Dossier: Oligarquía, República y Democracia: debates sobre la vida política

El "régimen oligárquico" y la aristocracia republicana. Identidades sociales y proyecciones políticas

Leandro Losada
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONI- CET), Argentina

El "régimen oligárquico" y la aristocracia republicana. Identidades sociales y proyecciones políticas

Investigaciones y Ensayos, vol. 65, 2017

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina

Recepción: 15 Octubre 2017

Aprobación: 23 Octubre 2017

Resumen: El artículo propone dos interrogantes: ¿las formas de sociabilidad y las identidades sociales de los círculos de poder, riqueza y prestigio de la Argenti­na del cambio de siglo XIX al XX, tuvieron incidencia en la actuación política de las elites del período? ¿Ofrecen indicios para reflexionar sobre cómo estos círculos sociales afrontaron la democracia de sufragio universal (masculino) secreto y obligatorio abierta en 1912? El argumento central es el siguiente: la sociabilidad fue exitosa para la integración de esos círculos sociales pero impotente para superar rivalidades y divisiones políticas, resintiendo así la posibilidad de ejercer el papel que pre­tendieron asumir, el de una “aristocracia republicana”. Esta identidad social, a su turno, aparejó dificultades para que la distinción fuera socialmente legítima. Desde este punto de vista, el trabajo plantea algunas consideraciones acerca de otros dos problemas. Por un lado, la forma en que se edificó en la Argentina una “aristocracia natural”. Es decir, cómo ocurrió la formación de una elite social en una sociedad democrática. Por otro lado, la relación entre la democracia y nociones e identidades que abrevaban en el republicanismo.

Palabras clave: elites - distinción - republicanismo - democracia.

Abstract: The article proposes two questions: Did the forms of sociability and the social identities preponderant in the circles of power, wealth and prestige of Argentina of the turn of 19th to 20th century influence the political action of the elites of the period? Do they offer clues to understand how these social circles faced the democracy of secret, compulsory and male universal suffrage open in 1912? The central argument is this: sociability successfully integrated these social circles but it was unable to solve rivalries and political divisions. This impossibility undermined the aspiration of the social elites to become a “re­publican aristocracy”. In turn, their social identity made it difficult for their distinction to be accepted as socially legitimate. From this point of view, the paper raises some considerations about two other problems. On the one hand, about the way in which a “natural aris- tocracy” was built in Argentina. That is, how a social elite was created in a democratic society. On the other hand, about the links between democracy and republican ideas and identities.

Keywords: elites - distinction - republicanism - democracy.

La crisis del “régimen oligárquico” y la transición a la “República Ver­dadera”, entramada por la reforma electoral de 1912, son temas centrales de la historiografía política argentina dedicada al cambio del siglo XIX al XX. La investigación ha avanzado sobre ellos a través de una agenda que incluye objetos y problemas como el funcionamiento interno del oficialismo y de la oposición, la participación y la competencia electorales, las movilizaciones en el espacio público, las relaciones entre estado y sociedad [2].

Este trabajo intenta hacer un aporte a esta discusión, tomando a las eli- tes como objeto y a un conjunto de preguntas derivadas de la historia social como punto de partida: ¿las formas de sociabilidad y las identidades sociales de los círculos de poder, riqueza y prestigio de la Argentina del cambio del siglo XIX al XX, incidieron en las concepciones que tuvieron sus integrantes acerca de la vida pública, e incluso, en su desempeño en ella? ¿Arrojan pistas para reflexionar sobre cómo estos círculos sociales afrontaron la democracia de sufragio universal (masculino), secreto y obligatorio abierta en 1912?

El propósito no es plantear un abordaje “sociologizante” de la política, que la entienda como un epifenómeno carente de autonomía y de pulso propio. La intención es acercarse a un problema que, acudiendo a expresiones clási­cas, puede formularse como el de la vinculación posible entre aristocracia y democracia, o de manera más precisa, sobre la relación entre las elites y la sociedad democrática.

A favor de la formulación de este problema hay señalamientos historiográ- ficos y testimonios históricos. Con relación a los primeros, en la Argentina de 1880 a 1916 hubo una importante cercanía entre elites sociales y elites políti­cas, mayor que en el pasado y también de la que hubo en momentos posterio­res. Esto no quiere decir que hubo una subordinación de la elite política a un eventual grupo social de pertenencia. La autonomía de intereses y de recursos de las elites políticas (de este período y de coyunturas anteriores) ha sido resal­tada como un rasgo de largas raíces en la historia argentina, así como el hecho de que sus divisiones y enfrentamientos tuvieron preponderantemente causas políticas antes que razones de otro orden, fueran sociales o económicas [3]. Por otro lado, también se ha mostrado la ineptitud de los grupos propietarios para desenvolverse en el mundo político [4]. La proximidad, por lo tanto, no alude a una clase política a disposición de una clase social. Refiere, estrictamente, a una procedencia social común entre la mayoría de los ricos y la mayoría de los políticos de la Argentina del cambio del siglo XIX al XX, momento, además, en el que se constituyó una elite social propiamente nacional [5].

Respecto a los testimonios históricos, hubo analistas contemporáneos que se detuvieron en las sociabilidades, y sobre todo en las identidades sociales, para pensar la política del Centenario, así como el rol que iba a asumir la elite social argentina en el país que se abría tras la reforma electoral.

De todo esto surge, no obstante, un panorama llamativo. Por un lado, elites políticas autónomas en sus intereses y prácticas, incluso divididas y enfrentadas (entre espacios políticos, pero también en el interior de cada uno de ellos). Por el otro, un proceso de agregación social que se plasmó en socia­bilidades, aficiones y estilos de vida compartidos. ¿Cómo vincular, entonces, la confrontación del mundo político con la convivencia del mundo social, te­niendo en cuenta que los participantes en uno y otro fueron en una importante proporción los mismos? ¿Por qué algunas de esas personas se sumaron al juego abierto con la reforma electoral de 1912 y otras lo criticaron o lo repudiaron? Otra vez, la política ofrece respuestas para ello, empezando por su móvil bá­sico, la disputa por el poder. Pero también es posible sumar otros elementos interpretativos, derivados de cómo se constituyó históricamente la elite social y, en especial, de cómo se vio a sí misma y a su lugar en la sociedad.

Oligarquía, patriciado, aristocracia, plutocracia. Retratos de las elites argentinas del centenario

Los años que rodearon a 1910 fueron pródigos en balances, diagnósticos y miradas prospectivas, estimulados por el autoproclamado centenario de vida independiente, la fenomenal transformación social y económica iniciada en 1880, y los interrogantes motivados por el cambio en las reglas del sistema político deparado por la Ley Sáenz Peña de 1912. En semejante coyuntura, sobresalieron las preguntas referidas a cuáles eran los logros alcanzados y cuáles las deudas pendientes en el camino de la Argentina hacia la civilización y el progreso. Por un lado, se resaltaron los problemas acarreados por la misma metamorfosis de la sociedad, no pronosticados en el proyecto fundacional: la cuestión nacional (la integración social y cultural de los inmigrantes) y la cues­tión social (en alusión al conflicto social) [6]. Por otro lado, se afirmó que esos problemas recientes reeditaban dificultades más persistentes. Las multitudes inmigratorias eran una nueva versión de las multitudes criollas de la primera mitad del siglo XIX; la corrupción de la vida pública tenía un origen último en la época colonial. Desde aquí, los problemas del proyecto fundacional podían deberse a dos aspectos: su incompleta raigambre, que por lo tanto debía pro­fundizarse; o su inadecuación al medio local, que llevaba a una impugnación más directa, aunque fuera implícita, de su idoneidad [7].

Más allá de los contrapuntos en estas miradas, coincidían en que los pro­blemas del Centenario, tuvieran raíces recientes o más profundas, venían de abajo: de los inmigrantes, de los trabajadores asalariados, o de una sociedad que no encontraba expresión en el sistema político.

Las elites, sin embargo, también fueron objeto de escrutinio. Algunos análisis se concentraron en las conductas de las elites políticas, concluyendo que el personalismo, el faccionalismo, la corrupción de los “gobiernos electo­res”, mostraban que en ellas persistían los atavismos criollos [8]. Los proyectos de reforma política de inicios del siglo XX, y la misma Ley Sáenz Peña, a su modo, trataron de afrontar estos dilemas. Junto a la intención de habilitar una expresión genuina del voto popular, se contó la de regenerar las conductas de las elites políticas [9].

Hubo también otro tipo de abordajes, que se concentraron en la com­posición social de las elites dirigentes, e incluso en sus identidades sociales. Algunos de los más incitantes aparecieron en la Revista Argentina de Ciencias Políticas, y ello no es casual. Dicha publicación tuvo entre sus inquietudes cen­trales el grado de correspondencia entre sociedad y política [10]. Por una cues­tión de espacio, aquí se repasarán dos contribuciones que exponen de modo bastante representativo las conjeturas trazadas al respecto en esta publicación.

Una de ellas, elaborada por Raymundo Wilmart, planteó que las elites políticas se veían como un patriciado [11]. Esta identidad social fomentaba una inclinación al “mando” (“Hoy mismo no es raro ver a algún descendiente de nuestros patricios [...], revestirse de un duro aire de autoridad y mando”) que auguraba una adaptación errática a una sociedad en vías de modificar sus reglas políticas y electorales. Era difícil que el patriciado asumiera que el gobierno “moderno” implicaba elencos políticos rotativos y una participación socialmente ampliada en la vida pública:

Nuestros patricios de los períodos de emancipación y de luchas inter­nas armadas han resultado en su conjunto, malgrado los hombres de talento y abnegación que siempre hubo en sus filas, ser incapaces, como clase, de constituir y aun concebir un gobierno que funcione modernamente [.] El descendiente neto de los patricios criollos no deja penetrar esos datos en su ca­beza; instintivamente profesa que él es mejor y de mejor clase que esas masas modernas [...] no concibe ‘un pueblo que se gobierne a sí mismo’ [12].

El patriciado refería a los elencos políticos provenientes de familias tradicionales con una noción patrimonialista del poder. Wilmart subrayaba, además, la escasa fundamentación de la condición patricia, dado que la reno­vación social había alcanzado a las elites: “se ha demostrado que son ínfima porción numérica los que pudieron hoy llamarse descendientes puros de es­pañoles coloniales” [13].

En suma, Wilmart planteaba los eventuales problemas de adaptación a la democracia de una elite que se consideraba patricia, desde prismas interpreta­tivos que proliferaron en esta coyuntura: la supervivencia de legados criollos conjugados con (o, más aun, perpetuados gracias a) una política recorrida por mecanismos venales. El autoproclamado patriciado no abarcaba a una clase o a un grupo social en su conjunto (las viejas familias), sino a aquellas insertas en política, entendidas, por lo demás, como sus exponentes menos virtuosos.

Otro autor de la Revista Argentina de Ciencias Políticas, Julio Monzó, señaló que los problemas de la Argentina del Centenario tenían, ante todo, una causa profunda: un diseño institucional poco apropiado para el medio local [14]. La inadecuación había producido un efecto importante: “lo que, en la mente de los fundadores de la nacionalidad estaba destinado a ser una democracia fue de hecho conducido en sus destinos por un régimen aristo-plutocrático” [15].

A diferencia de lo sostenido por Wilmart, el elitismo político no era el resultado de una concepción patrimonialista del poder. Era la traducción po­lítica de las singularidades del medio local (las grandes distancias, la pobreza cultural y material de amplias franjas de la población, etc.), que el proyecto fundacional no había logrado revertir. A causa de ello, el sistema político había estado signado por la dominación local de oligarquías provinciales, sostenidas y cooptadas por un poder central controlado por la “plutocracia porteña”, cuyo núcleo distintivo eran los estancieros de la pampa húmeda [16].

Ahora bien, según Monzó, el poder político y la dominación social de esta elite se encontraban jaqueados hacia mediados de los años diez. La razón era la fenomenal transformación social de los últimos treinta años. La inmi­gración y el desarrollo económico habían generado nuevos grupos sociales, desde las burguesías comercial e industrial hasta la clase obrera. En este nuevo escenario, aquella configuración política estaba inexorablemente destinada a desaparecer, y la readecuación al nuevo contexto era un motivo de incertidum­bre. Otra vez, a diferencia de Wilmart, no se concluía que de ello se derivara un posicionamiento reactivo a la democracia. Se contemplaba la posibilidad de una reconversión de la elite en una fuerza conservadora respetuosa del nuevo escenario, a la manera de la gentry inglesa [17].

Vale subrayar dos acentos adicionales. Uno, que el cambio social que desplazaba a la elite era el resultado de un conjunto de decisiones políticas implementadas por esa misma elite. En segundo lugar, las presiones políticas de los nuevos grupos sociales, que aparecen en la interpretación de Monzó como causas importantes de las circunstancias que habían conducido a la ley Sáenz Peña, se debían a que esa elite había cerrado sus fronteras por la riqueza acumulada, pero también por una conciencia aristocrática deparada por la apertura cosmopolita y la prosperidad del cambio de siglo. Las clases medias, más que el producto del ascenso social, lo eran de la clausura de la elite, frente a la cual aquéllas pasaban a confrontar, o al menos a diferenciarse políticamente.

Las actitudes refractarias se vinculaban, entonces, con perfiles e identi­dades sociales diferentes a las resaltadas por Wilmart. Derivaban de la altivez aristocrática (o mejor aún, plutocrática), y no del patrimonialismo patricio. Era una identidad social cincelada en un estilo de vida recientemente adoptado, en lugar de la proyección política de una identidad que remitía a un origen social y a una actuación pública:

Llegó un momento en que, por el mismo desarrollo gigantesco de la rique­za general, el nivel medio de la plutocracia se elevó a tal grado que ya no era fácil alcanzarlo [...] los viajes a Europa, el roce con las viejas aristocracias del otro continente, los hizo por fin conscientes de su rango, o, en otras palabras, pero sin dar a este fenómeno psicológico un valor ético, el conocimiento de su fuerza los volvió altivos. De esta manera lo que, forzando un poco el valor de la palabra podemos llamar la aristocracia argentina fue definiendo sus límites, se fue cerrando, y día a día, se hace más exclusiva [18].

Cabe destacar que estos análisis tienen contrapuntos con otros que proli- feraron en las primeras décadas del siglo XX, y que tendieron a explicar los problemas de supervivencia de las familias tradicionales como consecuencia del asedio de una sociedad cosmopolita; semblanzas que, en sintonía con al­gunos prismas intelectuales prevalecientes en el período, acudían a matrices étnicas y racistas para enfatizar el acecho (el cual, además, suponía no sólo la amenaza para un grupo social, sino para la misma nación) [19].

En los textos de Wilmart o de Monzó el desfase entre las élites y la so­ciedad no deriva del acecho externo, sino de las decisiones políticas y de las tendencias que recorren internamente a las familias encumbradas (los recelos frente al entorno se conjugan con un período vivido como una belle époque antes que como un campo minado por advenedizos y arribistas). Como ya se ha dicho, el peso explicativo está puesto en sus identidades, las maneras de conce­bir el papel histórico a desempeñar, sus estilos de vida, su composición social.

Desde este punto de vista, son interpretaciones más parecidas a las que ensayaron algunos testigos extranjeros. Entre ellos, sobresale el retrato de un elenco heterogéneo, cuyo denominador común eran orígenes familiares an­teriores a la década de 1880; el valor adjudicado a la antigüedad familiar, en términos razonables sólo para parámetros locales (pues se atribuía a familias surgidas en las décadas de 1850 o 1860); y una concepción de sí en la que se combinaban pretensiones de sofisticación y la autopercepción de ser los artí­fices de la Argentina moderna, que derivaban en un espíritu de cuerpo. Sólo por mencionar dos ejemplos, Manuel de Oliveira Lima, diplomático portugués, apuntó que:

La aristocracia en la Argentina es una clase que impropiamente se podría denominar de nacimiento solamente [...] La raza se ha ido formando con el tiempo, por la selección, por la vinculación de elementos que subieron por el esfuerzo propio la escala social a los que trasladaron de la metrópoli su nobleza [20].

Ese proceso remataba en el Centenario en conductas plutocráticas, orgullo de linaje y clausura social. Así lo observó James Bryce:

One cannot speak of an aristocracy, even in the qualified sense in which the word could be used in Peru or Chile, for though a few old colonial fami- lies have the Spanish pride of lineage, it is, as a rule, wealth and wealth only that gives station and social eminence [.] Here, as in England and the United States, one sees that though the constitution is democratic, society has some of the characteristics of a plutocracy [21].

Este tipo de retratos eran representativos del proceso histórico que había constituido a la elite social, así como de la manera en que se vio a sí misma y de aquello que pretendió ser. Pero a su vez, también develaban lo que aspiró a ocultar o moderar.

La formación histórica de una aristocracia republicana. Estilos de vida e identidades

La aparición de un grupo social que se autodefinió como una “aristocra­cia argentina” (pero que, como se vio líneas arriba, también fue definida en esos términos desde su exterior) se dio en las últimas dos décadas del siglo XIX. Estuvo integrada por familias de Buenos Aires y del Interior (Córdoba, Tucumán, Salta, Mendoza, Santa Fe), con diferentes cuotas de poder y riqueza, pero que tenían como rasgo común orígenes anteriores a la década de 1880. Su carácter aristocrático se asentó en sus conductas privadas antes que en sus virtudes públicas.

Este último fenómeno respondió, por supuesto, a tendencias que iban más allá de la Argentina, y que signaron el cambio del siglo XIX al XX en Occi­dente. En especial, la “aristocratización” de las burguesías, impensable sin la expansión del capitalismo, y manifestación de la singularidad que recubrió a la consolidación de estos grupos sociales: su nota distintiva fue la emulación, antes que el rechazo, de consumos, pasatiempos y aficiones aristocráticas (sobre todo, británicas y francesas) [22].

Como consecuencia de este proceso, la condición aristocrática dejó de ser sinónimo de un origen social, para referir a un estilo de vida. Aristocrático pasó a significar sofisticado y refinado. Con ello, de algún modo, la categoría se vació de sentido. Cualquiera, en última instancia, podía ser “aristócrata”. Al mismo tiempo, se desdibujó la noción clásica de aristocracia, es decir, un grupo social (fuera cual fuera su composición) definido por su virtud, en tanto que aptitud para la conducción de los asuntos públicos [23]. En síntesis, aristo­cracia remitió a atributos privados en lugar de a cualidades públicas.

Los tonos particulares de este proceso en la Argentina fueron varios. En primer lugar (y en un sentido parecido a lo ocurrido en otras regiones de América Latina), la aristocratización afectó a familias que no calificaban, en un sentido general, como aristocracias por su condición de origen. Pero, a di­ferencia de las burguesías de Europa occidental, tampoco eran estrictamente grupos nuevos. Pues eran familias que habían desempeñado lugares gravitan­tes desde el nacimiento de las naciones independientes y que buscaron una ra­tificación de ese lugar a través de un despliegue de ostentación y sofisticación. Ese despliegue, además, implicó una renovación cultural más profunda que en Europa, al adoptar usos y costumbres no sólo ajenas a los tópicos locales, sino también a las herencias hispanas y coloniales.

En segundo lugar, otra singularidad del caso argentino radicó en el per­fil de las elites locales conjugado con el contexto social de fin de siglo. Con relación a este último, la ciudad de Buenos Aires (el escenario de elites de alcance nacional luego de 1880) atravesó un crecimiento económico y una transformación estructural de la sociedad a raíz de una inmigración masiva sin parangones en el resto de Hispanoamérica, que ofreció, al mismo tiempo, de­safíos sociales e incentivos materiales para manifestar distinciones. En cuanto al perfil de las elites, las del Río de la Plata independiente tenían orígenes recientes o modestos, fuera porque sus inicios databan del escenario abierto con la revolución, fuera porque, reconociendo orígenes coloniales, estos eran, en líneas generales, de una rusticidad notoria en comparación con las de sus equivalentes de Lima, México o Santiago de Chile, a raíz de una sociedad colonial periférica, de poblamiento menos rutilante y de consolidación tardía, a fines del siglo XVIII.

El otro punto es que a partir de 1880 hubo una convergencia en Buenos Aires entre familias porteñas (entre sí disímiles en cuanto a fortuna, poder o prestigio) y familias de provincias del interior, más antiguas en general que las bonaerenses, también menos ricas, pero con más poder político, al integrar los elencos triunfantes en la disputa por el control del estado nacional, cuyas relaciones recíprocas eran escasas, o peor aún, estaban signadas por el des­precio o el enfrentamiento.

De este modo, la elite nacional no estuvo integrada sólo por familias de Buenos Aires (un panorama algo diferente al de Chile, por ejemplo, donde las familias santiaguinas preponderaron en la elite nacional de fin de siglo) [24]. Y a la vez, en contraste con países como México o Brasil, la competencia entre elites regionales fue un fenómeno de menor espesor o, en todo caso, no horadó el lugar de Buenos Aires como el espacio desde el que se edificaba o consolidaba una estatura de proyección nacional [25]. La convivencia, sin em­bargo, exigió una integración que permitiera dejar a un lado procedencias y trayectorias contrastantes e incluso enfrentadas. La “aristocracia argentina”, en consecuencia, y para decirlo en breve, se hizo a sí misma, proyectándose como tal hacia el resto de la sociedad a través de la incorporación de las tendencias características de la belle époque, pero también por haber operado hacia su interior un trabajo de constitución de vínculos sociales que hizo posible afinidades allí donde antes había reinado el rencor o juicios recíprocamente de scalificatorios [26].

El hecho a destacar es que este proceso procuró alejar explícitamente la política de sus recintos y espacios de reunión. La constitución social de una elite nacional y la política fueron entendidas, por los propios interesados, como factores difíciles de compatibilizar, que convenía mantener separados. La “aristocratización” de la elite argentina reconoció un lugar menor a su fun- damentación política no sólo por su sintonía con lo que definía a la condición aristocrática en la belle époque. También ocurrió así porque la política se con­cibió como uno de los principales causantes de la fractura y de las divisiones intra elite, consideraciones para las que, ciertamente, había fundamentos desde la misma coyuntura revolucionaria de la década de 1810 [27]. Luego de la caída de Juan Manuel de Rosas, la sociabilidad se había ensayado como una esfera en la cual reagrupar y constituir a una elite que condujera el proceso de edi­ficación de la nación. Los reveses, sin embargo, fueron inmediatos. Clubes y ámbitos sociales se fracturaron a raíz de los conflictos políticos en las décadas de 1850,1860 y 1870. [28]

Con estos antecedentes, no es demasiado sorprendente que la política no haya sido el eje aglutinador de la sociabilidad de fin de siglo. La brecha entre “gente decente” y política, identificada ya en las décadas de 1850 a 1870 y señalada como causa subyacente a la “oligarquización” de la política o en todo caso a su control por “máquinas electorales”, [29] no se atenuó o enmendó en la sociabilidad de la belle époque. Por el contrario, se reforzó. Los clubes de entonces, como el Jockey Club (1882) o el Círculo de Armas (1885), fueron espacios orientados al ocio y a las aficiones suntuarias y prohibieron que en sus recintos se hablara de política.

Este cambio en los propósitos y en los ejes de la sociabilidad sólo par­cialmente puede pensarse, entonces, como un efecto de las modas. O, en otro sentido, como una consecuencia de la conclusión de las disputas políticas que habían desgarrado al siglo XIX, más allá de quiénes hubieran sido los gana­dores y los perdedores (el corolario de la conversión de la política de “viril deporte” a “ordenada administración del estado”) [30]. Fue una tendencia que respondió a la historia que había signado al menos desde mediados de siglo a la sociabilidad de elite. El contexto, local e internacional, alentó la diferencia­ción entre condición aristocrática y política con sus incentivos para expresar un lugar de relevancia a través de consumos y pasatiempos, pero esa separa­ción también ocurrió porque la política se entendió como un peligro para la posibilidad misma de existencia de una elite.

Desde ya, la pretendida brecha entre política y sociabilidad no se consi­guió, y la política siguió incidiendo y teniendo repercusiones, siempre pro­blemáticas, en los espacios de sociabilidad. Así ocurrió por ejemplo en 1902, en medio de unas elecciones de comisión directiva en el Jockey Club que en­frentaron a Vicente Casares con Benito Villanueva. Políticamente, el primero estaba alineado con Carlos Pellegrini y el segundo, con Julio Roca, en el mo­mento en que se había producido la ruptura entre ambos. El episodio terminó en escándalo. Y la fractura del club sólo se evitó por la intervención personal de Pellegrini, reclamada por ambos bandos por ser el referente máximo de la entidad, quien laudó a favor de la lista de Villanueva, dando así el ejemplo de que la política no debía interferir en los asuntos del Jockey [31].

Este episodio es un punto de mira para advertir que, ciertamente, la riva­lidad no llevó a enfrentamientos con consecuencias similares a las que habían tenido en el pasado, con la disolución de clubes y ámbitos sociales. El Jockey no desapareció. Pero también muestra que la proximidad social entre los elen­cos políticos del “orden conservador” y el propósito deliberado de arraigar la politesse para nuclear socialmente a las familias encumbradas, no lograron superar ni disolver confrontaciones políticas. Después de todo, en las eleccio­nes de 1910 fueron explícitas las adhesiones de los clubes a ciertos candidatos, como la que el Club del Progreso dio a Roque Sáenz Peña [32].

De este modo, el éxito “civilizatorio” no horadó las disputas políticas. En muy buena medida, porque se había advertido que, para conseguir el primero, las segundas debían alejarse de la vida social antes que atacarlas para afianzar el refinamiento de hábitos y conductas. Las contiendas políticas salpicaron así a los recintos aristocráticos, incapaces de extender la elegancia desde los usos y consumos hacia las conductas públicas. La pretendida estatura de clase dirigente chocaba con el panorama, entre patético y rústico, que devolvían episodios como la compra de votos o los resultados fraguados en las elecciones de la comisión directiva de un club como el Jockey.

El escenario, en consecuencia, tuvo algo de paradójico. Las familias de poder, prestigio y riqueza, porteñas y provincianas, se integraron como nunca antes, dando lugar así a la formación de una verdadera elite social nacional entre 1880 y 1910. Pero el mismo contexto que alentó la integración, desalentó que la política jugara un papel importante en ella, por una mezcla de desinte­reses y de aprensiones sobre su carácter disolvente.

Vale destacar dos derivaciones de esta singular escisión entre “aristo­cracia” y política. Por un lado, es posible pensar que el distanciamiento per­seguido (aunque fallidamente alcanzado) obturó el papel de la sociabilidad como medio para resolver disensos, establecer acuerdos y, sobre ello, para transformar a esa elite social en un actor en el campo político. Los recelos entre provincianos y porteños, de raíces políticas pero también sociales, no fueron por cierto el único aspecto que incidió para que esa transformación no haya ocurrido; quizás, ni siquiera haya sido el más decisivo. Pues, en última instancia, las familias de la “aristocracia argentina” estuvieron recorridas por contrapuntos y diagnósticos enfrentados en relación con los grandes temas de la política argentina del cambio del siglo XIX al XX, entre ellos, el más decisivo, la definitiva afirmación de la república liberal y democrática que había consagrado la Constitución de 1853/1860 (la “República verdadera” de la célebre fórmula de Juan Bautista Alberdi) o, en todo caso, la aceptación de las coordenadas que trajo consigo el sufragio universal (masculino), secreto y obligatorio establecido en 1912. Después de todo, la “aristocracia” no tuvo un partido político propio, a pesar (o quizá a causa) de que un número considera­ble de políticos fueron “aristócratas”. La presencia de miembros de las familias tradicionales en todas las fuerzas políticas de la Argentina de inicios del siglo XX (del conservadurismo a la Unión Cívica Radical, incluyendo incluso al socialismo), a menudo concebida como un indicador de la multiimplatación y de la omnipotencia de la elite social, puede pensarse en realidad como un indicio ilustrativo de sus cortocircuitos políticos, así como de la ausencia de un “partido de la aristocracia” [33].

En segundo lugar, la “aristocracia” que espacios como el Jockey decía reunir no fue entendida por sus propios miembros sólo como un grupo social que era tal por proyectar públicamente atributos vinculados al mundo privado (el patrimonio, el capital cultural, el refinamiento estético). En verdad, algu­nas familias de la elite argentina no se vieron a sí mismas como aristocráticas según esta connotación. Tampoco acudieron a ella al momento de perfilar sus propias identidades, por entender que constituía una jactancia ampulosa e inapropiada en el tipo de sociedad en que vivían, pero asimismo a raíz de los propios itinerarios familiares, en los que sobresalía la movilidad y el ascenso social antes que la herencia de posiciones encumbradas a través de las genera­ciones: “no me mueve ninguna presunción o jactancia de aristocraticismo, sino el mero i sano deseo de selección de carácter i condiciones morales tolerables entre la gente con quienes traten” [34].

Testimonios de este tipo son manifestaciones puntuales de un dilema más amplio, que enfrentaron las elites “aristocratizadas” del amanecer del siglo XX. Entre ellos se destacó el punto de que el ocio, precisamente por su raíz aristocrática y su carácter de contraposición al trabajo, entrañara el peligro de deslegitimar, en lugar de ratificar, la posición social en una sociedad democrá­tica y capitalista [35]. Las pretendidas aristocracias podían convertirse, en rea­lidad, en “clases ociosas”, que al disponer descuidadamente del tiempo y del dinero, aparecerían como contraejemplos y no como modelos [36]. Un fenómeno de largo plazo, vale añadir, sustentaba estas apreciaciones: el cambio de valua­ción de la riqueza, de símbolo de progreso y refinamiento de las costumbres en el siglo XVIII, a expresión de corrupción o explotación en los diagnósticos tanto espiritualistas como materialistas que alentó la consolidación del capi­talismo en el siglo XIX [37].

En parte por ello, una connotación que adquirió la identidad aristocrática en la Argentina de la belle époque no estuvo relacionada con el estilo de vida, sino con el perfil social de su elenco. Quizás quien expresó este sentido de manera más ejemplar haya sido Miguel Cané, al referir al Jockey Club como una selección social vasta y abierta que comprendía a todos los hombres cultos y honorables:

El Jockey Club de Buenos Aires no será, ni podrá ser jamás, una imi­tación de sus homónimos de París o Viena, un círculo cerrado, estrecho, una camarilla de casta, en la que el azar del nacimiento y a veces la fortuna, reemplazan toda condición humana. Será un club aristocrático, si entendemos por aristocracia lo único que puede entenderse en nuestros días, esto es, una selección social, vasta y abierta, que comprende y debe comprender a todos los hombres cultos y honorables [38].

Esta formulación puede pensarse como una manera de hacer virtud de las carencias: frente a la genealogía breve y tosca, enfatizar la meritocracia. Es un énfasis, de todos modos, poco original. El hecho de que las “aristocra­cias naturales”, usual expresión decimonónica para referir a las nuevas elites democráticas, habrían de ser fruto del mérito en el reino de la igualdad demo­crática, es una observación que se reitera en el pensamiento político y social del ochocientos [39].

Finalmente, y éste es el punto a enfatizar, frente a la noción de aristo­cracia como refinamiento o como elenco meritocrático, se sumó una tercera connotación de “aristocracia republicana”, embebida de tonos más clásicos. Es decir, un grupo definido por su virtud y abnegación públicas que, por esas cualidades, era la mejor conducción posible para la sociedad argentina. La apelación a esta noción puede interpretarse como un reconocimiento de que una distinción simbólica [40] podía ser insuficiente en el marco de la sociedad argentina (entre otras razones, porque su carácter de artificio sólo en ocasiones podía ser ocultado: como advirtió Bryce en la cita reproducida en el primer apartado, sus conductas remitían más a una plutocracia que a una aristocra­cia). La aristocracia del ocio debía necesariamente estar acompañada por una aristocracia al servicio del bien público.

Ahora bien, sugestivamente, la identificación de la elite argentina como una aristocracia republicana de este tipo ganó fuerza a partir del Centenario. Más aún, a menudo fue invocada por quienes tuvieron una posición reactiva ante la primera experiencia de democracia con sufragio universal (masculino), secreto y obligatorio, y frente al despliegue de la sociedad de masas en las dé­cadas de 1920 y 1930. Así se ha destacado, por ejemplo, en las interpelaciones de los intelectuales “nacionalistas” (cuya pertenencia a la elite era ciertamente más declamada que real) y sus llamamientos a que una aristocracia republicana integrada por las familias antiguas levantara una valla contra la marea demo- crática [41]. Pero también se ve en el modo en que espacios sociales íntimamente vinculados a la elite retrataron los posicionamientos públicos de sus integrantes. Allí, la idea de aristocracia republicana, además, se conjuga con la de patri- ciado. Es elocuente al respecto el discurso de Julio Roca (h) en ocasión del cincuentenario del Círculo de Armas, en 1935. Refiriéndose a la participación de sus socios en las jornadas del 6 de septiembre de 1930, dijo: “De aquí salie­ron, al rayar el alba, listos a jugar sus vidas, los jóvenes patricios vencidos en el Parque, o victoriosos, en pos de su caudillo, en la jornada de septiembre” [42].

Con todo, la pertenencia al patriciado también fue movilizada por algunos de los hombres de la elite que, en lugar de repudiar la democracia, participaron intensamente en la política argentina después de 1912/1916. Y que lo hicieron procurando hacer de su origen social un capital político, al mostrarlo como credencial de probidad para el ejercicio del poder y para la conducción de una sociedad democrática. Marcelo Torcuato de Alvear, máxima autoridad en los años 1930 del partido político que llegó al poder luego de la reforma electo­ral de 1912, la Unión Cívica Radical, y presidente de la Nación entre 1922 y 1928, acudió en varios tramos de su vida pública (campañas electorales, actos proselitistas, intervenciones públicas) a su condición “aristocrática” para sig­nificar una extracción social que, antes que brindar privilegios, lo inoculaba contra vicios y corrupciones y, sobre todo, exigía un compromiso indeclinable e incondicional con el bien común [43].

En nombre de la virtud cívica y del patriotismo, entonces, se formularon posiciones antidemocráticas, así como otras en principio respetuosas de la democracia. Y en ambos casos, la elite de virtud declamada coincidía con un núcleo de familias originario y fundador que, por definición, no podía am­pliarse o recomponerse. La “aristocracia natural” era un círculo cerrado, ni permeable ni renovable. Una de las proyecciones más problemáticas de esto fue una consideración de la condición patricia en clave patrimonialista, es de­cir, un patriciado que no era tal por haber hecho la patria, sino por ser dueño del país. Sugestivamente, fue una connotación que se extendió en paralelo al desplazamiento social y político de estas familias, llegando en ocasiones a estar acompañada de una denuncia a la ingratitud de la sociedad [44].

Sin llegar a estos extremos (apelar a una aristocracia republicana que contuviera la democracia, o denunciar la injusticia de un patriciado expulsado por la sociedad democrática que había edificado), incluso entre aquellos que dijeron estar a favor de la naturaleza igualitaria de la sociedad argentina así como del sufragio universal (en suma, a favor de la democracia como forma de sociedad y como régimen político), esta identidad social inspiró tonos elitistas. Alvear vuelve a ser un ejemplo notorio:

[...] al pueblo hay que iluminarlo, hay que guiarlo, hay que tratar de convencer­lo, y a su vez, el que trata de convencerlo ha de recibir de él, en compensación, su energía, su entusiasmo y su instinto, que muchas veces es superior al juicio más acertado del más avezado político [45].

Recapitulando, entonces. La condición aristocrática forjada en la sociabi­lidad de la belle époque como sinónimo de refinamiento coexistió con la idea de una aristocracia meritocrática (y por ello republicana: premiaba la virtud condensada en el mérito) en la elite argentina del ochenta al Centenario. Junto a ellas, se operó una reedición de una idea clásica de aristocracia republicana, tal vez por la autopercepción por parte de sus integrantes de la insuficiencia de una identidad planteada sólo en aquellas dos primeras connotaciones para obtener legitimación y distinción. A la vez, esa noción de aristocracia repu­blicana se hizo más visible al compás del surgimiento de la sociedad y de la política de masas, decantándose en un sentido que procuró cristalizar un núcleo originario irremplazable (de manera sintomática, en paralelo a que su lugar en la cima de la sociedad comenzaba a resquebrajarse) o bien nombrar un elenco que fuera un antídoto contra la democracia antes que la clase dirigente de una sociedad democrática. En el mejor de los casos, no despojó a quienes se vieron de esa manera de un elitismo paternalista (no autoritario), que apelaba a obtener una referencialidad cimentada en la excepcionalidad (el presidente aristocrático, el patricio abnegado) más que en la identificación entre el líder y su electorado. En suma, la condición aristocrática alentó posiciones reactivas a la democracia, o fue una identificación que mantuvo el elitismo junto a una declamada aceptación de la sociedad democrática.

Desde este punto de vista, los vaticinios que formularan los diagnósticos de Wilmart o Monzó (o de Oliveira Lima o Bryce) en el Centenario resultaron premonitorios. La autopercepción patricia o la pretensión aristocrática (en todo su amplio abanico de sentidos) eran formas identitarias desajustadas con el pulso de una sociedad democrática, y, por lo tanto, maneras que anunciaban un desacople entre la sociedad y las familias más tradicionales de las elites.

Conclusiones

Los análisis vistos en el primer apartado, así como las formas identitarias de la elite, pueden concebirse como expresiones particulares de un mismo pro­blema, que por lo demás trascendió a la Argentina en tanto emergió a causa de las revoluciones atlánticas de fines del siglo XVIII, así como de la expansión del capitalismo a lo largo del XIX: cómo construir diferencias legítimas en una sociedad cuyo principio basal es la igualdad.

Ahora bien, los diagnósticos volcados en la Revista Argentina de Ciencias Políticas parecen algo distanciados de lo que, sobre este asunto, se pensaba por entonces en otras partes de Occidente. Las dudas sobre la adaptación y los márgenes de maniobra de las elites vernáculas frente a la sociedad demo­crática desplegadas en la publicación de Rodolfo Rivarola se asemejan más al pensamiento posrevolucionario francés o a las reflexiones de los federalistas norteamericanos, que al énfasis en la persistencia y en la inevitabilidad del fenómeno elitista que se descubría en Europa y en los Estados Unidos a inicios del siglo XX con las “leyes de hierro de las oligarquías”, o con una democra­cia concebida como un sistema que dirimía competencias entre elites [46]. A su modo, el contrapunto puede verse como un indicador de la novedad que signi­ficaba para algunos testigos de la Argentina del novecientos la combinación de la transformación estructural de la sociedad con la reforma electoral (y ello a pesar de que la movilidad social y la participación popular no eran novedades en la historia nacional), con las consecuentes interrogaciones que esa conjuga­ción suscitaba acerca de la conducción política de una sociedad democrática.

En segundo lugar, los rasgos de la sociabilidad y los itinerarios de las identificaciones sociales de la elite informan sobre los márgenes estrechos para la edificación de una “aristocracia natural” en el siglo XIX argentino. La sociabilidad fue exitosa para la integración social pero impotente para supe­rar rivalidades y divisiones políticas, resintiendo así la posibilidad de ejercer aquel papel. Las identidades, a su turno, aparejaron dificultades para que la distinción fuera socialmente legítima.

Esto conduce al interrogante planteado al inicio de este trabajo. Si los vicios de la “política criolla” condicionaron e incidieron en la transición a la “República Verdadera”, y sesgaron, por su inercia o incluso por su supervi­vencia, la primera experiencia de sufragio universal (masculino), secreto y obligatorio, [47] los tonos aristocráticos que predominaron en el mundo social de la elite argentina jugaron también su papel en el errático modo en que sus integrantes se posicionaron frente a ese escenario, incluso en aquellos que no lo rechazaron sino que actuaron en él (como Alvear).

La aristocracia republicana como tópico identitario (rasgo que compartie­ron quienes nutrieron la “oligarquía” del ochenta al Centenario, pero también quienes desplegaron su vida pública en oposición a ella) no fue idóneo para la democracia, fuera porque conducía a repudiarla, fuera porque se considerara que reunía un núcleo conductor irremplazable. Autoritario o paternalista, infundió elitismo social, pero también político (si no es que irradió la imagen de una plutocracia indolente, allí cuando lo aristocrático se entendió como un estilo de vida, o alentó imposturas, al proponer una selección vasta y abierta que no era tal en las prácticas sociales).

Este fenómeno alumbra dos aspectos más, que vale apuntar brevemente a modo de cierre. Por un lado, la limitada viabilidad en la sociedad argentina de la distinción como principio legítimo, tanto en la dimensión social como en la política. Cabe destacar este punto, porque no hay una exclusión intrínseca entre distinción e igualdad. Es un hecho evidente que elites legítimas y con­sistentes, con asentado sentido de pertenencia, lejos están de ser incompatibles con la sociedad democrática o con el sufragio universal (fenómeno que, como se dijo, ya era advertido en el pensamiento político y social a inicios del siglo XX). Nada hay que determine apriori que una elite deba ser antidemocrática o que la sociedad democrática impida o rechace el fenómeno elitista (aunque la desigualdad emerja periódicamente como tema en la agenda pública) [48]. Desde este punto de vista, el “igualitarismo” a menudo subrayado como una de las singularidades históricas argentinas ofrece una respuesta parcial. Como se ha intentado argumentar aquí, la historia de la formación de la elite social (en sí un proceso que matiza el “igualitarismo”), desde ya condicionada por el contexto, pero también por su propia materia (es decir, por las familias que la integraron y por el historial de sus vínculos recíprocos), es (al menos) un complemento relevante para entender cómo se expresó la distinción, así como qué relación alentó entre la elite, inclusive entre la noción misma de elite, y la sociedad.

Con relación a la dimensión política, es revelador que en la Argentina del siglo XIX las formas operativas que procuraron circunscribir el acceso a cargos electivos se hayan plasmado a través de configuraciones que se conci­bieron como “formas invertidas” de representación, teniendo en cuenta que la distinción, en lugar de aludir a una inversión, se entendió como el criterio que fundaba el gobierno representativo en otras sociedades también impactadas por la igualdad como principio rector [49].

En segundo lugar, la noción misma de “aristocracia republicana” su­giere la presencia de, o la referencia a, un repertorio republicano. En la elite social prevaleció una interpretación de su papel en la historia argentina que trasunta valores y tópicos asociables al republicanismo (virtud, patriotismo, abnegación), y éstos modelaron subjetividades o identidades. Si una identi­dad semejante irradió una manera de ver la sociedad y el lugar propio, y ésta condujo, en el mejor de los casos, a una concepción elitista de la democracia (y en el peor, a un explícito autoritarismo), se abre un interrogante: ¿Y si las imperfectas conductas democráticas hubiera que pensarlas en relación a una “aristocracia republicana”, antes que a una “elite liberal”?

Es una pregunta sugestiva, considerando que usualmente las tendencias antidemocráticas se han atribuido a la tradición liberal (en algunos casos se le ha adjudicado al liberalismo vernáculo un apenas disimulado autoritarismo) [50]. Si las identidades prevalecientes en la elite fueran indicios atendibles de los posicionamientos políticos y de los diagnósticos sobre la vida pública, y si éstas revelan una sensibilidad republicana más que liberal, las mismas ofrece­rían un prisma singular para abordar un problema mayor: la relación entre la tradición republicana y la democracia (e incluso entre la tradición republicana y el liberalismo) [51].

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Notas

[1] Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONI- CET), Argentina. Profesor Titular de Historia Argentina/ Escuela de Política y Gobierno, Universidad Nacional de General San Martín, Argentina. Director del Centro de Estudios de Historia Política/ Escuela de Política y Gobierno, Universidad Nacional de General San Martín, Argentina.
[2] Hilda Sabato, “Los desafíos de la república. Notas sobre la política en la Argentina pos Caseros”, en: Estudios Sociales 46, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 2014, pp. 77-117.
[3] Tulio Halperin Donghi, “Clase terrateniente y poder político en Buenos Aires (1820-1930)”, en: Cuadernos de Historia Regional 15, Luján, Universidad Nacional de Luján, 1992, pp. 11-56.
[4] Roy Hora, Los estancieros contra el Estado. La Liga Agraria y la formación del ruralismo político en la Argentina, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2009.
[5] Leandro Losada, La alta sociedad en la Buenos Aires de la Belle Époque. Sociabili­dad, estilos de vida e identidades, Buenos Aires, Siglo XXI Iberoamericana, 2008.
[6] Eduardo Zimmermann, Los liberales reformistas. La cuestión social en la Argentina 1890-1916, Buenos Aires, Editorial Sudamericana/Universidad de San Andrés, 1995; Lilia Ana Bertoni, Patriotas, cosmopolitas, nacionalistas. La construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001; Fernando Devoto, Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo. Una historia, Buenos Aires, Sudamerica­na, 2002; Mirta Lobato y Juan Suriano (comp.), La sociedad del trabajo. Las instituciones laborales en la Argentina (1900-1955), Buenos Aires, Edhasa, 2014.
[7] Natalio R. Botana y Ezequiel Gallo, De la República posible a la República verdadera, Buenos Aires, Ariel, 1997; Oscar Terán, Vida intelectual en el Buenos Aires fin-de-siglo (1880-1910). Derivas de la “cultura científica”, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000.
[8] Cfr. Joaquín V. González, El juicio del siglo, Buenos Aires, Eudeba, 2010.
[9] Darío Roldan, Joaquín V. González, a propósito del pensamiento político liberal (1880-1920), Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1993; Fernando Devoto, “De nuevo el acontecimiento: Roque Sáenz Peña, la reforma electoral y el momento político de 1912”, en: Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani 14, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1996, pp. 93-113; Luciano de Privitellio, “Representación política, orden y progreso. La reforma electoral de 1902”, Política y Gestión. 9, San Martín, Universidad Nacional de San Martín, 2006, pp. 1-29; Martín Castro, El ocaso de la República oligárquica, Buenos Aires, Edhasa, 2012.
[10] Darío Roldan (coord.), Crear la democracia. La Revista Argentina de Ciencias Políticas y el debate en torno de la República Verdadera, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006.
[11] Raymundo Wilmart, “Patricios, clientes y plebeyos (Roma Antigua y Argentina Moderna - Comparaciones y Sugestiones)”, en: Revista Argentina de Ciencias Políticas, T. V, Buenos Aires, 1912, pp. 129-138.
[12] Ibídem, p. 134.
[13] Ibídem, pp. 133-134.
[14] Julio Monzó, “Las clases dirigentes (Ensayo de un capítulo de sociología argentina)”, en: Revista Argentina de Ciencias Políticas, T. VI, Buenos Aires, 1913, pp. 384-397.
[15] Ibídem, p. 388.
[16] Ibídem, pp. 388-389.
[17] Ibídem, pp. 396-397.
[18] Ibídem, p. 393 (destacado en el original).
[19] Agustín Alvarez, ¿Adónde vamos?, Buenos Aires, Talleres Gráficos L. J. Rosso, 1902; Carlos Octavio Bunge, Nuestra América, Buenos Aires, Valerio Abeledo Ed., 1902; Lucas Ayarragaray, Cuestiones y problemas argentinos contemporáneos, Buenos Aires, J. Lajouane & Cía Ed., 1930. Cfr. Oscar Terán, Positivismo y nación en Argentina, Buenos Aires, Puntosur, 1987.
[20] Manuel de Oliveira Lima, En la Argentina (Impresiones de 1918-1919), Montevideo, Talleres Gráficos A. Barreiro y Ramos, 1920, p. 60.
[21] James Bryce, South America. Observations and Impressions, New York, The Macmil- lan Company, 1912, pp. 341-342.
[22] Leonore Davidoff, The Best Circles: ‘Society’, Etiquette and the Season, London, Croom Helm, 1973.
[23] William Doyle, Aristocracy: A Very Short Introduction, Oxford University Press, 2010.
[24] Manuel Vicuña, La belle époque chilena. Alta sociedad y mujeres de elite en el cambio de siglo, Santiago de Chile, Sudamericana, 2001.
[25] Hugo Nutini, The Mexican Aristocracy. An Expressive Ethnography. 1910-2000, Austin, University of Texas Press, 2004; Jeffrey Needell, Belle Époque tropical. Sociedad y cultura de elite en Río de Janeiro a fines del siglo XIXy principios del XX, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes/Prometeo, 2012.
[26] Losada, ob. cit.
[27] Marcela Ternavasio, La revolución del voto, Buenos Aires, Siglo XXI, 2001; Jorge Myers, “Una revolución en las costumbres: las nuevas formas de sociabilidad de la elite por­teña, 1800-1860”, en Fernando Devoto y Marta Madero, Historia de la vida privada en la Argentina, T. I, Buenos Aires, Taurus, 1999, pp. 112-141.
[28] Pilar González Bernaldo de Quirós, Civilidad y política en los orígenes de la Nación Argentina. Las sociabilidades en Buenos Aires, 1829-1862, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001; Leandro Losada, “Sociabilidad, distinción y alta sociedad en Buenos Aires: los clubes sociales de la elite porteña (1880-1930)” en: Desarrollo Económico, 45 (180), Buenos Aires, Instituto de Desarrollo Económico y Social, 2006, pp. 547-572.
[29] Hilda Sabato y Elias Palti, “¿Quién votaba en Buenos Aires? Práctica y teoría del sufragio, 1850-1880”, en: Desarrollo Económico, 30 (119), Buenos Aires, Instituto de Desa­rrollo Económico y Social, 1990, pp. 395-424.
[30] La expresión es de Tulio Halperin Donghi, “1880: un nuevo clima de ideas”, en: El espejo de la historia. Problemas argentinos y perspectivas latinoamericanas, Buenos Aires, Sudamericana, 1987, p. 248.
[31] Leandro Losada, “La alta sociedad y la política en la Buenos Aires del novecientos: la sociabilidad distinguida durante el orden conservador (1880-1916)”, en: Entrepasados 31, Buenos Aires, 2007, pp. 81-96.
[32] Martín Castro, “Liberados de su ‘Bastilla’: saenzpeñismo, reformismo electoral y fragmentación de la elite política en torno al Centenario”, Entrepasados 31, Buenos Aires, 2007, pp. 97-114.
[33] Darío Cantón, “El parlamento argentino en épocas de cambio: 1889-1916-1946”, en: Desarrollo Económico 4 (13), Buenos Aires, Instituto de Desarrollo Económico y Social, 1964, pp. 21-48; Leandro Losada, “¿Oligarquía o elites? Estructura y composición de las clases altas de la ciudad de Buenos Aires entre 1880 y 1930”, Hispanic American Historical Review 87 (1), Durham, Duke University Press, 2007, pp. 43-75. Desde ya, esta afirmación no quiere indicar que la transformación de la elite en un actor político necesariamente debería haber ocurrido. Tampoco, que la sociabilidad haya sido la causante exclusiva de las dificultades de la “aristocracia” para operar como actor político. Hubo limitaciones derivadas de las caracte­rísticas de la estructura social, como por ejemplo se ha mostrado para los terratenientes (Hora, ob. cit.). De igual manera, es plausible que haya habido desintereses (no sólo imposibilidades) o canales más informales (como el lobby) para tener contactos con el poder, propiciados por vínculos sociales o por la gravitación económica. Cfr. Fernando Rocchi, “El imperio del pragmatismo. Intereses, ideas e imágenes en la política industrial del orden conservador”, Anuario IEHS 13, Tandil, Universidad del Centro de la Provincia de Buenos Aires, 1998, pp. 99-130. Aun así, estos aspectos no ocultan la ausencia de una plataforma propia de la “aris­tocracia” en la política partidaria. En todo caso, amplían la gama de factores para explicarla.
[34] Juan Antonio Senillosa a Felipe G. Senillosa, Buenos Aires, 19-05-1905. Archivo General de la Nación, Fondo Felipe Senillosa, Leg. 167. Cfr. Roy Hora y Leandro Losada, Una familia de la elite argentina. Los Senillosa, 1810-1930, Buenos Aires, Prometeo, 2016, pp. 110-118.
[35] Mike J. Huggins, “More Sinful Pleasures? Leisure, Respectability and the Male Middle Classes in Victorian England”, en: Journal of Social History 33 (3), Arlington, George Mason University, 2000, pp. 585-600.
[36] Thorstein Veblen, Teoría de la clase ociosa, México, Fondo de Cultura Económica, 1951.
[37] Christopher Berry, The Idea of Luxury. A conceptual and Historical Investigation, Cambridge University Press, 1994.
[38] Nótese que el rasgo “aristocrático” propuesto por Cané (la selección meritocrática) era el mismo que resaltaba Senillosa para desatender las pretensiones aristocráticas. Por lo demás, Cané también dejó ilustrativas expresiones acerca de la aristocracia como sinónimo de una “concepción de vida”: Miguel Cané, “De cepa criolla” (1884), en: Prosa ligera, Buenos Aires, A. Moen Ed., 1903, pp. 130-131.
[39] Doyle, Aristocracy.
[40] En el sentido planteado por Pierre Bourdieu, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus, 1988.
[41] Devoto, ob. cit., pp. 169-262; Enrique Zuleta álvarez, El nacionalismo argentino, Buenos Aires, La Bastilla, 1976.
[43] Leandro Losada, Marcelo T. de Alvear. Revolucionario, presidente y líder republi­cano, Buenos Aires, Edhasa, 2016.
[44] Federico Pinedo, En tiempos de la república. Tomo I, Buenos Aires, Editorial Mundo Forense, 1948, p. 186. Vale tener en cuenta que Pinedo estaba en prisión cuando escribió este texto. Cfr. también Carlos Ibarguren, En la penumbra de la historia argentina, Buenos Aires, La Facultad, 1932; Manuel Gálvez, El espíritu de la aristocracia. Y otros ensayos, Buenos Aires, Archivo General de Librería y Publicaciones, 1924.
[45] Marcelo T. de Alvear, “Acto de la proclamación- La Rioja. Junio 16 de 1937”, en: Marcelo T. de Alvear, Acción democrática. Discursos pronunciados en la campaña de propaganda para la renovación presidencial, Buenos Aires, Editorial Cultura, 1937, p. 86.
[46] Vilfredo Pareto, Forma y equilibrio sociales. Extracto del Tratado de sociología general, Madrid, Alianza, 1980; Gaetano Mosca, La clase política, México, Fondo de Cul­tura Económica, 1995; Robert Michels, Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna, Madrid, Amorrortu, 2010; Joseph Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, Barcelona, Orbi, 1983.
[47] Tulio Halperin Donghi, Vida y muerte de la República verdadera (1910-1930), Buenos Aires, Ariel, 1999.
[48] John Highley & Michael Burton, Elite Foundations of Liberal Democracy, Lan- ham, Rowman & Littlefield Publishers, 2006; Jeffrey A. Winters, Oligarchy, Cambridge University Press, 2011.
[49] Bernard Manin, Los principios del gobierno representativo, Madrid, Alianza, 1998; Natalio Botana, El orden conservador. La política argentina entre 1880 y 1916, Buenos Ai res, Sudamericana, 1994. Me permito remitir a un texto reciente acerca de este tema: Leandro Losada, “Aristocracia y democracia. Representación política y distinción social en la Argen­tina, 1810-1930. Un ensayo de interpretación”, Revista Economía y Política 4,1, Santiago de Chile, Universidad Adolfo Ibáñez, 2017, pp. 5-36.
[50] David Rock, La Argentina autoritaria. Los nacionalistas, su historia y su influencia en la vida pública, Buenos Aires, Ariel, 1993.
[51] Sobre esta relación (y sus contrapuntos), Tulio Halperin Donghi, “Liberalismo argentino y liberalismo mexicano: dos destinos divergentes”, El espejo de la historia, pp. 141-165; Jorge Myers, Orden y virtud. El discurso republicano en el régimen rosista, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 1995; Darío Roldan, “La cuestión liberal en la Argentina en el siglo XIX. Política, sociedad, representación”, en: Beatriz Bragoni y Eduardo Míguez (coord.), Un nuevo orden político. Provincias y estado nacional, 1852-1880, Buenos Aires, Biblos, 2010, pp. 275-291; Paula Alonso y Marcela Ternavasio, “Liberalismo y ensayos políticos en el siglo XIX argentino”, en: Iván Jaksic y Eduardo Posada Carbó (ed), Libera­lismo y poder. Latinoamérica en el siglo XIX, Santiago de Chile, Fondo de Cultura Económica, 2011, pp. 279-319; Hilda Sabato y Marcela Ternavasio, “De las repúblicas rioplatenses a la República Argentina. Debates y dilemas sobre la cuestión republicana en el siglo XIX”, en: Pilar González Bernaldo de Quirós (dir), Independencias iberoamericanas. Nuevos problemas y aproximaciones, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2015, pp. 217-237.
[42] “Discurso del Dr. Julio A. Roca con motivo del cincuentenario”, en: Círculo de Armas. En el Centenario de su fundación, Buenos Aires, 1985, p. 17. Vale advertir el paralelismo establecido entre el golpe de estado de 1930 y la revolución de 1890, usual entre los artífices o adherentes al primero.
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