Manuel José García. Un eco de Benjamin Constant en el Plata

José María Mariluz Urquijo
Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina

Manuel José García. Un eco de Benjamin Constant en el Plata

Investigaciones y Ensayos, vol. 64, 2017

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina

La Revolución cambia de estilo

No mucho después de los días de mayo de 1810 la población de los suburbios y de la campaña acude a participar de una revolución en cuyos preparativos no ha intervenido pero cuyo programa abraza con calor. El pueblo deja de ser la abstracción contenida en los impecables esquemas que los textos de política habían puesto en circulación para transformarse en una realidad tangible y no siempre agradable. Muchos de los autores de la Revolución observan con sorpresa y alarma como, al amparo de fórmulas demasiado generalizadoras, asoma –a veces espontáneamente, a veces agitada por aprovechados líderes- una masa iletrada a la que no consideran preparada para gravitar en la vida pública, una masa cuya vocación política no la habilita para asumir las responsabilidades que pretende. Para poder excluir esa presencia que empieza a ser molesta surge entonces la necesidad de precisar los objetivos, de matizar los planteos excesivamente simples, de equilibrar el concepto de libertad con el de autoridad.

No cabe apoyarse en los rancios tratadistas que menospreciaron la inteligencia política del pueblo alegando sus calidades negativas, su versatilidad, su ignorancia, su pereza, ya que son autores “no citables” cuyo prestigio ha sufrido un deterioro evidente. Desde fines del siglo XVIII muchas autoridades literarias han dejado de serlo y bibliotecas enteras han perdido vigencia, condenadas por una nueva censura mucho más efectiva que la anterior como que no se asienta en la fuerza sino en el consenso ideológico. Vemos a cada paso –observa un porteño de 1815- “que en los tiempos presentes es necesario haberse formado por otros libros que Villalpando y Covarrubias y que de nada vale para hablar en asuntos políticos la lectura del Sr. Bovadilla” [1]. Pero lo que sí es posible es afinar los análisis teóricos introduciendo las distinciones precisas para legitimar la restricción o el encauzamiento de aquellas expresiones populares que se consideran desorbitadas. Y sin volver a formulaciones obsoletas, pueden barajarse hábilmente los conceptos modernos de modo que sirvan de dique para oponer al amenazante aluvión.

En un corto lapso varían el tono de los discursos, el vocabulario y los ejemplos históricos aducidos para reforzar los argumentos y, aunque la transformación va verificándose insensiblemente a lo largo del tiempo, es evidente que la revolución de abril de 1815, que da al traste con Alvear y la Asamblea General Constituyente, acelera el proceso contribuyendo a imponer un nuevo estilo cada vez más mesurado.

La confrontación de textos inmediatamente posteriores a mayo de 1810 con otros de fecha más cercana al momento de la Independencia patentiza la diferencia. En los primeros tiempos la Gazeta reboza de invectivas contra la opresión, el despotismo, la tiranía, las “leyes arbitrarias degradantes a todos los americanos” y, a su vez, las proclamas oficiales condenan la “enconosa saña de nuestros tiranos”, el “yugo ominoso de los déspotas” o los “grillos de la esclavitud”. En su Marcha Patriótica López y Planes repite por tres veces el “grito sagrado” de libertad y no escatima los epítetos contra los “fieros tiranos”. La antigüedad grecolatina, aproximada por el neoclasicismo, proporciona una inagotable cascada de citas y de modelos que se alinean en una misma dirección: la tragedia Julio César hace vibrar a los porteños de 1813 infundiéndoles “eterno rencor contra la tiranía” y “virtuosa envidia” hacia tiranicidas, la figura del acusador Catilina resulta tan familiar que se invita el verbo ciceronizar, se dice que los ciudadanos festejan el tercer aniversario del 25 de mayo con el mismo júbilo con el que los romanos celebraron el fin de “la opresión de los Tarquinos…” [2].

Pero ese tono enardecido va sosegándose poco a poco bajo la influencia conjunta del cansancio que produce la prolongada tensión, del nacimiento de núcleos políticos que experimentan nuevos rumbos, del generalizado temor de no poder seguir controlando la efervescencia popular, y de la acción moderadora de las potencias extranjeras, especialmente de Inglaterra y Portugal, tan deseosas de multiplicar los contactos con las ex colonias hispanoamericanas como de no patrocinar movimientos excesivamente apegados a los recetarios de la Revolución Francesa. Desde luego que siguen cantándose las vehementes estrofas de la Marcha Patriótica, ya definitivamente incorporada al patrimonio cultural del país, y que prosiguen los ataques contra España pero empieza a ponerse el acento en otros conceptos y a revisarse con intención crítica todo lo dicho y hecho desde los días de Mayo.

En parte, es una cuestión de sensibilidad ya que las explosiones inorgánicas que se suceden en el Litoral lastiman la conciencia racionalista de los hombres cultos de principios de siglo a los que repugnan los movimientos de masa no encuadrados en un ordenamiento jurídico. En parte, es la reacción de quienes tiemblan por la suerte de la emancipación comprometida por las escisiones internas o la de aquellos que temen verse despojados de una función de gobierno a la que se sienten con preferente derecho por su cultura, patriotismo y arraigo.

En retrospectivo examen de conciencia, alguien lamenta en 1816 que las primeras manifestaciones revolucionarias hicieron entender al pueblo que no existía “una forma media entre el despotismo y la absoluta democracia” y que ese funesto error fue convertido en dogma que nadie podía impugnar sin exponerse a ser anatematizado [3]. “El sentimiento demasiado vivo de nuestra servidumbre sin límites nos llevó al ejercicio demasiado violento de una libertad sin freno” y nos indujo a arrasar todo lo existente en vez de levantar “el nuevo edificio sobre algunos muros antiguos” [4].

El examen del pasado lleva a meditar sobre el deber ser del presente y a programar la acción futura. “El orden social –sostiene Manuel Antonio de Castro-, es una cadena de obediencias que empieza desde el último ciudadano y acaba en el primer magistrado” [5]. Las flamantes llaves para acceder a la felicidad serán, entonces, la estabilidad, el respeto por las jerarquías, el acatamiento de la autoridad. La frase “fin a la revolución, principio al orden” que encabeza un decreto del Congreso de 1816 es un buen indicador de la orientación que prevalece ahora [6]. Más que excitar al pueblo contra los “mandones” como se había hecho hasta hacía poco se prefiere recordarle didácticamente que nada conseguirá “si la docilidad no fuese una de sus virtudes” y no admitiese ser dirigido por una cabeza [7].

El Supremo Director denuncia que ciertas cualidades que hasta ayer fueron incluidas en el catálogo de las virtudes, como por ejemplo el celo patriótico, pueden encubrir las peores pasiones y que al amparo de la libertad de prensa, que ha solido ser considerada como inseparable del régimen republicano, puede destilar su veneno la maledicencia deformando a la opinión pública [8]. Hasta una institución tan identificada con los orígenes de la vida libre rioplatense como el cabildo abierto, comienza a ser mirada con desconfianza porque puede facilitar la acción del “orador turbulento” o de los “demagogos tumultuarios” [9]. La época acuña sus propias malas palabras que son anarquía, desorden, insubordinación, jacobinismo, demagogia.

Un apologista de la moderación

Pocos se empeñaron tan firme y conscientemente en el cambio de estilo como Manuel José García, cuyo alejamiento de Buenos Aires no fue óbice para que se hiciera oír reiteradamente sobre el particular. Para él se trataba de algo más que de una cuestión de buen gusto literario. Era el signo de que existía una voluntad decidida a no tolerar desmanes de la plebe y de que el gobierno de Buenos Aires, contrariamente a lo que sostenían los españoles, no compartía el extremismo de los regímenes inspirados en el movimiento de 1789. Para poder calmar la inquietud que había despertado en la Corte de Río de Janeiro el “sistema exagerado de libertad popular” [10] proclamado en Buenos Aires, le era preciso que sus compatriotas pusieran sordina a los afanes libertarios.

García vuelve una y otra vez a tocar el tema que le preocupa cuando se dirige a quienes pueden influir sobre el tono de los discursos o de los editoriales. A veces se limita a ofrecer su consejo como cuando advierte a Manuel Hermenegildo de Aguirre o a Ignacio Álvarez Thomas que, abandonando el género declamatorio y las “fanfarronadas ridículas e inoportunas” que emplean las gacetas conviene “hablar con moderación” [11]. Otras, comunica a su gobierno que se ha visto apurado para satisfacer las quejas portuguesas por el suelto de algún periódico porteño [12]. Descontando que la puntillosa susceptibilidad de Pueyrredón hará lo posible por demostrar lo contrario, en una ocasión finge suponer que el Director será incapaz de frenar las desvergüenzas de los periodistas [13]. La historia griega le sirve también para recordar el fruto que recogieron los atenienses de las belicosas arengas de “Demóstenes y de su desprecio por los consejos saludables del ilustre Phoción” [14].

La justificación de la Independencia le brinda nuevas oportunidades de insistir sobre su idea: a principios de 1817 sugiere publicar un documento explicativo sobre las causas de la emancipación cuyo lenguaje no contraríe las ideas dominantes en Europa [15], y cuando le llega el Manifiesto… a las Naciones –que él cree, erróneamente, redactado por Paso- encuentra que su principal mérito es el de no ser exaltado [16]; al difundirlo en la Corte, el mismo García comenta que el estilo del Manifiesto “parece assim como acanhado porém vale mais do que aparecer com furor jacobinico ou fallar em termos pouco decentes” [17].

En su trato con el ministro Tomás Antonio de Villanova, Portugal se empeña en demostrarle que la orientación de las Provincias Unidas nada tiene que ver “con las máximas peligrosas que habían extraviado a los hombres en las últimas revoluciones de Europa; que si algunas chispas aparecieron en los primeros días de la nuestra, estaban ya apagadas” [18]. Y todavía a fines de agosto de 1820, cuando ya había dejado de representar los intereses del Río de la Plata, escribe irónicamente a su amigo Anchorena que teme los trabajos de colegiales de sus paisanos “con sus citas de Paine, Rousseau y Raynal y aun sus versitos en francés con su correspondiente traducción” [19].

Simultáneamente con las defensas ideológicas, improvisadas a toda prisa ante la creciente politización de las masas, la clase alta debe pensar en medidas concretas que puedan practicarse para atajar el peligro que la amenaza. La reacción más simple, que no requiere imaginación, es la que tiende a defender las posiciones existentes mediante el uso de la fuerza y que sólo atina a fortificar el ejército y a enviar expediciones punitivas a aquellas áreas donde el caudillismo se manifiesta con mayor virulencia. En una más elaborada tesitura hay quienes proyectan transigir con los caudillos haciéndoles ciertas concesiones o quienes intentan debilitarlos apoyando a figuras menores que puedan disputarles la clientela.

Manuel José García es uno de los hombres más sutiles de su generación, de los más lúcidos para percibir la realidad bajo el ropaje de los mitos, de los más animosos para enfrentar los problemas sin soslayarlos ni enmascararlos, de los más audaces para buscar remedios drásticos. Este “jesuita lleno de miedo”, al decir de Posadas [20], no es, en cambio, de los más escrupulosos en elegir los medios. Con su suavidad de hombre de salón, habituado a los placeres tranquilos de la lectura y la conversación, no tiene empacho en recomendar soluciones violentas que otros, aparentemente más enérgicos, hubieran desechado por razones de conciencia. Sus convicciones políticas tienen la laxitud suficiente como para permitirle una gran flexibilidad de movimientos; “todos los gobiernos –confiesa a un amigo- son para mi respetables si conservan la paz y la libertad. Que se llame Cónsul, Rey o Pontífice o con cualquier otro nombre el que tiene el Poder Ejecutivo es indiferente para mí siempre que produzca aquellos bienes y los asegure. Los que debemos es purgar el ánimo de todo espíritu de secta…” [21].

Frente al fenómeno del caudillismo y de la incrementada fuerza de los elementos sociales que le sirven de plataforma, García recurre a dos expedientes: facilita la invasión lusitana destinada a aplastar a Artigas sin cuidarse demasiado de que el precio pueda ser la segregación definitiva de la Banda Oriental y planea cómo aislar los resortes del poder de modo que quede bloqueado el acceso de las masas a la vida política. El momento es, sin duda, propicio para lograr este último objetivo. Tomás Manuel de Anchorena acaba de observar que la mayoría de los hombres están “desengañados de las ilusiones democráticas” [22] y poco después Manuel Antonio de Castro, cuya ascensional estrella política es de por sí un signo del cambio, nos recuerda que cada vez que se exploró la voluntad general desde el principio de la Revolución se eclipsó el ciudadano virtuoso y suplió sus sufragios el hombre “sin domicilio, sin ocupación, sin propiedad” [23].

García expone su pensamiento en varias cartas, sabiendo de antemano que serán atentamente leídas y comentadas, como que hasta sus muchos enemigos suelen reconocerle sus letras y la agudeza de su ingenio [24]. Son cartas muy peculiares, que presentan escasa semejanza con las restantes misivas de García. Habitualmente éste salta ágilmente de un tema a otro, relata con gracia chispeante episodios de los que ha sido testigo, enjuicia hombres o situaciones, comunica a sus íntimos sus triunfos diplomáticos o sus apuros de dinero contentándose con exponer sus puntos de vista a vuela pluma sin pretender fundarlos exhaustivamente, sin extenderse –como aquí- en metódicos desarrollos doctrinarios. Por el contrario, en éstas, García eslabona argumentos y antecedentes como quien redacta un tratado magistral y apenas al principio y al fin de cada epístola se sirve apearse de la cátedra. Es que García tiene la esperanza, y así lo reconoce en una frase –luego tachada en sus borradores-, de que el eco de sus reflexiones llegue al Congreso de Tucumán [25].

Sufragio y propiedad

Impulsadas por la dinámica inherente al sistema político adoptado, las Provincias Unidas habían ido concediendo a un núcleo cada vez más numeroso de personas el derecho de participar en la vida pública. El protagonista no era ya el vecindario más sano y principal de que hablaba el acta capitular del 25 de mayo de 1810 sino el ciudadano, entendiéndose por tal –según el estatuto provisional de 1815- “todo hombre libre” mayor de 25 años, nacido y residente en el territorio del Estado. Es cierto que la ciudadanía se suspendía por no tener propiedad u oficio lucrativo y útil al país”, pero cabía suponer que no se pensaba extremar el rigor de la exigencia con los ciudadanos nativos ya que la ley dejaba sin precisar el monto de esa propiedad mientras que, en cambio, fijaba un mínimo de cuatro mil pesos de capital para que los extranjeros pudiesen gozar del derecho a sufragar. Hoy sabemos que, en definitiva, las masas federales hicieron sentir su presencia por canales diferentes de los electorales [26] pero no es de extrañar que en ese momento la ampliación del sufragio fuese para muchos una solución inquietante.

Empeñado en taponar las brechas por donde pudiera producirse el asalto, García procura restringir el voto vinculándolo al derecho de propiedad del que vendría a ser coronamiento. De tal suerte su solución se inserta en el movimiento constitucionalista, seguido con idéntico ardor por unitarios y federales, y se beneficia del prestigio –a la vez moderno y universal- de ese derecho de propiedad proclamado como uno de los derechos del hombre por la Asamblea Constituyente de la Revolución Francesa, vigorosamente defendido por la burguesía europea de la Restauración, y considerado por los redactores del flamante Estatuto Provisional del Río de la Plata como uno de los componentes del “precioso vellocino” de la felicidad común. Como otras veces, García trata así de incorporar sus objetivos a las corrientes dominantes, que procura aprovechar.

Tras una primera carta a su amigo Manuel Hermenegildo de Aguirre –conspicuo miembro del grupo dirigente de Buenos Aires, vocal suplente de la Junta de Observación desde octubre de 1815- dedicada a censurar la poca consideración que hasta entonces se había brindado a los propietarios, García vuelve a remitir al mismo destinatario una extensa misiva en la que desenvuelve detalladamente sus ideas [27]. Buscando probar que no era insólito privar del voto a una parte de los habitantes del país, aduce el ejemplo de los menores y de los extranjeros a quienes casi todas las sociedades apartan de la vida política hasta que cumplan su mayoría o se arraiguen mediante su permanencia, relaciones y riqueza. De igual manera corresponde excluir a aquellos a quienes la indigencia condena a un trabajo diario ya que no son más ilustrados que los menores ni mucho más interesados que los extranjeros en una prosperidad nacional de cuyas ventajas sólo participan indirectamente. Debe reconocerse que la “clase trabajadora” suele hacer los más admirables sacrificios movida por su patriotismo pero –distingue García- una cosa es el patriotismo que inspira el valor de morir por el país y otra el discernir bien los intereses de la Patria. Como sólo la propiedad asegura el descanso que permite la ilustración, sólo ella puede tornar a los hombres capaces del pleno ejercicio de los derechos políticos. Además, siendo el deseo más vehemente de los no propietarios el llegar a la propiedad, sería riesgoso depositar el poder en sus manos ya que podrían utilizarlo para conseguir los bienes anhelados en vez de concentrarse en procurarlos por el natural camino del trabajo.

Propietarios deber ser no sólo los electores sino los elegidos pues para que los representantes se ganen la confianza del pueblo conviene que tengan intereses paralelos a sus deberes y las naciones presumen que el amor al orden, a la justicia y a la conservación, están vinculados al derecho de propiedad. Respaldando con un hecho concreto esta afirmación teórica, García añade: “Acuérdese usted de lo que comúnmente se decía en la última Asamblea Constituyente sin traer a memoria lo que pudo depender de la vida privada de los individuos y observe lo que se dirá andando el tiempo del nuevo Congreso si está montado del mismo modo y esto sirva de confirmación a mis pobres ideas”.

Quizá traicionado por el subconsciente que lo lleva a dudar de la real habilidad de los terratenientes para el ejercicio de los derechos políticos, García trata de convencerse con argumentos que contradicen lo que ha sostenido hasta entonces y que rompen la lógica coherencia de su discurso. Hay negocios de la vida privada –sostiene- para los cuales “vale más el buen sentido o cierto instinto razonable de las gentes sencillas que las sublimes meditaciones de muchos filósofos. Probablemente un hacendado honradote, como solemos decir, tendrá mucho mejor arreglada su hacienda y gobernada su casa que un poeta original… Lo mismo suele acontecer en el gobierno de los estados respectivamente: dejemos a los habitantes arraigados del país y a los que dependen absolutamente de la tierra una influencia bastante y creo que por un instinto demasiado seguro irán a lo mejor”. Pero si se substituye la condición de la ilustración con que comenzó la carta por el concepto de “buen sentido” o de “instinto razonable de las gentes sencillas” ¿por qué suponer que el “hacendado honradote” vaya a tener un instinto más aguzado o mejor sentido que el trabajador de igual calidad? Evidentemente, aunque la meta perseguida por García es una, se apoya en dos desarrollos bien diferenciados y difícilmente armonizables.

La tesis es objeto de nueva elucidación en carta dirigida a Bernardino Rivadavia [28]. “Nosotros hemos diferido siempre a las opiniones de las profesiones liberales y cuanto se ha hecho en la dirección de los negocios ha sido hasta aquí obra puramente suya. Esto es un hecho así como es una verdad incontestable, como demuestra un juicioso estadista, que las profesiones liberales exigen más que ninguna otra el estar reunidas a la propiedad para que su influencia no sea funesta en las discusiones políticas”. En Francia se ha observado cómo estimables químicos, literatos o matemáticos, incurrían en exageraciones políticas y que sólo abdicaban de sus teorías quiméricas por influjo de la propiedad, que no sólo es el mejor preservativo del orden sino de la libertad ya que los abusos del poder suelen gravitar de modo muy especial sobre la clase de propietarios.

Fuente de la tesis de García

La perseverancia y oportunidad con que García expone sus ideas dan testimonio de su deseo de que fueran aceptadas como solución para el problema político del Río de la Plata pero no iluminan mayormente sobre la filiación de ese pensamiento. El parentesco de las carillas de García con las prescripciones constitucionales de Inglaterra o de la monarquía censitaria con las corrientes del pensamiento político anglofrancés es por demás obvio como para que pensemos que son el fruto exclusivo de la reflexión sobre la realidad política de su patria. Pero desechada la originalidad absoluta, surge la alternativa de su estamos frente a una adecuación local de principios inicialmente imaginados para otras latitudes o ante la apropiación lisa y llana de un pensamiento ajeno que le parece válido para ser aplicado sin modificaciones a las Provincias Unidas. Y, si fuese acertada la segunda hipótesis, ¿a cuál de las varias vertientes disponibles recurrió García?

Nuestro autor no facilita la pesquisa pues rara vez alude a sus lecturas o menciona autores. Más bien se complace en despreciar al hombre excesivamente libresco o al que, “acostumbrado a seguir siempre el camino trazado por las leyes”, vacila en elegir rumbos por sí mismo, y en la citada carta a Aguirre fustiga la “pereza y el hastío que tenemos a todo lo que es meditar seriamente sobre lo que en realidad somos”. Sin embargo en su prosa resalta cada tanto alguna imagen, alguna frase que parece recortada de otros autores. Al leer su descripción del ministro Tomás Antonio Villanova Portugal quien actúa “como un recluta que, metido en las filas de un batallón en marcha, tiene que seguir sus movimientos aunque no quiera” es difícil no recordar el pasaje del difundido De Lolme referente al que “n’est pas plus le maître d’arreter le mouvement général, qu’un homme, au milieu d’une armeé qui est en marche n’est le maître de ne pas marcher” [29].

Pero la confrontación con textos políticos de la época pronto nos revela que en el caso del sufragio no se trata de vagas reminiscencias o de frases aisladas de similitud discutible sino del trasvasamiento total de las páginas pertinentes de Benjamín Constant [30]. La técnica del trasbordo es bien simple: García se limita a traducir palabra por palabra y apenas incluye algún retoque para acomodar la exposición al estilo epistolar o para evitar que algún pasaje denuncie que ha sido escrito fuera de América. Así, donde Constant dice “no intento hacer el menor agravio”, García cambia “no crea usted que intento agraviar”; y donde Constant escribe sobre “las relaciones comerciales de la Europa”, García se refiere a las relaciones comerciales de “los pueblos civilizados”. Un párrafo sobre las leyes francesas de la época de la Revolución es reemplazado por otro referente a la Asamblea del año XIII que hemos transcripto y finalmente García agrega de su propia cosecha -o en todo caso de una fuente no individualizada –las proposiciones sobre el “hacendado honradote” cuya escasa congruencia con el resto ya hemos señalado. En la carta a Bernardino Rivadavia sobre el mismo tema vuelva también casi sin alteraciones unas páginas de los Principes de Constant [31], aunque aquí incluye la frase “como demuestra un juicioso estadista” que puede servirle de coartada para excusar el plagio en caso de ser descubierto.

Alertados sobre los procedimientos literarios de García, examinamos el borrador de otra extensa e importante carta del mismo período concerniente al régimen federal y el municipio y comprobamos que, tras una parte introductoria con abundantes tachaduras y correcciones reveladoras de un trabajo de creación, sigue un largo desarrollo que es simple traducción de otros pasajes de Benjamin Constant [32]. ¿Cómo llegó a manos de Manuel José García la obra que le depararía la oportunidad de lucirse con tan poco esfuerzo ante sus paisanos? ¿Fue Manuel Belgrano, autor de una traducción inédita de Constant, quien primero lo puso en antecedentes? ¿O fue el Conde da Barca cuyos préstamos a García de otros libros que acababan de llegar de París nos constan fehacientemente? Estos interrogantes quedan por el momento sin respuesta.

El episodio resulta de interés para conocer mejor al futuro ministro de Martín Rodríguez. Pero la facilidad con que García puede adueñarse del pensamiento de Constant para retransmitirlo desde Río de Janeiro en calidad de remedio para los males rioplatenses vale sobre todo como síntoma de la afinidad de las situaciones que vivieron las Provincias Unidas y la Francia de 1815-1820. Sin dejar de ser una muestra de servidumbre intelectual, éste y otros proyectos argentinos inspirados en la realidad surgida del Congreso de Viena demuestran la idea contemporánea de que, por encima de los muy diferentes niveles socioculturales, existía una equivalencia de circunstancias políticas que tornaba viable la aplicación en América de recursos pensados para el Viejo Mundo.

Poco importaba que las trayectorias recorridas para desembocar en ese estado hubieran sido diferentes; que en Francia se intentase reaccionar simultáneamente contra un Ancien Régime y unas explosiones populares registradas en un reciente pasado mientras que en el Buenos Aires revolucionario apenas empezaban a palparse las presiones de la multitud. En ambos casos el resultado era el mismo: tratar de evitar tanto los extremos del despotismo unipersonal y de la supremacía de la muchedumbre. Es ese paralelo clima de equilibrio, de transacción, lo que da pie a la tentativa de instrumentar el pensamiento político de la Restauración o ciertas expresiones de escritores ingleses. Y así, el mismo año en que García copia solapadamente a Constant, Camilo Henríquez publica el Bosquejo de la Democracia en el que Robert Bisset vitupera las consecuencias del sufragio universal. Sería difícil indicar con certeza cuál fue la causa que impidió que prosperasen tales iniciativas en el Plata pero quizá no haya sido ajeno a su fracaso el hecho de que en plena guerra por la Independencia no parecía justo ni oportuno restringir los derechos políticos de aquellos que constituían el mayor número del ejército.

Referencias

Archivo General de la Nación (en adelante citaremos AGN), Portugal y Brasil 1815-1820, X-1-6-10.

Benjamin Constant, Colletion complète des ouvrages publiés sur le Governement Representatif et la Constitution actuelle de la France, t. I, Paris, 1818, pp. 136-143.

De Lolme, Constitution de l’Angleterre, nouv. Ed., t. I, Paris, 1822, p. 329 (la primera ed. es de 1771).

Despedida de Castro al Cabildo de Salta, en: Ricardo Levene, La Academia de Jurisprudencia y la vida de su fundador Manuel Antonio de Castro, Buenos Aires, 1941, apéndice 11, p. 188.

El Censor, 27-VI-1816.

El Independiente, 24-I-1815.

El Observador Americano, 19-VIII-1816.

Exposición de motivos de la Comisión Reformadora del Estatuto Provisional, 9-III-1816, en: Emilio Ravignani, Asambleas Constituyentes Argentinas, t. VI, 2da. parte, Buenos Aires, 1939.

Gazeta de Buenos Ayres, 1810-1815, pássim.

La Revolución de Mayo a través de los impresos de la época, compilados y concordados por Augusto E. Mallié, t. II (1812-1815), Buenos Aires, 1965.

Manuel José García a Juan Martín de Pueyrredón, 25-VI-1816, en: Bartolomé Mitre, Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina, en: Obras Completas, t. IX, Buenos Aires, 1941, apéndice, p. 331.

Museo Histórico Nacional, Memorias y autobiografías, t. I, Buenos Aires, 1910, p. 258.

Ricardo Zorraquín Becú, El proceso constitucional de 1815 a 1819, en: Revista del Instituto de Historia del Derecho, t. 17, Buenos Aires, 1966, p. 140.

T. M. de Anchorena a Manuel Belgrano, 26-II-1816, en: Marcos Estrada, Belgrano y Anchorena en su correspondencia, Buenos Aires, 1966, p. 112.

Notas

[1] El Independiente, 24-I-1815.
[2] Gazeta de Buenos Ayres, 1810-1815, pássim; La Revolución de Mayo a través de los impresos de la época, compilados y concordados por Augusto E. Mallié, t. II (1812-1815), Buenos Aires, 1965, p. 117 y s., 127, 145, 149 y s., 169 y s., 229 y s., 233 y 293.
[3] El Observador Americano, 19-VIII-1816.
[4] Exposición de motivos de la Comisión Reformadora del Estatuto Provisional, 9-III-1816, en: Emilio Ravignani, Asambleas Constituyentes Argentinas, t. VI, 2da. parte, Buenos Aires, 1939, p. 654; El Observador Americano, loc. cit.
[5] Despedida de Castro al Cabildo de Salta, en: Ricardo Levene, La Academia de Jurisprudencia y la vida de su fundador Manuel Antonio de Castro, Buenos Aires, 1941, apéndice 11, p. 188.
[6] Gazeta de Buenos Ayres, 31-VIII-1816.
[7] Idem¸6-V-1815.
[8] Idem, 15-II-1817.
[9] El Censor, 27-VI-1816.
[10] Manuel José García a Juan Martín de Pueyrredón, 25-VI-1816, en: Bartolomé Mitre, Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina, en: Obras Completas, t. IX, Buenos Aires, 1941, apéndice, p. 331.
[11] Archivo General de la Nación (en adelante citaremos AGN), Portugal y Brasil 1815-1820, X-1-6-10; Idem, Documentación donada, Colección Manuel José García 1815-1820.
[12] AGN, Portugal y Brasil 1815-1820, X-1-6-10, García a Pueyrredón, 23, IX-1816.
[13] Idem, García a Pueyrredón, 8-XI-1816.
[14] Idem, García a Pueyrredón, 31-I-1817.
[15] Idem, ídem.
[16] Idem, García a Rivadavia, 11-XII-1817.
[17] AGN, Documentación donada, Política y diplomacia lusitana en el Río de la Plata, t. V, año 1818, VII-17-2-5.
[18] AGN, Portugal y Brasil 1815-1820, X-1-6-10, García a Pueyrredón, 19-VIII-1818.
[19] AGN, CRPHN, nº 1248.
[20] Museo Histórico Nacional, Memorias y autobiografías, t. I, Buenos Aires, 1910, p. 258.
[21] AGN, CRPHN, nº 1237, García a Nicolás Anchorena, 7-V-1820.
[22] T. M. de Anchorena a Manuel Belgrano, 26-II-1816, en: Marcos Estrada, Belgrano y Anchorena en su correspondencia, Buenos Aires, 1966, p. 112.
[23] El Observador Americano, 2-IX-1816.
[24] Posadas, por ejemplo, que traza un retrato implacable de García admite que tiene una “pluma bien cortada” (cit.).
[25] AGN, Portugal y Brasil 1815-1820, X-1-6-10, García a un destinatario anónimo, 14-III-1816.
[26] Ricardo Zorraquín Becú, El proceso constitucional de 1815 a 1819, en: Revista del Instituto de Historia del Derecho, t. 17, Buenos Aires, 1966, p. 140.
[27] AGN, Portugal y Brasil 1815-1820, X-1-6-10, García a Aguirre, 8-III-1816.
[28] Idem, García a Rivadavia, 7-VII-1816.
[29] Idem, García a Pueyrredón, 17-V-1818; De Lolme, Constitution de l’Angleterre, nouv. Ed., t. I, Paris, 1822, p. 329 (la primera ed. es de 1771).
[30] Para hacer el cotejo nos hemos valido de Benjamin Constant, Colletion complète des ouvrages publiés sur le Governement Representatif et la Constitution actuelle de la France, t. I, Paris, 1818, pp. 136-143, que reproduce el texto de 1814 utilizado por García. En el Museo Mitre (1-9-21-1) se conserva una traducción inédita de Constant realizada por Manuel Belgrano de la que ha dado noticia el doctor Mario Belgrano.
[31] AGN, Portugal y Brasil, 1815-1820, X-1-6-10, García a un destinatario anónimo, 14-III-1816; Benjamin Constant, loc. cit., p. 196 y ss.
[32] Benjamin Constant, loc. cit., p. 196 y ss.
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