas y cada sociedad –y, en ocasiones, sus diversos grupos– pueden dar un sentido específico, particular, a sus consecuencias.

Algunas enfermedades –crónicas como la tuberculosis o las gastrointestinales, o endémicas como la malaria y el mal de Chagas– que no irrumpían por sorpresa, pero que estaban bien instaladas en la trama social y con frecuencia mataban y enfermaban más que las epidémicas, no siempre lograron construir consensos científicos y movilizar recursos materiales, profesionales o simbólicos suficientes para ser percibidas como problemas colectivos urgentes frente a los cuales era necesario desplegar algún tipo de respuestas políticas específicas. Menos espectaculares, estas enfermedades han hecho un impacto en el mundo urbano, en el rural o en ambos. Y por omnipresentes, estaban de algún modo naturalizadas, aceptadas como un dato del paisaje de la morbilidad y mortalidad. Menos ruidosas que los azotes epidémicos, carentes –a veces durante décadas– de terapias específicas exitosas, fuertemente marcadas por las condiciones materiales de existencia o localizadas en los márgenes geográficos o sociales o muy alejado de los centros de poder, la gestación de políticas específicas destinadas a combatirlas o no existían o demandaban ingentes esfuerzos al momento de querer instalar el tema en la opinión pública y en la conciencia de las elites locales y nacionales. Y si en el mundo urbano algunas de estas enfermedades finalmente lograron devenir en asuntos públicos –en gran medida por haber sido percibidas como elementos constitutivos de la cuestión social– en el campo fueron los males endémicos los que facilitaron, es cierto que a un ritmo para nada vertiginoso, la ampliación del área de incumbencia de las políticas públicas en materia de salud. En ese contexto, el proyecto de sanear el campo o al menos combatir una de sus endemias reafirmaba el proceso de construcción de la nación y la expansión del estado y del poder central.

Desde fines del siglo XIX –antes y después del despegue de la bacteriología moderna– las epidemias y endemias quedaron estrechamente asociadas a la cuestión social. Así, y junto a la creciente aceptación de las explicaciones monocausales de cada patología, las referencias al contexto fueron ineludibles. Allí aparecían la precariedad de los equipamientos urbanos colectivos, la vivienda del pobre en el campo y la ciudad, la herencia biológica o racial, los hábitos cotidianos de higiene, el ambiente laboral, la alimentación, la inmigración masiva. Con el despuntar del siglo XX, la estadística se afirmó como disciplina y comenzaron a tomar forma modestas agencias estatales específicamente abocadas a las cuestiones de la salud pública. Y los médicos higienistas primero y los sanitaristas más tarde –que ya se encaminaban a perfilarse como una burocracia especializada, dialogando y compitiendo con otros médicos y otros actores en el ámbito político, religioso o legal– jugarían un rol decisivo en la emergencia de incipientes redes de asistencia, reforma y control social.

Las epidemias y las endemias ponen al descubierto el estado de la salud colectiva y la infraestructura sanitaria y de atención. Por eso, en ciertos casos pudieron haber facilitado iniciativas en materia de salud pública y de ese modo jugar un papel acelerador en la expansión de la autoridad del estado, tanto en el campo de las políticas sociales como en el mundo de la vida privada.

A veces, la lucha contra epidemias y endemias desplegó campañas cuasi militares en su retórica –los microorganismos eran definidos como enemigos– y también en su práctica –alentando intervenciones intrusivas y violentas–, en ocasiones utilizando incluso personal del ejército. Tal vez por eso algunas de esas campañas fueron resistidas aun cuando utilizaran recursos que no eran totalmente nuevos para la población. Otras estrategias, en cambio, enfatizaban en la persuasión y la educación, apuntando a difundir entre la población un código higiénico que, en el mediano plazo, logró una tremenda aceptación e impacto en la vida cotidiana.

Historia natural de la enfermedad e historia de las políticas de salud pública

El examen detenido de los factores biológicos y ecológicos de cada enfermedad, articulando algún diálogo entre historia social, de la biomedicina y medioambiental, sugiere evitar miradas anacrónicas o voluntaristas sobre la ausencia o las limitaciones de las políticas en materia de salud pública.

Las incertidumbres biomédicas sobre una enfermedad advierten sobre las complicadas relaciones entre las acciones humanas, la ciencia, los microorganismos y la historia. Un insuficiente reconocimiento de esas incertidumbres fácilmente puede llevar a sobrestimar las posibilidades de la salud pública y sus empeños por controlar ciertas enfermedades. Esas relaciones son inestables. Se trata de una inestabilidad derivada solo en parte de acciones humanas intencionales o no intencionales. En algunos casos, también pueden ser resultado de cambios intrínsecos de esos microorganismos, sobre los que las acciones humanas no han logrado ejercer influencia alguna.

La periodización en la historia de las enfermedades

Antes de la revolución bacteriológica del último tercio del siglo XIX, las enfermedades fueron racionalizadas mediante discursos científicos bastante modestos que convivían y competían con otros de neto corte religioso. El triunfo de las bacterias sobre los miasmas que esa revolución trajo aparejada distó de ser abrupto; con todo, y en el mediano plazo, fue contundente y los miasmas perdieron su fuerza explicativa.

Con la bacteriología moderna llega la monocausalidad en la etiología de las enfermedades, la constatación que se podía estar infectado pero no enfermo, la búsqueda de las así llamadas “balas mágicas” –un recurso que por sí solo, se suponía, lograba controlar una enfermedad–, un cierto olvido de las condiciones sociales y ambientales en que se incubaban las enfermedades. Eran los tiempos en que los patrones de mortalidad estaban dominados por patologías infecciosas que hasta bien entrada la década de 1920 se explicaban como las consecuencias de una azarosa cadena de eventos disparados por la llegada de un microorganismo invasor. La bacteriología reducía las enfermedades a fenómenos seculares y científicos, las despersonalizaba, se olvidaba del enfermo. Solo con el alcoholismo, las enfermedades de transmisión sexual, las enfermedades mentales y, también y solo en alguna medida, la tuberculosis, las connotaciones moralizantes se alineaban junto a las razones bacteriológicas.

En la segunda mitad del siglo XX se hizo evidente que la bacteriología no había traído respuestas eficaces frente a las nuevas enfermedades dominantes –ya no las infecciosas– sino el cáncer y las cardiovasculares. Tampoco lo había hecho con otras de larga data como el Mal de Chagas. En ese nuevo contexto, la idea de invasión de gérmenes externos empieza a desvanecerse y de lo que se trata es de enfermedades del cuerpo, procesos endógenos. Así, en vez de buscar microorganismos específicos lo que comenzó a dominar en el estudio de muchas enfermedades fue una epidemiología de riesgos asentada tanto en los estilos de vida personales como en ciertas variables sociales y medioambientales procesadas en clave estadística.

Con este telón de fondo, esto es, antes y después de la irrupción de la bacteriología y antes y después de la epidemiología de riesgos, la periodización de la historia de las enfermedades debe reconocer por lo menos dos cuestiones. En primer lugar, los tiempos largos de lo que podríamos llamar la historia natural de una enfermedad, los tiempos donde cuentan el descubrimiento y encuadre de la patología, la construcción de los necesarios consensos que permiten definirla como tal y buscar respuestas que lleven a su control, erradicación y desaparición. También al fracaso de esos empeños. Las más de las veces estas historias naturales de la enfermedad son trashumantes e ignoran las fronteras nacionales.

En segundo lugar, los tiempos relativamente más cortos, marcados o atados a los avatares generales de una historia necesariamente más específica y acotada a la historia de una ciudad o a un país. En esta instancia el problema es dejarse tentar por la periodización ofrecida por la historia política. Dicho de otro modo y mucho más directamente: ¿para cuántas enfermedades en la historia de la Argentina un cambio de gobierno trajo cambios significativos?, ¿acaso el golpe de 1930 tuvo alguna significación en la morbilidad por tuberculosis?, ¿el primer peronismo cambió la historia de la enfermedad de Chagas? No se trata de despolitizar la historia de las enfermedades sino de darle a la política su justo lugar, evitando simplificaciones o interpretaciones ideologizantes.

Tal vez para quienes escriben la historia de una enfermedad a la manera de un capítulo de la historia de la salud pública estos quiebres en la historia política puedan significar algo, toda vez que aun cuando los esfuerzos por erradicar un mal no logren sus objetivos, esas iniciativas pueden estar movilizando nuevas alianzas de sectores sociales y profesionales, nuevos o remozados discursos, intervenciones específicas, acomodamientos presupuestarios, creación y consolidación de agencias estatales y otros tantos procesos que dan cuenta de la politización de una enfermedad. Sin embargo, esa politización no debe entenderse como evidencias del control o erradicación de la enfermedad.

Por otra parte, la historia de las políticas públicas enfocadas en una enfermedad debería ser algo más que constatar la existencia de una propuesta de ley en el congreso nacional. Hay una gran distancia entre los discursos públicos sobre una enfermedad y la producción de instrumentos legales, la aprobación de fondos para permitir el desarrollo de una serie de intervenciones, la creación de burocracias técnicas especializadas. También una gran distancia entre estas iniciativas discursivas y los resultados efectivos de estas políticas. Y todo esto asumiendo que se dispone de conocimiento, recursos y estrategias que debieran permitir un eficaz control de la enfermedad en cuestión.

Limitaciones y ambigüedades que marcan al proceso de medicalización

La medicalización de la sociedad cabalga sobre una serie de procesos que son locales y específicos, con ritmos no necesariamente coincidentes y con intensidades desparejas. Así, la formulación y puesta en práctica de políticas públicas y dispositivos disciplinadores, de control, asistencialistas y de atención pueden terminar incidiendo positiva o negativamente en la trama social pero no necesariamente en el sustrato biomédico de una cierta enfermedad y, por ende, de su historia. Y mientras que para algunas enfermedades la biome dicina logró articular respuestas convincentes, efectivas y eficaces, para otras el cuadro puede seguir estando marcado por las incertidumbres biomédicas.

Estas asincronías revelan que la medicalización es un proceso histórico que no puede reducirse al consolidado cuadro que distingue a muchas sociedades y vastos sectores sociales –no todos– hacia fines del siglo XX y comienzos del XXI. De una parte, es cierto que los discursos de fines del siglo XIX y la primera mitad del XX fueron bastante exitosos en el largo plazo. Se trató de iniciativas en materia de salud pública que dan cuenta de esfuerzos de disciplinamiento de la población, imposiciones saturadas de una suerte de autoritarismo asentado en biopolíticas destinadas a controlar el cuerpo –y el alma– de los individuos y de la sociedad. De otra, no es menos cierto que en esas décadas en que la presencia de la medicina oficial o del propio Estado eran definitivamente capilares, la distancia entre aquellos discursos y su efectivo impacto en la realidad revela la existencia de tensiones, desfasajes y profundas limitaciones en el proceso de medicalización. Dicho de otro modo: la mera formulación de discursos disciplinadores no supone una significativa presencia de prácticas disciplinantes y disciplinadas que exitosamente hayan logrado modelar la vida cotidiana de la gente. Con frecuencia la coerción biopolítica luce más coercitiva en los discursos que en las prácticas.

Esta tensión es parte de un proceso más amplio, el del triunfo de la cultura de la higiene como evidencia de la progresiva consolidación de una cierta modernidad. Se trata de un proceso que no solo ha producido muy tangibles beneficios en las condiciones materiales de existencia sino que terminó firmemente instalado en la agenda de demandas y derechos de vastos sectores sociales.

Historia de una enfermedad en el marco de la historia de los sistemas de atención de la salud

En cualquier de sus variantes metodológicas, del relativamente novedoso neo-institucionalismo histórico a los ahora muy cuestionados enfoques estructuralistas, el estudio de los sistemas de atención es un tema importantísimo pero en modo alguno suficiente al momento de discutir la enfermedad y la salud en perspectiva histórica. Es insuficiente porque en ciertos períodos las instituciones y ofertas de ese sistema son apenas relevantes en la vida de la gente, porque la gente no las usa, no cree en ellas, no son suficientes, o porque la accesibilidad a esos servicios está seriamente limitada por circunstancias individuales y/o colectivas de muy diverso origen, socioeconómico, cultural, político.

Cabe preguntarse entonces: ¿cómo estudiar la salud y la enfermedad en tiempos en que la medicalización es incipiente, más un discurso que una práctica realmente instalada en la sociedad?; ¿cómo explorar la frecuente distancia entre los así llamados actores –el Estado, los partidos políticos, los colectivos de todo tipo– que se proponen hablar de la salud de ciertos sectores sociales y las prácticas cotidianas de cuidado de salud de esos mismos sectores?; ¿qué hacer con las largas impotencias biomédicas donde las instituciones juegan un papel marginal o directamente inexistente?; ¿cómo dar sentido a las percepciones y elecciones de la gente común al momento de lidiar con sus dolencias?; ¿qué hacer con ese mundo saturado de prácticas de cuidado y cura producidas por fuera de la autoridad, instituciones y ofertas de la medicina oficial?

Son preguntas que inevitablemente conducen a la problemática de los enfermos y el pluralismo médico. Se trata de enfermos, no necesariamente pacientes, toda vez que los enfermos devienen en pacientes cuando participan –como actores subordinados– en la trama más o menos consolidada de las instituciones de la medicalización. Esos enfermos circulan por varios, complementarios o no, sistemas de atención de su salud. Y por fuera de la medicina oficial se recorta el huidizo y poco nítido mundo de curadores, curanderos, herboristas, charlatanes y tantos otros proveedores de atención.

De modo tal que el reconocimiento de las limitaciones del proceso de medicalización advierte sobre la difundida y poco estudiada presencia de alternativas de cuidado de la salud por fuera de la medicina oficial que son parte de la cultura y las prácticas tanto de los sectores populares como de las elites.

La enfermedad como experiencia individual y colectiva

El sistemático esfuerzo por trabajar con la enfermedad como un hecho biosocial que circula en la esfera pública ha llevado a dirigir la mirada a la enfermedad como un proceso colectivo, olvidando que no todos los cuerpos se enferman por igual. Dicho de otro modo: con la mayoría de las enfermedades los pobres se enferman más que los ricos pero algunos pobres se enferman más que otros pobres.

Las historias clínicas de enfermos que han entrado en el mundo de la medicina diplomada y por tanto devenido en pacientes son una de las vías más obvias para acercarse a la dimensión individual de la enfermedad. Cuando están disponibles –algo que no es común en los archivos argentinos– ofrecen como toda fuente primaria muchas limitaciones y muchas posibilidades. ¿Cuántas historias clínicas son necesarias para articular una narrativa histórica de una enfermedad?, ¿una, cien, mil historias clínicas? Mejor más que menos, pero sin duda la cuestión no es solamente cuantitativa porque el problema, en este caso, es la dimensión individual de la enfermedad. La historia clínica es un registro que resulta de la mirada y práctica del prestador de salud, en general un médico pero no siempre. Trabajar con historias clínicas no significa haberse acercado a la perspectiva del enfermo.

Algo parecido ocurre con la memoria individual de una enfermedad. La memoria nos acerca a la subjetividad y al recuerdo individualizado de la experiencia de la enfermedad. Pero cabe preguntarse: ¿cómo se construye esa memoria individual?, ¿se trata acaso de un proceso individual o, más bien, de procesos colectivos? La memoria individual de la enfermedad –como cualquier memoria– resulta de una serie de retazos, unidos por puntadas laxas, marcados por el tiempo en que esa memoria se verbaliza. Por esa razón puede no ser la misma en todas las situaciones y momentos de la vida de un individuo. Resulta de recuerdos y de olvidos. Y en ese cambiante ordenamiento de recuerdos no sigue los hitos del almanaque.

Cabe preguntarse cuánto de ese registro personal está modelado por una memoria no ya individual sino colectiva, una memoria que resulta de la interacción con otros y con el mundo. En esa instancia la memoria no es otra cosa que un producto de la cultura, alimentado por discursos muy variados, no solo el de las ofertas de cura –de la biomedicina y de otras medicinas alternativas– sino también el de la literatura, la publicidad, el periodismo, la radio, el cine, la televisión. Hay allí una suerte de telón de fondo donde se reflejan y se constituyen tanto los contenidos como los momentos extraordinarios u ordinarios de la carrera de cualquier enfermo. Luego de un proceso de selección y olvido una porción muy significativa de la memoria individual de la experiencia de la enfermedad va tomando forma.

En esa galería de momentos y contenidos cuentan todo tipo de creencias, en primer lugar las de corte religioso o las armadas en torno a la eficacia o ineficacia asociadas a los saberes y prácticas de atención originadas en la biomedicina o en las medicinas alternativas. También, por supuesto, cuentan el encuadramiento cultural de una enfermedad en términos de normalidad/ anormalidad y su mayor o menor asociación con registros estigmatizadores, el mayor o menor acceso –individual, familiar o de grupo– a los sistemas de atención –tanto los diplomados como los alternativos– y los medios de información, los valores predominantes al interior del grupo familiar, el lugar ocupado por el afectado en ese grupo y la mayor o menor relevancia cultural del cuerpo y la salud en el ciclo vital.

Pero el riesgo de pensar toda la memoria individual de la enfermedad como memoria colectiva es el de disolver la subjetividad de los enfermos, la especificidad del sujeto, su constitución singular, su historia marcada por experiencias comunes a otros enfermos y también por experiencias muy personales. Cabe preguntarse, entonces, por esa porción de la memoria individual que perdura como tal aun tensionándose con la memoria colectiva de la enfermedad.

LA HISTORIA DE LAS ENFERMEDADES ENTRE LOS DISCURSOS Y LAS EXPERIENCIAS

Las enfermedades condensan problemas multifacéticos, muy cercanos a lo multifacético de la vida misma. En la historia de una enfermedad –en verdad, en cualquier historia– los discursos, las políticas y las experiencias son dimensiones que no pueden encararse como simples sinónimos. Se trata entonces de hilvanar del mejor modo posible esas dimensiones.

Enrique Santos Discépolo sintetizó con perspicacia las dificultades de esta tarea cuando decía algo así como “lo peor de la enfermedad no es la enfermedad misma. Qué esperanza! Lo peor es tener que explicarla”. Con frecuencia, y como ocurre con muchos otros recortes del pasado, las explicaciones se articulan en torno de discursos, asociaciones y metáforas. Esto es, representaciones que suelen proliferar cuanto más intensas son las incertidumbres respecto de cómo lidiar eficazmente con una cierta enfermedad, cuando las representaciones de su trashumancia invitan a ignorar las modernas jurisdicciones que separan a las naciones, cuando las representaciones subrayan rasgos esencialistas o universalistas, propios de la experiencia humana.

Sin embargo, las representaciones revelan toda su densidad y riqueza cuando son leídas e interpretadas en un tiempo y espacio definidos. Así localizadas, ¿son suficientes al momento de escribir la historia de las enfermedades?

Acaso tres líneas de una poesía de T. S. Elliot, más que la historiografía, lo ha sintetizado de manera insuperable: “Entre la idea / Y la realidad / Entre la propuesta / Y la acción / Cae la sombra” [7]. Esa sombra, esa tensión entre discursos y realidad, es en sí misma una dimensión muy atractiva e imprescindible de la historia, y no solo de la historia de las enfermedades. No es ese el problema que sugiere Elliot. Esas diferencias no son, en sí mismas, un problema. El problema, y esto excede a la historiografía sobre las enfermedades, es confundir la historia de discursos con la historia, toda la historia.

Se trata entonces del problema de la distancia entre discursos y prácticas o, en palabras de Elliot, las sombras que reinan entre las ideas y la realidad, entre las propuestas y la acción. Aun cuando sea muy difícil incorporarlas en la narrativa del pasado, las prácticas y experiencias no solo no pueden ser ignoradas sino que –cuando están presentes, esto es, cuando esos discursos se han materializado en iniciativas– necesitan de la contextualización y del apoyo de un convincente aparato empírico que demanda, entre muchas tantas cosas, lecturas críticas de su ambivalente presencia en la vida cotidiana. Cuando, por los motivos que fueran –del desinterés de quien escribe sobre el pasado a la falta de evidencias empíricas–, esas experiencias no están presentes en la narrativa, parece razonable y conveniente indicar que la historia que se ofrece al lector es una historia de discursos.

Referencias

Adrián Carbonetti, La ciudad de la peste blanca. Historia epidemiológica, política y cultural de la tuberculosis en la ciudad de Córdoba, Argentina, 1895-1914, Puebla, Universidad Autónoma de Puebla, 2011.

Adriana Álvarez, Entre muerte y mosquitos. El regreso de las plagas en la Argentina (siglos XIX y XX), Buenos Aires, Biblos, 2010.

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Notas

[2] Para más detalles sobre los modos de escribir la historia de las enfermedades y de la salud en Argentina y América latina, véase Diego Armus, “Disease in the Historiography of Modern Latin America”, en Diego Armus, Disease in the History of Modern Latin America. From Malaria to AIDS, Durham and London, Duke University Press, 2003; Diego Armus, “Legados y tendencias en la historiografía sobre la enfermedad en América Latina moderna”, en Diego Armus, Avatares de la medicalización en América Latina, 1870-1970, Buenos Aires, Lugar Editorial, 2005; Diego Armus y Adrián López Denis, “Disease, medicine, health”, en José Moya, The Oxford Handbook of Latin America, Oxford y New York, Oxford University Press, 2011; Diego Armus, “History of health and disease in modern Latin America”, Oxford Bibliographies Online –Latin America. Dolores Rivero me informó sobre la más reciente historiografía sobre el tema por lo que le agradezco su eficaz colaboración.
[3] José Buschini , “La conformación del cáncer como objeto científico y problema sanitario en la Argentina: discursos, prácticas experimentales e iniciativas institucionales, 1903-1922”, en: História, Ciências, Saúde – Manguinhos, 21 (2), Río de Janeiro, 2014, pp. 457-475; “Los primeros pasos en la organización de la lucha contra el cáncer en la Argentina: El papel del Instituto de Medicina Experimental, 1922-1947”, en: Asclepio, Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia, 68 (1), Madrid, 2016, pp. 135-152; A B , Forma y función de un sujeto moderno: Bernardo Houssay y la fisiología argentina (1900-1943), Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2006; Miguel De Asúa , “La gran tradición. Los logros de la escuela argentina de fisiología, bioquímica y biología celular”, en: Ciencia Hoy, 16, 94, 2006; Lucía Romero, “Alfredo Lanari, un estilo de investigación clínica”, en: Salud Colectiva, 8 (1), Lanús, 2012. Estas y todas las referencias que siguen para cada una de los tres modos de abordar la historia de la enfermedad y la salud son solo indicativas de una historiografía mucho más vasta. No hay ninguna pretensión de exhaustividad en el listado y, como resulta obvio, no incluye estudios enfocados en períodos anteriores a 1870-1890, cuando la bacteriología moderna todavía no había revolucionado el modo en que se abordaban las patologías dominantes. El listado de trabajos ha buscado ilustrar variedad de perspectivas aun dentro de un mismo modo o estilo historiográfico.
[4] José Buschini, “La conformación del cáncer como objeto científico y problema sanitario en la Argentina: discursos, prácticas experimentales e iniciativas institucionales, 1903-1922”, en: História, Ciências, Saúde – Manguinhos, 21 (2), Río de Janeiro, 2014, pp. 457-475; “Los primeros pasos en la organización de la lucha contra el cáncer en la Argentina: El papel del Instituto de Medicina Experimental, 1922-1947”, en: Asclepio, Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia, 68 (1), Madrid, 2016, pp. 135-152. Esta y todas las referencias que siguen para cada una de los tres modos de abordar la historia de la enfermedad y la salud son solo indicativas de una historiografía mucho más vasta. No hay ninguna pretensión de exhaustividad en el listado y como resulta obvio no incluye estudios enfocados en períodos anteriores a 1870-1890, cuando la bacteriología moderna comienza a ser decisiva. Ha buscado ilustrar variedad de perspectivas aun dentro de un mismo modo o estilo historiográfico.
[5] Miguel Ángel Scenna, Cuando murió Buenos Aires, Buenos Aires, La Bastilla, 1974; María Silvina Di Liscia, Saberes, terapias y prácticas médicas en Argentina, 1750-1910, Madrid, CSIC, 2003; Diego Armus, La ciudad impura. Salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires, 1870-1950, Buenos Aires, Edhasa, 2007; Adrián Carbonetti, La ciudad de la peste blanca. Historia epidemiológica, política y cultural de la tuberculosis en la ciudad de Córdoba, Argentina, 1895-1914, Puebla, Universidad Autónoma de Puebla, 2011; Adriana Álvarez, Entre muerte y mosquitos. El regreso de las plagas en la Argentina (siglos XIX y XX), Buenos Aires, Biblos, 2010; Eric Carter, Enemy in the Blood: Malaria, Environment and Development in Argentina, Tuscaloosa, University of Alabama Press, 2012; Irene Molinari, Vencer el miedo. Historia social de la lepra en la Argentina, Rosario, Prohistoria ediciones, 2016; Graciela Agnese, Historia de la fiebre hemorrágica argentina. Imaginario y espacio rural (1969-1990), Rosario, Prohistoria ediciones, 2011; María Luisa Mugica, La ciudad de las Venus impúdicas. Rosario, historia y prostitución 1874-1912, Rosario, Labor de Libros Editor, 2014; Maximiliano Fiquepron, “Morir en las grandes pestes: Estado, sociedad y representaciones sobre la muerte durante las epidemias de cólera y fiebre amarilla y (1856-1886)”, Tesis doctoral, Universidad Nacional de General Sarmiento, 2015; Silvina Inés Fendrik, Santa anorexia. Viaje al país del ‘nunca comer’, Buenos Aires, Corregidor, 1997; Daniela Testa, “La poliomielitis desde la imaginación pública. Una lectura posible”, en: Revista Brasileira de Sociologia da Emoção, 14 (42), João Pessoa, 2015, pp. 93-111; Mauro Vallejo, “Alberto Díaz de la Quintana y las tensiones del campo médico en Buenos Aires (1889-1892). Hipnosis, curanderismo y médicos extranjeros en la Argentina finisecular”, en: Revista Culturas Psi/Psy Cultures, 4, Buenos Aires, 2015, pp. 53-84; Valeria Pita, “De las certezas científicas a la negociación en la clínica: encuentros y desencuentros entre médicos y mujeres trabajadoras: Buenos Aires (1880-1900)“, en Adrián Carbonetti y Ricardo González, Historias de salud y enfermedad en América latina, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, Centro de Estudios Avanzados, 2008; Yolanda Eraso, Representing Argentinian mothers. Medicine, ideas and culture in the modern era, 1900-1946, Amsterdam, Rodopi, 2013; Héctor Recalde, La salud de los trabajadores en Buenos Aires, 1870-1930, a través de las fuentes médicas, Buenos Aires, Grupo Editorial Universitario, 1997; Gabriela Nouzeilles, Ficciones somáticas. Naturalismo, nacionalismo y políticas médicas del cuerpo (Argentina 1880-1910), Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2000; Julia Rodríguez, Civilizing Argentina. Science, medicine and themodernstate, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 2007; Jorge Salessi, Médicos, maleantes y maricas. Higiene, criminología y homosexualidad en la construcción de la nación argentina (Buenos Aires, 1871-1914), Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1995; Pablo Scharagrodsky, “Entre la maternidad y la histeria. Medicina, prácticas corporales y feminidad en el Buenos Aires del fin de siglo XIX”, en: Ppablo Scharagrodsky, Gobernar es ejercitar. Fragmentos históricos de la educación física en Iberoamérica, Buenos Aires, Prometeo, 2008; Norma Isabel Sánchez, La higiene y los higienistas en la Argentina (1880-1943), Buenos Aires, Sociedad Científica Argentina, 2007; Gustavo Vallejo, Escenarios de la cultura científica argentina. Ciudad y universidad, 1882-1955, Madrid, CSIC, 2007.
[6] Miguel Ángel Scenna, Cuando murió Buenos Aires, 1871, Buenos Aires, Ediciones La Bastilla, 1974; María Silvia Di Liscia, Saberes, terapias y prácticas médicas en Argentina, 1750-1910, Madrid, CSIC, 2003; Diego Armus, La ciudad impura. Salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires, 1870-1950, Buenos Aires, Edhasa, 2007; Adrián Carbonetti, La ciudad de la peste blanca. Historia epidemiológica, política y cultural de la tuberculosis en la ciudad de Córdoba, Argentina, 1895-1914, Puebla, Universidad Autónoma de Puebla, 2011; Adriana Álvarez, Entre muerte y mosquitos. El regreso de las plagas en la Argentina (siglos XIX y XX), Buenos Aires, Biblos, 2010; Eric Carter, Enemy in the Blood: Malaria, Environment and Development in Argentina, Tuscaloosa, University of Alabama Press, 2012; Irene Molinari, Vencer el miedo. Historia social de la lepra en la Argentina, Rosario, Prohistoria ediciones, 2016; Graciela Agnese, Historia de la fiebre hemorrágica argentina. Imaginario y espacio rural (1969-1990), Rosario, Prohistoria ediciones, 2011; María Luisa Mugica, La ciudad de las Venus impúdicas. Rosario, historia y prostitución 1874-1912, Rosario, Laborde Libros Editor, 2014; Maximiliano Ricardo Fiquepron, “Morir en las grandes pestes: Estado, sociedad y representaciones sobre la muerte durante las epidemias de cólera y fiebre amarilla (1856-1886)”, Tesis doctoral, Universidad Nacional de General Sarmiento, 2015; Silvia Inés Fendrik, Santa anorexia. Viaje al país del ‘nunca comer’, Buenos Aires, Corregidor, 1997; Daniela Testa, “La poliomielitis desde la imaginación pública. Una lectura posible”, en Revista Brasileira de Sociologia da Emoçåo, 14 (42), Joåo Pessoa, 2015, pp. 93-111; Mauro Vallejo, “Alberto Díaz de la Quintana y las tensiones del campo médico en Buenos Aires (1889-1892). Hipnosis, curanderismo y médicos extranjeros en la Argentina finisecular”, en: Revista Culturas Psi/Psy Cultures, 4, Buenos Aires, 2015, pp. 53-84.
[7] T.S. Elliot, The Hollow Men, 1925. En la versión original en inglés: “…Between the idea / And the reality / Between the motion / And the act / Falls the shadow…” La traducción al español es mía.
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