Dossier: Enfermedad y salud en la Argentina

Convicciones, saberes y prácticas higiénicas argentinas en la segunda mitad del siglo XIX: sus condiciones de posibilidad en lo estudios de las epidemias de cólera de 1868, 1871 y 1887

María Laura Rodríguez
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
María Dolores Rivero
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
Adrián Carbonetti
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

Convicciones, saberes y prácticas higiénicas argentinas en la segunda mitad del siglo XIX: sus condiciones de posibilidad en lo estudios de las epidemias de cólera de 1868, 1871 y 1887

Investigaciones y Ensayos, vol. 66, 2018

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina

Recepción: 08 Junio 2018

Aprobación: 30 Junio 2018

Resumen: En el presente estudio nos colocamos en un escenario de ideas, procesos y actores, para ingresar en las condiciones de posibilidad que intervinieron en la conformación de los conocimientos científicos e interrogar cómo estos saberes fundamentaron las prácticas médicas e intervenciones ocurridas en los brotes coléricos sucedidos en Buenos Aires en 1886-87 y, en el norte argentino, tomando el caso de Tucumán, una de las provincias más afectadas por la reaparición de la enfermedad en 1886-87.

Palabras clave: Saberes – Prácticas higiénicas – Cólera – Argentina.

Abstract: In this study we placed ourselves in a scenario of ideas, processes and actors, to enter the conditions of possibility that intervened in the formation of scientific knowledge and question how this knowledge based the medical practices and interventions occurred in the angry outbreaks occurred in Buenos Aires in 1886-87 and, in the north of Argentina, taking the case of Tucumán, one of the provinces most affected by the reappearance of the disease in 1886-87.

Keywords: Knowledge – Hygienic practices – Cholera – Argentine.

INTRODUCCIÓN

Una vez superados los convulsionados tiempos de la primera mitad del siglo XIX, y ya con una Argentina unificada, una nueva enfermedad apareció en el país: el cólera. Su avance durante el siglo XIX se dio en tres momentos: la primera epidemia en 1867/1868, la segunda en 1886/1887 y la tercera en 1894/1895. Esta enfermedad no era nueva en Occidente, endémica a orillas del Ganges, en momentos del desarrollo de las rutas comerciales se extendió por Occidente a principios del siglo XIX, cuando la Revolución Industrial generaba fuertes contradicciones entre las clases sociales y condiciones de vida paupérrimas en el proletariado, condiciones que determinaron una crueldad excesiva de la enfermedad en los sectores más bajos de la sociedad[4].

Su paso de Europa a América, en momentos en que los estados nacionales se hallaban en vías de conformación, incrementó el trágico escenario de enfermedad y muerte. La fuerte influencia que tuvieron las pandemias de 1833 y 1850 fue el punto de partida para que la historiografía latinoamericana pusiera su atención en el estudio de esta enfermedad[5]. Como parte de este impulso, el ingreso del cólera en la Argentina fue objeto de varias investigaciones desde la nueva historia de la salud. Desde esa línea, los estudios se han centrado en la ciudad de Buenos Aires o han recuperado experiencias del interior nacional, defendiendo que el caso porteño no constituye un espejo de las dinámicas provinciales. Dentro de ese primer grupo, es preciso referir a las producciones que repensaron los episodios coléricos como procesos epidémicos de largo alcance que responderían a las particularidades de la infraestructura sanitaria porteña[6] o los que abordaron su irrupción a partir de su inserción en una trama de circulación de saberes y actores vinculados al ideario higiénico de la Buenos Aires de esa época[7]. Por su parte, las producciones centradas en el interior nacional cristalizaron en sugerentes interpretaciones que, en los casos de Prieto[8] sobre Rosario y de Carbonetti[9] en Córdoba, coinciden en mostrar que la epidemia de cólera de 1867-68 no resultó en procesos de imposición de la medicina académica y del Estado, tal como ocurrió en Buenos Aires. Las particularidades del caso tucumano fueron abordadas por Gargullo[10] y Goldman[11] en su análisis de las políticas estatales y las formas de resistencia de los sectores populares. Folquer estudió las actitudes y discursos frente a la muerte como consecuencia del cólera en esa misma provincia[12]. Otros trabajos también ampliaron las líneas de indagación del cólera. Maximiliano Fiquepron examinó los cambios en los ritos mortuorios en la ciudad de Buenos Aires como consecuencia de la muerte del vicepresidente de la Nación, Marcos Paz[13], y Carbonetti y Rodríguez[14] estudiaron las epidemias como una oportunidad del mercado para imponer ciertos productos que no necesariamente eran benéficos para combatirla.

Haya colocado el foco en la ciudad de Buenos Aires o en el extenso y heterogéneo interior nacional, la historiografía viene mostrando que la presencia de la enfermedad en el siglo XIX favoreció el proceso de institucionalización sanitaria e higiénica del país, en especial en sus grandes ciudades. No obstante, si bien los episodios coléricos ocurridos desde 1867 estuvieron atravesados por esas coordenadas estatales y médicas, visiblemente las intervenciones públicas fueron rebasadas, en muchos casos, por la extensión y agresividad del flagelo, pero también por la fragilidad de la estructura sanitaria y los inconvenientes que tuvieron los funcionarios médicos para construir e imponer el ideal higiénico de la época. En este trabajo, retomamos el contexto de ideas, procesos y actores, para ingresar en las condiciones de posibilidad que intervinieron en la conformación de los conocimientos científicos e interrogar cómo estos saberes fundamentaron las prácticas médicas e intervenciones ocurridas en los brotes coléricos sucedidos en Buenos Aires en 1886-87 y, en el norte argentino, tomando el caso de Tucumán, una de las provincias más afectadas por la reaparición de la enfermedad en 1886-87.

Para ello, seleccionamos cinco tesis de medicina, presentadas en los años 1868, 1871 y 1887, que dan a conocer las interpretaciones de un conjunto de doctorandos de la Facultad de Medicina de Buenos Aires, que, además de estudiar la epidemiologia del cólera, se desempañaron como funcionarios practicantes en la lucha anticolérica en las poblaciones mencionadas. Por una parte, analizamos las distintas fases, matices y transiciones por las que atravesó el estudio epidemiológico y los conocimientos sobre el cólera, yendo desde una temprana concepción sobre los miasmas, hasta la revolucionara circulación de la teoría bacteriológica de Koch. Por otra, consideramos como esos fundamentos de la ciencia en su transformación, mediaron en las prácticas de salud, devenidas, al decir de González Leandri, en “saberes de estado”. En última instancia, aunque nuestro estudio le da la palabra a hombres laterales en la ciencia y la higiene de la época, el abordaje de la construcción y difusión de la higiene frente al cólera facilita revelar matices, cambios y persistencias en las convicciones, saberes y prácticas y estos clivajes revelan procesos y actores diferenciales en relación a la manera en que se cuidaba la salud de las poblaciones en contextos tan distintos como el porteño y el tucumano del siglo XIX.

ENTRE MIASMAS Y CONTAGIOS: CONCEPCIONES E INVESTIGACIONES PORTEÑAS EN TORNO A LA PRIMERA EPIDEMIA DE CÓLERA, 1868 y 1871

Tal como señaló Andrade De Martins[15], una manera de comprender la dinámica de la ciencia es mostrar cómo en una época se conforman diferentes hipótesis, no pudiéndose saber cuál de ellas es la más correcta. Claro que, para algunos estudiosos, este panorama de dudas no era visto necesariamente como una coyuntura prometedora. Según la tesis de Segura de 1868, en la ciencia médica de su época reinaba la confusión al procurar encontrar las causas del desarrollo de una enfermedad y ello dificultaba las indagaciones. Su trabajo doctoral Cólera-Morbus-Epidémico mostraba a la medicina en la oscuridad, dando origen a las hipótesis más inverosímiles[16].

Aun cuando a lo largo del siglo XIX se sucedieron descubrimientos inesperados en lo que concierne a los vectores de las enfermedades, el universo conjetural que escudriñaba en la etiología y los mecanismos de propagación afloraba como ampliamente contradictorio y sin ninguna base empírica. Al menos así caracterizó el panorama nuestro tesista, al referirse a las “Notables intelijencias (sic) [que] no bastan para darnos una cuenta exacta del ajente que orijina (sic) todos los desórdenes que observamos”[17].

No obstante, ese desconcierto, Segura sentó una posición epistemológica estratégica, dejando a la vista una punta de aquel ovillo de complejidades científicas. Con ese objetivo, se enroló en lo que llamó otra vía en las investigaciones de la ciencia; un camino, o mejor dicho “otro” camino, con “(…) paso lento pero seguro, á la luz que le presta el método esperimental el que con tanto descubrimiento ha enriquecido a las ciencias”[18]. Fue evidente la vinculación histórica que existía entre la posición filosófica científica imperante en la ciencia positivista europea de la época y aquella convicción de que por la “(…) observación y la esperimentación se conseguiría despejar esas nubes que aún nos ocultan la verdad”. Pero, en esos mismos términos, nuestro autor también adhería a las propuestas que circulaban por el ambiente médico porteño en esos años, las que pugnaban por combinar la experiencia internacional con un mayor énfasis en la “observación bien orientada”[19].

Desde este marco pretendidamente experimental, su estudio desplegó una posición epistemológica propia del escepticismo metodológico[20], proponiendo utilizar las evidencias, que entendía, surgían de los contextos epidémicos concretos, a fin de poner a prueba las conjeturas que aun carecían de prueba empírica verificable y contrastada. Posiblemente, esas elecciones se ligaban a su inserción en un entorno epidemiológico epidémico. Tanto su perfil, como el de quien apadrinó su tesis, eran los de un practicante higienista, un médico que atendía en la emergencia epidémica. Desde 1867, su padrino de tesis, el Dr. Manuel Montes de Oca, se hallaba –junto a su hermano asistiendo coléricos al tiempo que Segura se desempeñaba desde 1865 como practicante de la Sala 2 del Lazareto de Mujeres de la ciudad de Buenos Aires, dirigido por el propio Montes de Oca[21].

En 1867, el cólera se había instalado en Buenos Aires como parte de la cuarta pandemia internacional, comenzando a ser el centro de la agenda académica y política[22]. Tan sólo en el primer año de epidemia, la enfermedad ocasionó en la ciudad de Buenos Aires un total de 1.653 defunciones, según los cálculos de la época, y se especuló que el número de atacados debió alcanzar poco más del tres por ciento de la población[23].

Con una mentalidad claramente configurada para y desde la praxis, uno de los primeros puntos en sus lecturas se asoció con ciertos problemas que afectaban la salubridad de la atmosfera (desperdicios en descomposición en el agua) y otras condiciones insalubres de carácter público y privado. Para explicar el desarrollo del cólera en la India, recordó la práctica de sus habitantes de arrojar cadáveres al río Ganges y, para la pandemia de Europa en 1865, resaltó como factor importante las aglomeraciones de los pelegrinos a La Meca. De manera similar, las epidemias en Argentina en 1867 y 1868 habrían estado provocadas por la aglomeración de tropas durante la guerra del Paraguay, las que descompusieron la atmósfera a partir de dejar cadáveres insepultos y otros restos orgánicos de animales sacrificados, “luego pues, se concibe fácilmente que estas materias, entrando en descomposición con rapidez, ha podido viciar la atmósfera, saturándola de principios deletorios”[24].

Este repaso histórico, le permitió a Segura presentar la problemática del cólera como efecto de una infección química atmosférica de naturaleza miasmática, teoría a partir de la cual podría explicar esa enfermedad y cualquier otra epidemia. Recuperando ese marco, el autor consideró la predisposición del cuerpo y del ambiente y la acción del hombre sobre el ambiente, explicando que, cuando el cólera “se hizo sentir en la ciudad de Buenos Aires”[25], los culpables de la epidemia fueron los mataderos al contaminar el lecho del Riachuelo arrojando sustancias orgánicas y “los casos que continuaron presentándose, fueron entre la gente `[…] que vivía próxima a los focos de infección

[…] personas que ocupaban cuartos húmedos y mal ventilados”[26]. Los miasmas penetrarían por la piel de la mucosa intestinal o pulmonar y sus efectos dependerían de la actividad y de la cualidad del miasma, ya que la mayor parte de las enfermedades tendrían su miasma, que en malas condiciones higiénicas podían ser el germen de una porción de enfermedades semejantes y, en una palabra, de una verdadera epidemia[27].

Desde estas referencias, se interrogó sobre los mecanismos de la propagación, cuestión fundamental en cualquier estudio epidemiológico, haciendo notar su desconcierto en cuanto a la manera en que se producía la enfermedad en un lugar concreto: “No era difícil [señaló] que pasara ó apareciese en el ejército”[28], colocando a la par la idea de desplazamiento o aparición “súbita” de la enfermedad. No obstante, el trecho conceptual que distanciaba a ambas nociones no constituyó una problemática a resolver, ya que todos estos asuntos estaban contestados en el marco de la teoría biológica de la generación espontánea, teoría que se sostenía en la convicción de que ciertas formas de vida (animal y vegetal) surgían de manera espontánea a partir de materia orgánica, inorgánica o de una combinación de las mismas[29].

Para desmarañar este ovillo, es preciso reconstruir el mosaico de teorías, nociones y conjeturas en circulación en la época y la manera en que fueron recuperadas por el escepticismo metodológico de Segura. Para ello, discurrimos en el valor de las teorías contagionistas durante los años en estudio. La existencia de un contagio animado fue sugerida en 1546 por el italiano Girolamo Fracastoro, quien propuso la prioridad en identificar un principio, una causa u origen de cada enfermedad diferente, al revés de pensar la epidemia con base al desequilibrio de una constitución, atmosférica o corporal[30]. No obstante la potencialidad explicativa de la teoría, a la que se le sumaron algunos estudios con microscopio, al menos hasta mediados del siglo XIX, ese cuerpo de conjeturas se consideró superado, sin base consistente e incluso absurdo[31]. Si bien no era menos especulativa, la teoría hegemónica, derivaba de una traducción hipocrática –la teoría de la constitución epidémica de Sydenham–, según la cual una epidemia especifica era el resultado de la interacción ente cualidades físicas de la atmósfera y de las influencias ocultas provenientes “de los intestinos de la tierra”[32] (teoría telúrica). Como era de esperar, Segura adhirió a esos principios, acudiendo puntualmente a la teoría de la “constitución atmosférica”, para razonar que la fermentación animal influenciaba a la atmósfera siendo capaz de generar enfermedades infecciosas y epidémicas[33]. Según citó, sus concepciones se estructuraban a partir de influencias como la de Tardieu, y su interpretación de los miasmas como “[…] emanaciones animales particulares que se mezclan con al aire de la atmósfera: su existencia no se puede poner en duda á juzgar por sus efectos”[34].

A pesar de que las concepciones ambientalistas miasmáticas en Segura no mostraban fisuras importantes, la tesis presentó algunas conjeturas que suponían que la introducción y el desarrollo y transmisión del cólera se daba a través de las deyecciones (Niemeyer) o que insistían en la conformación del terreno y el nivel elevado de las aguas subterráneas que favorecían las descomposiciones orgánicas, la famosa teoría de suelo de Petterkoffer[35]. Quizá, nuestro tesista, era consciente de que la teoría de la constitución epidémica o atmosférica le permitía explicar cómo y hasta por qué aparecía la epidemia de cólera, lo cual no era poca cosa, pero, esa opción dejaba pendiente otros interrogantes sobre la propagación, asunto que entendía como central en su estudio. No debemos exagerar los alcances de sus interrogantes, ya que Segura apenas buceó tímidamente en otras interpretaciones. Al menos con esa pretensión se introdujo en el debate anticontagionistas/contagionistas, a partir de un método inductivo con el que procuró contrastar hasta qué punto en todas las epidemias y en cada una de las situaciones que devinieron en ellas, podían aplicarse los argumentos contagionistas ya que el cólera podía “(…) transmitirse directa o indirectamente de las personas enfermas á las sanas; es decir que es contagioso”[36].

Como era de esperar, una operación analítica de semejante alcance, lo llevó a hallar tanto evidencias a favor como en contra. En principio admitió algunos fundamentos a la idea de contagio, ya que, “Las dos epidemias, que con intervalo de 6 meses, se han desarrollado en la República Argentina, parecen que viene á confirmar mas la opinión de que la infección es una de las principales causas ocasionales del cólera y que favorecen su propagación”[37].

Pero habría evidencia que no permitía generalizar esa hipótesis, ya que tampoco era menos cierto que si bien habían reinado entre el Ejercito del Paraguay varias enfermedades de carácter maligno, entre ellas el cólera, “como se ha observado por algunos médicos y como se ha visto también en Barracas no hubo más que dos o tres casos”[38]. Por tanto, y, “Considerados y apreciados los hechos consignados en la historia del cólera […] encontramos muchos hechos que de ningún modo pueden atribuirse su propagación a la transmisión de personas u objetos infectados”[39]. Finalmente, se sostuvo en una posición escéptica, en la que, si bien el “contagio puede considerarse también como un modo de propagación de esta enfermedad, […] mientras no puedan explicar de otro modo esos hechos aislados, es racional no negar de un modo absoluto la existencia del contajio”[40].

Faltaban varios años para que comenzaran a circular las experimentaciones realizadas por Koch y se impusiera la teoría bacteriológica, mientras tanto, el estado del conocimiento sobre la etiología del cólera y su modo de propagación no le permitía a muchos médicos tomar posiciones definitivas[41]. En ese contexto, el trabajo de Segura mostró la persistencia de ciertos consensos, filiaciones, nociones y acuerdos en el mundo científico. Frente a ellas, las experiencias de Pasteur en 1862 sobre el papel causal de los gérmenes en la fermentación, no habían logrado descréditos definitivos[42]. Sin embargo, la medicina académica argentina y sus estudios epidemiológicos, no tuvieron que esperar hasta finales del siglo XIX para poner coto a la teoría de la generación espontánea de las enfermedades, comenzando a articular hipótesis y explicaciones en circulación desde mediados de siglo. La tesis de Francisco Canessa de 1871 amalgamó algunas de las más influyentes novedades que traía consigo la ciencia europea con su lectura vernácula de época.

Por cuestiones de claridad en la exposición, conviene que nos detengamos en primer término en sus concepciones y definiciones científicas más clásicas, tal como venimos recuperando desde el comienzo del apartado. Es que, en principio, Canessa presentó una serie de factores y explicaciones ya identificadas en el trabajo de su colega de 1868. Al respecto, se detuvo en la endemia de cólera en la India y su extensión epidémica a Europa, señalando la confluencia entre condiciones topográficas particulares, las consecuencias de echar cadáveres al Ganges, las peregrinaciones y el comercio de un país a otro[43]. En relación a la centralidad que venía dando Segura a la contaminación de la atmósfera y los miasmas, su postura fue bastante cercana, diciendo que “los cadáveres, que por creencias religiosas eran echados en el Ganges, salían para ser alimento de considerables bandadas de cóndores, marabut, cuervos, etc. y exhalaban con su hediondez un funesto miasma”[44].

En el mismo sentido, buscó las causas del desarrollo del cólera en los cadáveres y en la putrefacción de restos vegetales y animales, agregando en ese desarrollo la influencia de la humedad del ambiente, el calor excesivo en el verano y la mezcla de las aguas dulces de río con las saladas del mar que vinculaban el miasma del cólera con el miasma de los pantanos. En cuanto al clima, como venía siendo usual, enfatizó en la influencia de los vientos, la constitución geológica de los países o la altura sobre el nivel del mal del lugar donde se desarrollaba la enfermedad. Según aseguró, el calor es una causa apta para favorecer la influencia epidémica “[además] se ha visto que cuando domina la humedad el cólera recrudece”[45].

Sin embargo, un rasgo distintivo de su estudio comenzó a bosquejarse cuando abordó el cólera en la India. Desde el título de su obra, Cólera Asiático, su interés giró alrededor de exaltar los peligros “externos” en la propagación del cólera, remarcando que los medios de difusión de esa enfermedad eran las redes de vías férreas, las nuevas vías de comunicación abiertas y la multiplicación de la navegación a vapor[46].

Por entonces, la agenda porteña daba mucha relevancia a la idea de la exoticidad del cólera y la Escuela de Medicina pugnaba por impulsar el estudio de los peligros externos o exóticos de la enfermedad. La asociación de Canessa con este contexto fue clara, ya que su tesis fue apadrinada por el otro hermano Montes de Oca, Leopoldo, quienes junto a su padre –por entonces vicerrector de esta Alta Casa de Estudios– “sentían que podían hablar con más autoridad que muchos médicos locales y extranjeros afincados en Buenos Aires sobre enfermedades exóticas”[47].

Justamente sobre este renglón, la tesis de 1871 planteó su contribución más original. Es que cuando Canessa abría a la posibilidad de que la enfermedad viniera del extranjero, habilitaba con ello nociones contagionistas, que no se encontraban fundamentadas desde la teoría miasmática ambientalista, tal como había mostrado el trabajo de 1868. Las nuevas afirmaciones fueron rotundas: “hoy en día [está] asegurado […] la transmisión el cólera mediante importación [lo cual demuestra] […] falsa la opinión de aquellos que no creen á la índole contagiosa del morbo”[48]. En este punto del estudio, vinculó la teoría de los miasmas con la del contagio. Puede seguirse el trazo de sus planteos a partir del momento en que consideró que la difusión miasmática

no merece ciertamente el nombre de importación, [porque] tiene lugar siempre en una esfera muy estrecha, y la materia miasmática con la difusión pierde la energía, puesto que el aire ó agitado ó tranquilo, si alguna vez la difunde, el mayor número de veces tiende á destruirla[49].

Al término, la transmisión de un individuo a otro, fue definida con el carácter de las enfermedades contagiosas, ya que un miasma “que probablemente es una materia orgánica con el tiempo se destruye […] [y] la materia contagiosa goza de la propiedad de multiplicarse, de reproducirse conservando siempre más o menos su originaria energía”[50].

Luego de este ajuste en la noción de la naturaleza del miasma, completaba sus conjeturas sobre el mecanismo de propagación del cólera remitiendo a un germen contagioso que,

nació miasma y después por influencias cosmotelúricas diferentes se ha vuelto contagio […]. Un contagio no fijo, sino volátil […] porque es una entidad que no cae bajo nuestros sentidos, más no está revelado por sus efectos […]

[y] desparramándose por el aire se hace con frecuencia al poderoso vehículo de transmisión[51].

La importancia dada al aire como vector de esa “entidad que no cae bajo los sentidos” y el lugar que en su modelo tenían los miasmas y la atmósfera, no debería ocultar que su trabajo abrió un camino para desenvolver el concepto de trasmisión, más de una década antes de que se impusieran las concepciones de Koch. Para ofrecer un análisis más detallado al respecto, nos detendremos en explicar cómo y a partir de qué filiaciones, Canessa abordó cómo se esparcía el cólera y por qué algunos espacios eran más atacados que otros. Tal como como lo había hecho su colega en 1868, nuestro tesista retomó las conjeturas sobre el papel de las deyecciones de los coléricos. Pero, a diferencia de Segura, su estilo de investigación eclético era permeable a legitimar e integrar contribuciones provenientes de las experiencias de la microbiología de Thomson, así como de la epidemiologia del positivismo espontáneo[52] de mediados del siglo XIX, representado por las experiencias de Pettenkofer y Snow. Cada una de estas lecturas le proporcionó fundamentos para explicar la estructura epidemiologia del cólera. Las observaciones de Pettenkoffer le permitieron comprender como

“en los parajes infestos de cólera, las casas y las calles donde se encuentran enfermos de tal morbo son las más peligrosas, precisamente porque las materias albinas ordinariamente son hechadas a las letrinas. De esta manera se explica cómo las madres afectuosas […] han quedado inmunes: y los médicos que han continuamente asistido los enfermos de cólera no lo han contraído[53].

Sobre los aportes de Snow[54], destacó aquellas contribuciones orientadas a mostrar que “el cólera se propaga mediante gérmenes contenidos en las evacuaciones coléricas, las cuales se espandían en seguida en el aires y el agua”[55]. A partir de allí enunció que el “germen colérico en la heces de los coléricos”[56] era propagado por un conjunto de vectores, entre los que se hallaba el aire, los alimentos, los paños u otras materias infeccionables[57]. La ampliación en la cantidad de vectores apenas constituyó una novedad a destacar. Más innovador fue hallar que, cuando se refirió al aire, se distanció de las convicciones atmosféricas, legitimando los estudios microscópicos seriados de Thomson, quien había encontrado una infinidad de “moléculas puntiformes” en el aire de una sala llena de coléricos, distinguidas de las esporas vegetales, los filamentos de algas y de hongos, filamentos de algodón, células epidérmicas, moléculas de polvo, hollín de carbón, etc[58]. Aún con las evidentes distancias que separaron los aportes de Thomson y Pasteur, este tipo de investigación experimental remitía a los interrogantes y los ensayos pasteurianos sobre la existencia de gérmenes en el aire y las conocidas experiencias de filtrar un volumen dado de aire observado al microscopio[59].

De hecho, este estudio fue la puerta que Canessa anhelaba cruzar para respaldar “la […] hipótesis de ser el contagio colérico constituido por seres vivientes”. Según sus pretensiones, sólo aceptando estas teorías, “podría darnos esplicación de aquella propiedad, que hemos encontrado distintivo de las materias contagiosas y que nos hizo admitir que la causa del cólera fuese tal

[…]la aptitud á multiplicarse y reproducirse [tal vez] mediante segmentaciones y proliferaciones celulares”[60].

Claro que esta es una historia con final abierto y si bien estos planteos estaban alineados con la superación definitiva de la teoría de la generación espontánea de las enfermedades, ingresando así a la idea de transmisibilidad del cólera, sus razonamientos apenas constituían un paso del pensamiento científico por venir. Ya se hallaran los vectores en el aire o incluso en el agua contaminada o en las deyecciones, la amenaza siempre se localizaba en el mundo externo. Aún “resultaba imprescindible integrar la preocupación, no solo por el origen de los corpúsculos organizados sino también por la diversidad y pluralidad de formas de transmisión de los mismos”[61].

TRANSFORMACIONES EN LA HIGIENE PÚBLICA Y PRIVADA EN LA CIUDAD DE BUENOS AIRES: CONDICIONES DE POSIBILIDAD

No es un detalle que German Segura presentara su obra durante el desarrollo epidémico de 1868. Mucho menos, que su estudio formara parte de aquella etapa en que la medicina porteña, enlazando sus preocupaciones al espacio urbano de Buenos Aires, comenzaba a hablar de Higiene de una manera sistemática[62]. El velo de la “confusión reinante” tenía un límite preciso para el doctorando y, según mostramos, éste se jugaba a favor de aquellas certidumbres alineadas con el paradigma miasmático, largamente legitimado en la tradición médica occidental. En esos términos, otorgó un lugar fundamental al ambiente, señalando que, los miasmas

“se mezclan al aire de la atmósfera […] [mientras] su transmisión se efectua [ría] ya á cortas ó á largas distancias por el intermedio de los vientos […] siendo innegable la influencia que pueden ejercer en el desarrollo de la enfermedad las malas condiciones hijiénicas”[63].

Luego de exaltar la doctrina miasmática y sus convicciones atmosféricas, pasó a ocuparse de las medidas que, según su entender, tenían “por objeto evitar o destruir las causas que causan la infección”[64]. Lo dicho hasta aquí no debe hacernos creer que sus proposiciones para enfrentar y prevenir la enfermedad seguían recetas perimidas. Todo lo contrario, sus principios coincidían en líneas generales con los consejos acordados en las conferencias sanitarias internacionales y en el Congreso Higiénico de Bruselas de 1853. Entre las medidas sugeridas por nuestro autor, podemos mencionar, su insistencia en vigilar los establecimientos industriales, procurando que estén bien ventilados, la limpieza de las calles, la desecación o desagüe de los pantanos, la desinfección de los focos coléricos y de todas las sustancias orgánicas en mal estado[65].

Como pasaba con otros los defensores de las teorías infeccionistas, en la medida en que la propagación de los miasmas ocurriría a través del aire infectado, fue común preconizar la destrucción de los focos de infección y la su presión de las causas o focos de putrefacción[66]. Sin duda, la mirada higienista local durante la década de 1860 se encontraba fuertemente internacionalizada, fundamentalmente gracias a algunas figuras notables de médicos políticos que contribuyeron a consolidar un ámbito de debate a partir sus contactos y trayectorias personales[67].

En el medio porteño, este tipo de ideas circulaba a partir de las “Lecciones de Química aplicada a la Higiene y la Administración” (1863), publicación del catalán Puiggari, influyente figura en el debate higiénico y asesor del gobierno de Buenos Aires[68]. Además, probablemente, Segura mantenía contacto con su padrino de tesis Manuel Montes de Oca, destacado médico muy posicionado en la Escuela de Medicina de la Universidad de Buenos Aires.

Cualquiera fueran los nombres que mediaron en los criterios de Segura, no se detuvo en asuntos de provisión y grado de potabilidad de agua, importante renglón entre los preceptos difundidos por higienistas extranjeros y vernáculos. En referencia a ello, se limitó a diagnosticar problemas en el caso de la epidemia en la ciudad de Buenos Aires, ligados a la contaminación de Riachuelo de Barracas, donde arrojaban los “residuos de los animales que se beneficiaban, como sangre, agua de cola, etc., que contienen sustancies orgánicas y que alternan naturalmente el agua con mucha facilidad”[69].

En Buenos Aires la importancia dada al saneamiento urbano no era nueva. Desde los años veinte del siglo XIX ya se contaba con los primeros esbozos sistemáticos, los que se convirtieron en estrategias sanitarias más definidas a partir de los años cincuenta, con la creación de la Municipalidad y el Consejo de Higiene[70]. Claro que, dada la exigua incorporación de los médicos al Estado en la década de 1860[71], resulta justo no sobredimensionar el avance de las intervenciones de la medicina y la higiene en el espacio público y la vida privada. Incluso, en estos años, fueron usuales los conflictos de autoridad en la lucha contra las epidemias. Durante el desarrollo del cólera en 1867, por ejemplo, se llegó a destituir a la corporación municipal en manos de una “Comisión Popular” conformada por un grupo de intelectuales, periodistas, médicos y políticos[72]. De hecho, a pesar del importante crecimiento urbano de una Buenos Aires reincorporada a la Nación unificada y convertida en sede de las autoridades nacionales, fue recién luego finalizada la epidemia de 1867 y 1868 que el Gobernador Adolfo Alsina colocó 20.000 metros de caños, que se convirtieron en el primer tramo de aguas corrientes del núcleo urbano[73].

No podríamos tildar de excepcional que un trabajo de 1868 desechara la relación entre los desperdicios en descomposición en el agua y las deyecciones humanas, y aquellas hipótesis que aventuraron Pattenkofer y Snow a mediados de siglo. Tal como era la estrategia común en la época, Segura descansó sus lecciones en las virtudes del saneamiento urbano y la desinfección para la destrucción de focos infecciosos y denostó terminantemente la utilidad de las cuarentenas y cordones sanitarios. Una vez más, se localizaron filiaciones clásicas como Tardeiu, quien, según Segura, junto a “una mayoría de autores

[…] califica de absurdas las medidas tendientes a evitar la propagación del cólera, estableciendo cuarentenas”[74]. Fiel a su estilo, fundamentó sus opciones a partir de dos ejemplos epidémicos, uno de ellos en Uruguay y el otro en Francia, destacando en el primer país “los pocos estragos que hizo la epidemia que invadió á Montevideo á la oportunidad de medidas higiénicas que allí se tomaron” y, en el caso francés el fracaso de la teoría del contagio y la idea de poner barreras para impedir la entrada del azote colérico[75].

Su escepticismo en relación a las cuarentenas y la centralidad dada al saneamiento urbano formó parte de un proceso más general ocurrido en el mundo en la segunda mitad del siglo XIX, después de la ineficacia que demostraron las medidas de cuarentena y aislamiento de la epidemia de cólera ocurrida en París en 1832[76]. Por ese entonces, apenas se vislumbraba el escepticismo en un sector académico local en relación al optimismo sanitarista basado en la teoría miasmática “atmosférica”, a la que, por otra parte, adhería la mayoría de quienes escribían en la prensa política[77].

Aun se estaba lejos de consolidar los ideales de higiene pública y privada como faros instalados en la modernidad; no obstante, las condiciones y tensiones sociales estimulaban ese tipo de medidas y de miradas. Ciertamente, a pesar que los dislocamientos que trajo aparejada la industrialización y la modernización europea fueron superlativos, la sociedad porteña también se mostraba amenazada por las contradicciones sociales causadas por la expansión de actividades portuarias, la pujanza de la región pampeana y el crecimiento de la inmigración ultramarina. En 1869, la ciudad había duplicado su cantidad de población respecto de 1855, haciendo perdurables los problemas en el saneamiento urbano, incrementados por la proliferación de conventillos.

Las ideas higienistas y las intervenciones públicas en la ciudad de Buenos Aires comenzaban tempranamente a incorporar preocupaciones por el crecimiento urbano y de los sectores populares[78]. Si bien aún ni se hablaba de procesos epidémicos como “enfermedades sociales”, el pensamiento epidemiológico ponía en cuestión la desigualdad social ante la enfermedad y la muerte. Al ilustrar este asunto, Segura recuperó algunas huellas de la vida y las costumbres de aquellos individuos que habían sido los primeros casos declarados de cólera en Buenos Aires, explicando que casi todos eran italianos y gente pobre: “Las mujeres que allí vivían, dejaban sus lavados, grand es (sic) charcos de agua sucia que quedaba estancada por ser muy irregular el piso que no estaba embaldosado”[79].

Sin negar su mirada sobre las relaciones que tenía el cólera con la pobreza urbana, sus nociones no estuvieron orientadas a definir una idea de predisposición diferencial de la enfermedad por razones sociales. Más bien, estos asuntos eran considerados como factores que ejercían una determinada influencia sobre la epidemia. Por tanto, sus sugerencias para responder al hacinamiento, el modo de vida en los conventillos y las ocupaciones menos aventajadas, tampoco estuvieron alineadas un reformismo del espacio urbano. Para dar respuesta a estas problemáticas apeló a un mix de propuestas enfocadas en la conservación del equilibrio de los enfermos y sanos en cuanto al régimen de bebidas y alimentos y las costumbres sexuales. Asimismo, dio un conjunto de consejos muy generales sobre lo importante que era el aseo de las viviendas, la ventilación y el secado de los cuartos y la prevención ante la humedad y el frio[80].

En sus normativas higiénicas estuvieron ausentes las recomendaciones sobre la limpieza de las letrinas en las casas particulares, aunque ponderó positivamente la desinfección que se había hecho de ellas y, de los cajones en que se ponían los muertos en el Lazareto de Mujeres de la ciudad de Buenos Aires, usando para desinfectar “unos polvos preparados por un Sr. Norteamericano”[81]. A nivel de la asistencia de los enfermos, tampoco evaluó la necesidad de mayor infraestructura asistencial, destacando solamente que era positivo para la disminución de la enfermedad la diseminación –que en otras ocasiones se había hecho– de las “familias pobres” y de los enfermos, además, de la ventilación de los hospitales[82]. En cuanto a la atención médica, relató, sin disimular su orgullo, que en la sala de convalecientes del Lazareto en la que era practicante, los coléricos se mostraban menos resistentes a recibir tratamiento a medida que percibían que las terapias eran más efectivas para su recuperación; ello, le constaba de primera mano, porque en varias ocasiones había visto llenarse la sala de convalecientes “cuando se comenzó a suministrar el sulfato de cobre y que se comenzó a cuidar más del abrigo […] indicación nuestra [que] fue aceptada por el Director”[83].

Así como la tesis de Segura fue una fase inicial y aun difusa en la integración de una perspectiva que tendía a la problematización social de la enfermedad, apenas con tres años de distancia, la disertación de Canessa ofreció una definición más precisa de una medicina urbana enfocada en las condiciones de vida del medio y su relación con la enfermedad. El enfoque que primó en el trabajo de 1871 colocó en perspectiva un amplio conjunto de fenómenos que llamó en primer término “causas concomitantes” o “causas coadyudantes” de la enfermedad[84]. En principio, esta era el tipo de agenda que venían marcando muchos higienistas europeos y la Escuela de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, dando prioridad al estudio de las cuestiones relativas a los alimentos, el carácter, hábitos, pasiones y forma de vida de las personas[85]. Siguiendo esa línea, Canessa consideró cuestiones ligadas a los estados de ánimo y a ciertas conductas morales y alimentarias, así como a algunos oficios, vinculándolos con la posición social y la exhalación contaminante[86].

Su propuesta fue más allá de la mera descripción de cómo estas variables influían sobre el cólera, sosteniendo una serie de posibles respuestas a aquella predisposición social diferencial que veía a la hora de contraer el cólera en su desarrollo epidémico. El itinerario que siguieron sus interpretaciones partió de incorporar categóricamente los hábitos de vida, las dolencias profesionales, los accidentes laborales y las condiciones de hábitat, asociados a la pobreza, en otras palabras, diseñó en su conjunto una “patología social”[87]. Sus palabras se ciñeron a conformar esta visión, al exponer que:

El pronóstico del cólera asiático debe ser mirado […] con relación al peligro que corren las masas de los individuos atacados en una epidemia […] [en la que] es mayor la mortandad en los pobres, en las personas sujetas a mala ó insuficiente alimentación, en los borrachos y disolutos[88].

El contenido social de sus ideas fue acompañado con una tenaz crítica y exigencia a las autoridades que gobernaban las ciudades. Aunque nunca particularizó en el caso de la Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires, esa tensión pudo inferirse fácilmente, lo cual no era extraño en un ambiente como el que se vivía en 1871 dadas las oposiciones y criticas contantes a la Municipalidad y al Consejo de Higiene[89]. Por estos años, las miradas sociales en el apartado dedicado a la higiene privada y a la pública estaban cobrando cada vez mayor centralidad. La actualidad de este breviario cristalizó desde fines de la década de 1860 en la publicación del “Compendio de Higiene Pública y privada al alcance de todos” de José Antonio Wilde[90]. En 1871, cuando le tocó el turno a las ideas de Canessa, la crisis social desatada por las consecuencias de la epidemia de fiebre amarilla en la ciudad de Buenos Aires, azuzaban la crisis social, legitimando el avance de las autoridades públicas sobre la esfera privada[91].

Canessa sintetizó una serie de inquietudes sobre varios puntos de la vida en la ciudad y la sociedad porteña. Sus exigencias, más que sugerencias, incluyeron un espectro amplísimo de peticiones a las autoridades que fueron desde destruir los focos infecciosos, limpiar y desinfectar los lugares asistenciales, calles y patios con agua estancada, hasta vigilar los mercados, abrir hospitales en los barrios y organizar servicios a domicilio con médicos y farmacéutico, “incluyendo hombres rectos y generosos, conocidos en el país y que pueden oponerse á ciertas preocupaciones del vulgo”[92].

En cuanto a los sectores pobres, sus exigencias a los Municipios también eran extensas y de destacable profundidad social, yendo desde pedir que las autoridades se hicieran cargo del traslado de los enfermos a los hospitales, hasta solicitar reformas sociales orientadas a disminuir el número de personas que viven amontonadas en una habitación o que, eventualmente, se ordenara “suspender los trabajos en fábricas en las cuales necesariamente se producen exhalaciones de sustancias orgánicas en corrupción”[93]. En virtud de lo anterior, precisó a los individuos cuyas profesiones o posición social no les permite defenderse de las intemperies atmosféricas, apuntando que “Se ha [n] visto en las diferentes estadísticas figurar más el número de las lavanderas y colchoneros”[94]. Aún quedaba mucho por andar en materia de estadística científica y su instrumentación epidemiológica; no obstante, ya en 1869, aun con sus sesgos, los exámenes estadísticos del mundo del trabajo formaron parte de las preocupaciones de la elite[95].

Oportunamente, Canessa recuperó las investigaciones de Snow sobre que lo que causaba el cólera era la ingestión de agua contaminada, advirtiendo la importancia de tomar agua pura, valorando el “uso de algunos países que toman el agua filtrada, ó también hecha anticipadamente hervir”[96]. En otras líneas, su eclecticismo lo llevó a poner sobre la palestra ciertos resabios natu ralistas; en ese sentido, sus consejos sobre la higiene de los cuartos remitieron a planteos propios de las concepciones miasmáticas, pero, esta vez, leídos a partir de la postulada conversión de los miasmas en “materia contagiosa”. Acerca de ello, señalaba que debía mantenerse la limpieza

haciendo desaparecer todos los malos olores, especialmente aquellos provenientes de la corrupción de materias orgánicas; no se aglomeren muchos individuos en los cuartos de dormir, ni se dejen estar mucho tiempo los vasos que contengan orines o materias fecales; manténgase libre la ventilación, y purifíquese el aire con reconocidos desinfectantes, como el cloruro de cal o de soda[97].

En otros términos, mientras, por un lado, daba crédito a ideas de tipo ambientalista centradas en el vector aire, por otro, hacía lo propio con conjeturas como las de Snow que le llevaban a enfatizar la importancia de desinfectar “donde han caído materias vomitadas o deyecciones albinas” y de no frecuentar teatros, iglesias y otras reuniones públicas donde halla letrinas concurridas y desconocidas[98].

En la otra gran línea que recorrió su trabajo, la “importación del cólera”, sus estrategias se volcaron decididamente a una posición contagionista. En esa dirección fue univoco: No “[…] podemos hacer menos que aconsejar a los gobiernos el aislamiento de los países atacados, y el impedimento de comunicación con los países íntegros”[99]. Luego de la epidemia de 1867/68, estos instrumentos comenzaron a ser muy valorados por los médicos porteños. El presidente y el secretario del Consejo de Higiene, los doctores Luis María Drago y el mencionado padrino de tesis de Canessa, Leopoldo Montes de Oca, formularon un proyecto de Reglamento apuntando a establecer barreras preventivas, con el fin de evitar el ingreso de enfermedades o de enfermos[100]. No obstante, cada vez con mayor visibilidad e ímpetu la interrupción del comercio que traían consigo dichas estrategias se fue convirtiendo en un tema de debate y tensión. Efectivamente, el propio Sarmiento había desatendido un pedido de los médicos para instrumentar cuarentenas en los puertos[101]. Por su parte, también Canessa levantó sus banderas como un crítico de las posibilidades efectivas que tenían las cuarentenas en mar y en tierra. Pero, en este caso, sus fundamentos remitieron a ideas precisas sobre los mecanismos que la ciencia admitía en materia de transmisibilidad del cólera: siendo “imposible un aislamiento exacto […] por cuestiones de “libertad individual”[102], definió de poco serias las prácticas empleadas en las estaciones de los ferrocarriles”, y ello, no era sólo por falta de voluntad o personal. Poco se puede hacer, sostuvo, con las desinfecciones de las mercaderías y las personas, es que, ¿Cuáles medidas se emplearían para la desinfección de las mercaderías, cuando se ha reconocido que la ordinaria importación del cólera se hace mediante el hombre, y se efectúan propiamente con sus heces?”. Y, en cuanto a los hombres, “¿por cuál signo el doctor podría asegurarse si alguno de los viajeros tuviese aquella pequeña diarrea, capaz de importación del veneno colérico?[103]

LA EPIDEMIA DE CÓLERA EN EL NORTE ARGENTINO: DESDE LA CAUSA EFICIENTE AL PENSAMIENTO Y LA ACCIÓN HIGIÉNICA, 1887

Las tesis que presentaron José Roque Ávila, Diego García y Patricio Fleming en 1887 tuvieron la particularidad de ser elaboradas por estudiantes que venían ocupándose de la lucha contra la epidemia colérica que se desarrolló en Tucumán desde fines de 1886 hasta principios del año siguiente. Posiblemente, dado que tenían información de primera mano, eso explique, porque no les pasó inadvertido que la epidemia había sido llevada desde Buenos Aires al interior a través de un batallón que, a pesar de haber tenido un caso colérico, fue autorizado a seguir su marcha hacia el Norte. Esta coyuntura, fue un punto de partida que les sirvió para asociar algunos hallazgos de la nueva bacteriología con la idea de que la epidemia era una enfermedad importada. Era indiscutible que los descubrimientos bacteriológicos constituían “ya un cuerpo de doctrina […] La doctrina parasitaria ha hecho una revolución científica” señalando como causa del cólera “el baciluscoma de M. Koch”[104]. Ávila reconstruyó el camino que habría seguido la enfermedad siguiendo el itinerario del 5to regimiento, el que en su paso “por el Rosario de Santa Fe, donde el cólera ya hacía estragos, cargaron con los elementos del contagio, llevando almacenado al terrible bacilus coma en las mochilas, cananas y demás pertrechos”[105]. Una vez que el cuerpo militar prosiguió su marcha por el norte de la República, continuó García, “dejó a su paso en la ciudad de Tucumán 3 coléricos, 1 oficial y 2 soldados, los cuales bastaron para infestar todo el municipio y difundir el cólera por toda la provincia”, extendiéndose a Salta y Jujuy[106].

Ante la importación de cólera todos consideraron el valor de las cuarentenas marítimas y los cordones sanitarios como recursos poderosos. De acuerdo con García “nadie podía desconocer la suma importancia ó valor que tienen [las cuarentenas marítimas] como eficaces, siempre que procedan con todo el rigor necesario”[107]. Al mismo tiempo, nuestros tesistas no parecían ajenos a las tensiones y conflictos cristalizados en 1886 en las resistencias del Departamento Nacional de Higiene a que se declarara a la epidemia como una enfermedad importada o en la intervención del propio presidente de la Republica, indicando a los gobiernos provinciales limitar la incomunicación ente ellos y tomar medidas con criterio científico[108]. Fleming, Ávila y García, a pesar de reconocer la naturaleza importada de la enfermedad, se mostraron cautos y hasta reticentes en el uso de las cuarentenas y cordones sanitarios. García y Ávila dedicaron largos renglones a valorar la consecución de otro tipo de controles y medios científicos de organización sanitaria, los que eran más acordes con el proyecto agroexportador de la década de 1880[109], es decir, que no fueran “grandes trabas para nuestras relaciones comerciales”[110], “ni molestar [an] a los pasageros (sic) y perjudicar [an] al comercio factor principal de nuestro adelanto y bienestar”[111].

En virtud de estas lecturas, aplaudieron el criterio de las autoridades nacionales en la articulación de nuevos métodos científicos y procedimientos alternativos, enfocados en la estrategia de la desinfección. García, destacó el acierto del “presidente del Consejo de Higiene” de poner a bordo de los vapores de ultramar “médicos argentinos para evitar todo engaño por parte de los capitanes y armadores”[112]. Ávila destacó el apoyo que daba el gobierno nacional al Departamento Nacional de Higiene para poner en funcionamiento el lazareto de la isla Martín García, donde se pondrían a funcionar “los adelantos modernos que la ciencia y la experiencia aconsejan para establecimientos de esa naturaleza”[113].

En la urgencia epidémica en el norte argentino y específicamente en Tucumán, las respuestas anticoléricas, al menos pensando en el corto plazo, no podían concretarse recurriendo a aquellos dispositivos de sanidad propios de los barcos y puertos. Ello fue evidente en los trabajos presentados por los doctorandos, quienes, durante la propagación de cólera de 1886-1887 no eran sólo estudiantes a punto de egresar, sino que también formaron parte las comisiones de auxilio enviadas por el gobierno nacional al desencadenarse la epidemia de cólera en Tucumán[114]. Sus notas corroboran las iniciativas nacionales. García, había sido Practicante Mayor de la Comisión Nacional de Auxilio para atender los coléricos de Tucumán[115]. Fleming, se había sumado a dicha iniciativa, luego de haber estado al frente del Lazareto del Seminario en Salta[116]. Ávila, por su parte, se presentaba como miembro de la Comisión de salud pública “que por encargo del Exmo. Gobierno Nacional dirijió con tanto acierto el distinguido médico doctor Benjamín Araoz”[117]. Asimismo, algunos comentarios permiten apreciar que, al menos en los enunciados, estaba avanzando en Tucumán un proceso de articulación de intereses estatales en la resolución de las urgencias epidémicas. Según Fernández, este tipo de respuestas e iniciativas cobraron mayor fuerza durante la epidemia de cólera de los años 1886 y 1887[118].

En ese tono, Ávila destacó el trabajo conjunto entre el poder nacional y el gobernador de la Provincia de Tucumán, ocupados ambos en la adopción de “medidas salvadoras” para limitar o impedir el desarrollo del cólera y la acción de una comisión compuesta por médicos y funcionarios locales y federales aconsejando al Gobierno las medidas más urgentes a adoptar en esas difíciles circunstancias[119]. Tampoco parece que las políticas de los organismos sanitarios federales hayan abandonado el tibio interés de la oligarquía por la salud y la salubridad de regiones distantes de la expansiva región agroexportadora[120]. Ello, en nada contradice el rol fundamental que le cupo al Estado roquista, en la consecución de la protección arancelaria del azúcar y la llegada del ferrocarril a la capital de Tucumán, hechos clave en la generación de un proceso de transformaciones a gran escala en el norte argentino, asociado a la expansión del cultivo y la industrialización de la caña de azúcar[121]. Más adelante volveremos a tocar cuestiones asociadas a la acción sanitaria en los ingenios tucumanos, ya que las tesis también deslizaron información que evidenciaba los límites y contradicciones en estas dinámicas, consideradas desde la visión que daba la lucha higiénica en su desarrollo concreto.

Fernández[122] observó que, si bien durante estos tiempos la ciudad de Tucumán se estaba urbanizando rápidamente y la acción sanitaria municipal comenzaba a convertir a la higiene en una herramienta fundamental, aún se estaba lejos de resolver la falta de centros asistenciales o la vinculación entre la difusión de la enfermedades y la pobreza, sus condiciones de vida y de trabajo. Además, en el caso tucumano, el impulso de los higienistas integrados a las dependencias del Estado se hallaba ante una realidad sanitaria bien distinta de la que se había conseguido construir de Buenos Aires, cuidad, en la que, como bien apunto Adriana Álvarez[123], no fue tan significativa la epidemia de 1886-87 porque contaba con ciertos servicios de salubridad pública (aguas corrientes, desagües cloacales) que hicieron de ella un terreno poco fértil para el desarrollo del cólera.

En este contexto nuestros doctorandos definieron una agenda de intervenciones y propuestas que venía siendo habitual en el higienismo argentino desde décadas anteriores: cordones sanitarios; medidas públicas y privadas de higiene, centradas en las desinfecciones; el cambio en las conductas de la población en el consumo de agua y la necesidad de obras de saneamiento para suministro de la misma. Sin embargo, construyeron diagnósticos, formulaciones y prácticas que poco tuvieron que ver con las que hemos repasado en las epidemias anteriores o las que seguramente ellos mismos habrían realizado y proyectado para la ciudad de Buenos Aires. La singularidad social tucumana tiñó sus interpretaciones de los condicionantes sociales, sus búsquedas de institucionalización sanitaria, así como los actores e inercias locales que entraron en el juego. El interés de no perjudicar el comercio, pero más aún la introducción de la bacteriología y la demostración de la “naturaleza parasitaria de la mayor parte de las enfermedades consideradas infecciosas”[124] trastocaron las coordenadas científicas con las que se venía fundamentado el conocimiento médico y a partir de él la higiene.

Tal como sostuvieron los tesistas en relación a las cuarentenas marítimas, los cordones sanitarios tampoco se convertían en una opción apreciada para el norte de país. Pero, no sería exacto decir que muchos médicos las juzgaron inconvenientes, al menos en situaciones muy puntuales, como la que, de acuerdo con Ávila, condujo Eliseo Cantón para abordar los primeros casos importados a Tucumán, aislándolos en una quinta situada a apenas diez cuadras de la ciudad de San Miguel de Tucumán[125]. Con una orientación semejante a la que repasábamos más arriba, los cordones eran abiertamente aconsejados para las localidades cuya separación del resto no perjudicara el tránsito ni el comercio. Esta situación fue la que le tocó atravesar a García, cuando fue mandado como practicante mayor a atender a los coléricos en la Ramada, un distrito de 15.000 habitantes ubicado a 8 leguas de la ciudad capital de Tucumán, en la que apenas en dos días habían muerto 16 personas. Inmediatamente a su llegada, relató García decidió establecer “(…) cordones sanitarios con orden terminante que la hizo cumplir el comisario, de que no se mezclasen los peones de las demás estancias con aquellos de la que estaba invadida por el cólera”[126].

Huelga decir que no todas las poblaciones eran tan pequeñas como Ramada y que ciertas veces las miradas y las necesidades percibidas por los habitantes no coincidieron con los criterios de los que tomaban las decisiones efectivamente. Lo ocurrido en Salta, mostró hasta qué punto diferían los juicios en materia de aislamiento y cómo las autoridades se las arreglaban para imponer sus criterios sin llegar a confrontar con las resistencias de la población civil. Allí, dado que, las autoridades y los médicos habían comprendido la ineficacia del cordón en la frontera de la provincia “solo establecieron un simulacro, que sirviera como de una satisfacción al pueblo que pedía medidas higiénicas, y no comprendía que se tomaran estas sin principiar por los cordones”[127].

Fleming halagó que la ciencia médica proveyera alternativas al aislamiento en las estaciones de los ferrocarriles, las que consistieron básicamente en cuidar la desinfección de las letrinas, quemar ropas sospechosas y, “según la cantidad de intereses que se afecten […], detener de 5 á 13 días a los pasajeros sospechosos o declarados coléricos, […] medida en la que evidenciaba cierto conocimiento de los tiempos en que se podía estar incubando el bacilo que causaba el cólera”[128].

Fuera de las vías y puntos de comunicación, podemos distinguir las miradas y las intervenciones proyectadas y concretadas en dos tendencias generales. Por un lado, las que se concretaron en los focos de infección y la atención de la población sana y colérica. Por otro, aquellas ocupadas en las condiciones de posibilidad para que el cólera no se continuara expandiendo en la sociedad tucumana, tanto a nivel sanitario como de la profilaxis de las poblaciones y los individuos.

Aunque todas las tesis se detuvieron en mayor o menor medida en ambos tipos de asuntos, Ávila fue quien más claramente desplegó la importancia de hacer desaparecer los focos de infección, que estarían “representados por [las] habitaciones de aspecto primitivo que hay en los suburbios de la ciudad”[129]. En estas viviendas sospechosas, en un primer momento, era preciso implementar visitas domiciliarias a fin de examinar las condiciones higiénicas en que se encontraban las habitaciones en general, además de proveerle agua hervida a la población y de distribuir carnes, granos y ropa a la gente. En materia de atención de la salud su criterio también fue abiertamente asistencialista, aconsejando la creación de una botica en la Asistencia Pública para que se preparen los medicamentos y desinfectantes para el uso público, así como la pronta instalación de más cantidad de lazaretos, los que vendrían a agregarse a los ya existentes, es decir, los tres que inauguró el Gobierno de la Provincia y el que fundó la Sub-Comisión Nacional de Auxilios[130].

Para determinadas situaciones higiénicas y edilicias de los ranchos, continuó Ávila, “no hay otro recurso que el fuego”, ya que las desinfecciones solo podían hacerse “en casas cuya buena construcción lo permita”[131]. En ese sentido avaló las medidas de profilaxis practicadas en el lazareto de la Cruz Roja y la preferencia de la institución asistencial por el “mejor de los desinfectantes conocidos hasta hoy, que es el fuego (quema de objetos, no de cuerpos)”[132]. Por esta misma razón, ligada a la eficacia y la higiene pública, lamentó que el Consejo de Higiene de la Provincia, no autorizara las cremaciones de cadáveres, por no tener energía para enfrentar las creencias populares, “el menosprecio y los ataques de un pueblo que, por sus ideas religiosas, tenía que ver en la cremación una calamidad mayor que el mismo cólera”[133].

Ahora bien, a pesar de la permanente fijación de Ávila con la situación de los ranchos y, en esa dirección, con las costumbres poco higiénicas de los pobres que vivían en ellos, sus interpretaciones no respondían en nada a las convicciones que habíamos visto en relación a la prioridad dada al vector aire/ viento. Se puede observar como ubicó al bacilo dentro de la teoría epidemiológica bacteriana, al establecer que la Tablada, uno de los focos de la epidemia, donde había ranchos (muy precarios) en los que la gente dormía en el suelo, era un antiguo sitio donde se efectuaba la venta de ganado para el consumo de la población y ello “dio origen a un sinnúmero de pequeñas lagunas que se alimentan con las lluvias torrenciales del verano”[134]. Allí, y en otros parajes con ranchos, explicó

“están más expuestos a contraer la enfermedad […] por el uso que dan varias personas a un mismo elemento […] Allí vemos un vehículo importante para la rápida transmisión de la enfermedad […] el incauto aplaca la sed con una agua que ya es criadero de microbios”[135].

De hecho, como aseguró Carlos Malbrán recogiendo las investigaciones microbiológicas del Dr. Susini, “Nada se presta[ba] mejor para explicar la propagación del cólera, que el hecho de las contaminación de las aguas que sirven a una ciudad o una región”[136]. Fue Fleming, quien se mostró interesado en que “por razones de interés público” se establecieran laboratorios bacteriológicos en puntos que estaban amenazados por la epidemia del cólera, para hacer un diagnóstico al comienzo de éstas, y para el examen de las aguas mientras dure[137]. A propósito de esta sugerencia, desarrolló de manera pormenorizada los distintos pasos del procedimiento para detectar microscópicamente ciertas sustancias el bacilus coma de Koch, conocer “sus caracteres individuales, colectivos, sus modos de ser en los medios de cultivo, y sus caracteres de colonias en los cultivos sólidos”[138]. No cuesta inferir que Tucumán no tenía los medios para este necesario “conocimiento del modo de ser del microbio que produce el cólera, [el que antes] se acordaba al ajente infeccioso”[139].

De manera similar, la influencia de la teoría bacteriología determinó que las condiciones climáticas fueran leídas en la nueva clave, como medio donde se multiplica el bacilo. Sobre el particular, Vilar elaboró un conjunto de cuadros y gráficos donde recogió observaciones meteorológicas correspondientes a los meses de diciembre de 1886 y enero de 1887, con el objetivo de mostrar de manera científica las relaciones de la temperatura, la presión del vapor atmosférico y la humedad relativa con la “vejetación de las bacterias” y con la mortalidad producida por el cólera[140].

Luego de considerar que el agua era el medio de nutrición del bacilo, fue García quien más detalladamente abordó las nociones relativas a su introducción al organismo por vías digestivas y su supervivencia en el intestino. En líneas generales, el postulante repasó las investigaciones de Koch en relación la vegetación de los bacilos en el intestino delgado, donde la alcalinidad de sus jugos era muy favorable a su desarrollo, y sus dificultades para desarrollarse en el estómago por la acción de la reacción ácida del jugo gástrico. Su revisión terminó afirmando que las deyecciones contenían siempre el bacilo, mientras en los vómitos se los “ha encontrado algunas veces y explica su presencia porque estas provenían del intestino”[141]. En virtud de estos desarrollos, prosiguió, “para que se produzca el contagio es necesario que el bacilo sea ingerido, por una circunstancia u otra (agua, alimentos contaminados) y burlando la vigilancia del estómago pase el intestino, su medio, donde se multiplica y causa el cólera”[142].

Estas nociones epidemiológicas no fueron meras reflexiones teóricas, sino también fruto de sus experiencias cuando atendió enfermos en la provincia de Tucumán en la última epidemia, cuando pudo explicar “el contagio en mis enfermos, ya sea sobre todo por el agua contaminada (por deyecciones, trapos sucios, etc.) y como ya explicaré por lo alimentos contaminados”[143]. A partir de estos preceptos, su trabajo de tesis puede leerse como una articulación entre un conjunto de indicaciones y normativas sobre el cuidado que debe tenerse con el agua especialmente en las ciudades del interior argentino y una narración de los inconvenientes que encontró en la provincia de Tucumán para evitar la propagación del cólera por el agua debido a los usos de la población, asociadas a limitaciones de naturaleza sociopolítica de más largo alcance. Una de las cuestiones más originales que surgió de estos aparatos, fue que García, a diferencia de Ávila –y de todos los hombres de ciencia e higiene que hemos mostrado– sondeó en la realidad del interior tucumano y sus periferias, haciendo visibles ciertas falencias de las instituciones de salud locales, las que habilitaban la pervivencia de prácticas sanitarias financiadas y ejecutadas por actores privados con manifiestos intereses económicos.

El primer acercamiento de García a esta realidad, fue al visitar la banda oriental del río Salí, a

“20 o 30 cuadras de Tucumán, en donde se encuentran las poblaciones diseminadas, formadas por los peones de los ingenios de azúcar [allí, según observó] casi todas aquellas personas se enfermaban de cólera, que como ignorantes que son no querían tomar o no tomaban las precauciones que les indicaba, como beber el agua purificada por la ebullición”[144].

Muy posiblemente, su estudio epidemiológico de campo partió de una hipótesis asociada con el estado del agua; como fuera, percibimos en él no poca sorpresa o indignación al corroborar las causas que ocasionaban la impotabilidad del agua:

Viendo lo que pasaba con mis enfermos que se contagiaban al parecer por medio del agua sospeche que podía estar contaminada y traté de buscar la causa […] recorriendo los bordes del río aguas arriba […] no tardé en dar con las causas del mal, eran las basuras de la ciudad en la que el cólera en esos días producía una gran mortalidad[145].

Como funcionario estatal que era, García pasó nota al Presidente de la Sub -Comisión Nacional de Auxilios, Dr. Tiburcio Padilla, “(…) á cuyas órdenes estaba, informado los que sucedía con semejante proceder y las terribles consecuencias que se producirían si no se ponía pronto remedio al mal (…)”[146]. A partir de allí, la coordinación interestatal parecía seguir su curso y, su superior, el

Dr. Padilla constató el hecho y lo comunicó oficialmente al presidente del Tribunal de Medicina de Tucumán […] quien sorprendido con el proceder de las autoridades municipales […] como único remedio [logró que] no arrojaron más basuras á las playas del río […] el mal estaba ya hecho y el cólera hizo muchas víctimas en los lugares agua abajo[147].

Evidentemente, el ideal higiénico urbano, si así se puede llamar en este caso, excluía la realidad de las zonas rurales, y las intervenciones estatales del ámbito o competencia estatal que fuera no mostraron interés por solucionar los problemas de salud que García acusaba. No descubrimos nada nuevo diciendo que en Tucumán desde fines del siglo XIX los industriales azucareros instrumentaron, como parte de una política de empresa, acciones sanitarias con el objetivo de reducir el ausentismo de sus trabajadores[148]. Sin embargo, no por ello resulta menos significativo corroborar que estas formas de intervención privadas fueron estimuladas como mecanismos de resolución de los problemas de higiene pública que tenía una parte de la sociedad tucumana.

Sin duda, García fue un funcionario federal de armas tomar y, considerando la inacción estatal y, que “el agua potable de esos lugares es tomada de las diferentes acequias que saliendo del río Salí van á los diversos ingenios de azúcar” acordó,

con varios directores de ingenios azucareros para que todos los días cada uno en su ingenio, hicieren hervir agua en una de las calderas de las máquinas y obligaran á sus peones á proveerse del agua hervida para sus usos. En todos los ingenios se siguió esta práctica, como el ingenio Etchecopar, el Medina, etc., [y] perdieron muy pocos peones y desde entonces decreció rápidamente la epidemia[149].

Cuesta poco notar que García resaltó las condiciones locales en la producción del cólera, dándole preeminencia a ciertas restricciones en la salubridad pública, como generadoras del impacto social diferencial de la morbimortalidad colérica tucumana. Esta mirada propia de la tradición higienista, no había sido alterada con la introducción de la bacteriología y su insistencia en la mirada biológica de lo social. La pobreza seguía ocupando un renglón central y las variables ocupaciones si bien tuvieron un lugar marginal en los trabajos tampoco estuvieron ausentes. Ávila, como repasamos, había puesto el peso de esa influencia en las condiciones habitacionales del rancho.

No obstante, esta imagen del médico social, introdujo en el caso de análisis una particularidad en relación a los escritos centrados en Buenos Aires. Una novedad, diremos, no sin cargar las tintas, asociada a una carga discriminatoria y de segregación hacia los sectores populares, la que Carbonetti asoció en el caso de Córdoba con el proceso de modernización que comenzó a principios de los años 1880[150]. En ese sentido, interpretamos los discursos de Fleming sobre que “el cólera es el patrimonio de los pobres, que por su situación o su ignorancia están especialmente predispuestos”[151] o la legitimación que García le dio a la acción moralizante y disciplinadora de los ingenios sobre sus trabajadores. Claro que, en Tucumán, en la asociación entre pobre y enfermo no ingresaba el inmigrante.

CONCLUSIONES

Se tratara del momento en que irrumpió el cólera en 1867-1868 en la ciudad de Buenos Aires o de su llegada a Tucumán en 1886, el proceso de institucionalización sanitaria e higiénica del país manifestó claros límites para contener la urgencia epidémica en cada caso. Sin embargo, entre un evento y otro habían pasado muchos años con importantes trasformaciones en el proceso de consolidación estatal, la inserción de la elite médica en el Estado y en cuanto a la cristalización de la agenda higiénica de la mano del proyecto modernizador de los años 1880. La mayor fuerza con que se propagó hacia el interior, su persistencia y gravedad en el norte de país, dependieron de las condiciones diferenciales en la infraestructura sanitaria de uno y otro espacio.

La agenda de conocimientos que sostuvo la práctica higiénica siempre insistió en el valor del saneamiento, aun cuando lo hiciera convencido de la acción de los miasmas y de la contaminación de la atmósfera y el agua. La insistencia de Segura en las ideas medioambientales y el impacto del hombre sobre el medio, identificado en las basuras que arrojaban los saladeros, estaban presentes en el discurso médico e higienista porteño de la época y desde allí se dispusieron una serie de medidas que fueron cambiando la fisonomía de la ciudad de Buenos Aires. No obstante, si bien es posible vincular la investigación científica acerca del origen y los mecanismos de contagio de cólera que se presentaron en 1868 con las obras de canalización de las aguas impulsadas por el gobernador Adolfo Alsina, aquellas nociones apenas constituían convicciones científicas de acuerdos legitimados por la tradición médica occidental.

La tesis de 1871 de Canessa era el reflejo de nuevos razonamientos que articularon la teoría de los miasmas con las conjeturas propias de la teoría del contagio, ampliando de manera considerable el número de vectores que propagarían la enfermedad. Si bien este nuevo libreto basado en la idea de “materia contagiosa”, con capacidad de reproducción, sólo constituyó un paso en los desarrollos por venir, el mismo tuvo evidente gravitación en los consejos, pedidos y exigencias higiénicas del doctorando. No obstante, en materia de higiene, el rasgo más sobresaliente de la tesis de Canessa fue su mirada sobre la “cuestión social”, asociada a su problematización de las condiciones diferenciales en que enfermaban los sectores pobres. Cabe destacar que esta tesis, junto con las otras, era parte de un clima científico que pautaba ciertas exigencias para que los Municipios resolvieran los problemas de atención a la salud de las clases más vulnerables, y articularan reformas en los entornos de vida desfavorables.

Si bien esa visión social continuó presente en los discursos sostenidos en las tesis de 1887, la realidad epidemiológica que enfrentaron los doctorandos, al hacer las veces de funcionarios sanitarios federales, era muy distante de las condiciones presentes en la ciudad de Buenos Aires en aquel momento. Tal como enfatizamos, la situación tucumana poco tenía que ver con el ideal higiénico urbano de la modernidad roquista. No obstante, en este contexto, Ávila, Fleming y García definieron una agenda de intervenciones y propuestas que ya venía siendo habitual en el higienismo argentino desde décadas anteriores. Claro que ahora, a la luz de la doctrina bacteriológica y sus certezas sobre las formas de transmisión del cólera, la centralidad estaba puesta en el poder de la desinfección, las conductas de la población en el consumo de agua y la necesidad de obras de saneamiento para suministro de la misma.

Desde este marco de referencia, la confianza en la capacidad y efectividad de la ciencia adquirió una relevancia inusitada para la perspectiva médica. En esa dirección las condiciones climáticas fueron leídas como medio donde se multiplicaba el bacilo, se valoró que la ciencia médica proveyera alternativas al aislamiento en las estaciones de los ferrocarriles y se instó a que se establecieran laboratorios bacteriológicos en puntos amenazados por la epidemia para hacer diagnósticos certeros y examinar el agua, principal medio de propagación y vegetación del bacilo de Koch.

Ahora bien, como mostró el trabajo de campo de García la higiene urbana apenas constituía un renglón del contexto epidemiológico de Tucumán. Sus acciones y su normativa higiénica orientada a evitar la propagación del cólera por el agua debido a los usos de la población, estaban profundamente asociadas a limitaciones sociopolíticas más amplias. En ella se conjugaron las condiciones sociales en que se hallaban los trabajadores de los ingenios azucareros tucumanos y la inoperancia o el desinterés estatal por resolver las falencias infraestructurales que impedían que esa población se abasteciera de agua potable. Evidentemente, el ideal higiénico urbano –si así puede llamarse en este caso– excluía la realidad de las zonas rurales; las intervenciones es tatales del ámbito o competencia estatal no mostraron interés por solucionar los problemas de salud de los trabajadores rurales de los ingenios azucareros. Desde fines del siglo XIX los industriales azucareros instrumentaron, como parte de una política de empresa, acciones sanitarias con el objetivo de reducir el ausentismo de sus trabajadores[152]. Sin embargo, no por ello resulta menos significativo corroborar que estas formas de intervención privadas, fueron estimuladas como mecanismo de resolución de los problemas de higiene pública que tenía una parte de la sociedad tucumana. Tal como se reconoce en la historia de esta provincia, las empresas azucareras desde fines del siglo XIX participaron activamente en las acciones. En el caso en estudio, ello muestra hasta qué punto los enviados federales legitimaron esta intervención como un mecanismo de resolución de los problemas de higiene pública que ni el estado provincial, ni el municipal o el federal resolvían. De hecho, la causa eficiente del cólera se alojaba y reproducía al interior de la biología humana, pero las respuestas a la salud de la población se definían en el terreno político. En ese interjuego la sociedad tucumana no corrió con la misma suerte que la moderna y cosmopolita capital de la república.

Referencias

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Notas

[52] Juan Fernando Martínez Navarro, “La epidemiología en el pensamiento científico”, en: Rev San HigPúb 66, 1992, p. 245.
[53] Canessa, ob. cit., p. 32.
[54] No debe soslayarse que los estudios de Snow constituyeron una genuina avanzada en el mundo científico médico, ya que utilizaba un conjunto de técnicas de análisis –construcción y comparación de indicadores de morbilidad y mortalidad– y elaboraba diseños de estudio caracterizados como modelos ejemplares del surgimiento del llamado método epidemiológico. Czeresnia, ob. cit., p. 68.
[55] Canessa, ob. cit., p. 37.
[56] Ibídem, p. 33.
[57] Ibídem, p. 37.
[58] Ibídem, p. 37.
[59] Caponi, ob. cit., p. 597.
[60] Canessa, ob. cit., p. 36.
[61] Caponi, ob. cit., p. 606.
[62] González Leandri, “Miasmas cosmopolitas…”, p. 7
[63] Segura, ob. cit., pp. 20 y 28.
[64] Ibídem, p. 75.
[65] Ibídem, p. 75.
[66] Caponi, ob. cit., p. 599.
[67] González Leandri, “Miasmas cosmopolitas…”, p. 22.
[68] Ibídem, pp. 8 y 13.
[69] Segura, ob. cit., p. 23
[70] González Leandri, “Miasmas cosmopolitas…”, p. 6.
[71] Carbonetti, “Medicalización y cólera…” p. 288.
[72] Diego Galeano, “Médicos y policías durante la epidemia de fiebre amarilla (Buenos Aires, 1871)” en: Salud colectiva 5.1,2009, p 112. Puede consultarse un análisis interesante sobre la intervención de los vecinos de Buenos Aires durante las epidemias en Maximiliano Fiquepron: “Los vecinos de Buenos Aires ante las epidemias de cólera y fiebre amarilla (1856-1886)”, en: Quinto Sol, 21.3, 2017, pp. 1-22.
[73] Álvarez, ob. cit., 179.
[74] Segura, ob. cit., p. 74.
[75] Segura, ob. cit., p. 74.
[76] Caponi, ob. cit., p. 594.
[77] González Leandri, “Miasmas cosmopolitas…”, p. 17.
[78] Ricardo González Leandri, “Miradas médicas sobre la cuestión social. Buenos Aires a fines del siglo XIX y principios del XX”, en: Revista de Indias 40.219, 2000, p. 427.
[79] Segura, ob. cit., p. 11.
[80] Ibídem, p. 77.
[82] Ibídem, p. 73.
[83] Ibídem, p. 84.
[84] Canessa, ob. cit., p. 33.
[85] González Leandri, “Miasmas cosmopolitas…” p. 7.
[86] Canessa, ob. cit., pp. 35-36.
[87] Luis Urteaga, “Higienismo y ambientalismo en la medicina decimonónica” en: Dynamis: Acta Hispanica ad Medicinae Scientiarumque. Historiam Illustrandam, 5-6,1985, p. 422.
[88] Canessa, ob. cit., p 53.
[89] Galeano, ob. cit., p. 112
[90] González Leandri, “Miasmas cosmopolitas…” p. 14
[91] Galeano, ob. cit., p. 111.
[92] Canessa, ob. cit., p. 61
[93] Íbidem, p. 61.
[94] Ibídem, p. 36.
[95] Hernán Otero, Estadística y nación. Una historia conceptual del pensamiento censal de la Argentina moderna, 1869-1914, Buenos Aires, Editorial Prometeo, 2006.
[96] Canessa, ob. cit., p. 63.
[97] Ibídem, p. 63.
[98] Ibídem, p. 61.
[99] Ibídem, p. 58.
[100] Álvarez, ob. cit., p. 181.
[101] Galeano, ob. cit., p. 112.
[102] Canessa, ob. cit., p. 59.
[103] Ibídem, p. 60.
[104] Patricio Fleming, Estudio sobre el cólera, tesis presentada para optar al grado de doctor en medicina, Facultad de Medicina de Buenos Aires, Stiller Laas, 1887, pp. 13-14.
[105] José Roque Avila, Historia del cólera en la provincia de Tucumán, tesis para optar al
[106] Diego García, El cólera: estudio preparado sobre observaciones recogidas en Tucumán en la última epidemia, Buenos Aires, Imprenta Coni, 1887, p. 29.
[107] Ibídem, p. 55.
[108] De acuerdo con Penna, ante la falta de coordinación nacional, aquellas renuencias no habrían bastado para impedir un estado de anarquía sanitaria en el que se establecieron cordones sanitarios en las provincias de Mendoza, San Juan y Córdoba; San Luis interrumpió el tránsito ferroviario con las zonas afectadas por la enfermedad, mientras “en varias zonas de Litoral se establecían cuarentenas innecesarias. Alejandro Khol, Higienismo argentino, historia de una utopía. La salud en el imaginario colectivo de una época, Buenos Airea, Dunken, 2006, p. 75.
[109] Ibídem, p. 43.
[110] García, ob. cit., p. 55.
[111] Ávila, ob. cit., p. 14
[112] García, ob. cit., p. 55.
[113] Ávila, ob. cit., p. 14.
[114] María Estela Fernández, “Salud y condiciones de vida. Iniciativas estatales y pri vadas en Tucumán. Fines del siglo XIX y comienzos del XX”, en: Historias de enfermedades, salud y medicina en la Argentina de los siglos XIX-XX, 2004, p. 123.
[115] García, ob. cit., p. 7.
[116] Fleming, ob. cit., p. 11.
[117] Ávila, ob. cit., p. 13.
[118] Fernández, ob. cit., pp. 121-123.
[119] Ávila, ob. cit., pp. 14 y 29.
[120] Khol, ob. cit., p. 78.
[121] Daniel Campi, , “Economía y sociedad en las provincias del Norte”, en: Nueva historia argentina: el progreso, la modernización y sus límites (1880-1916), 2000, p. 73.
[122] Fernández, ob. cit., pp. 113 y 121
[123] Álvarez, ob. cit., p. 185.
[124] Carlos Malbrán, La patogenia del cólera. Buenos Aires, Kraft, 1887, p. 12.
[125] Ávila, ob. cit., p. 8.
[126] García, ob. cit., p. 34.
[127] Fleming, ob. cit., p. 43 (la cursiva es nuestra).
[128] Ibídem, pp. 43-44.
[129] Ávila, ob. cit., pp. 28-30.
[130] Ibídem, pp. 23 y 30.
[131] Ibídem, pp. 28-30.
[132] Ibídem, p. 18.
[133] Ibídem, p. 19.
[134] Ibídem, p. 21.
[135] Ibídem, pp. 38-39.
[136] Malbrán, ob. cit., p. 106.
[137] Fleming, ob. cit., p. 14.
[138] Ibídem, p. 18.
[139] Malbrán, ob. cit., p. 104.
[140] Ávila, ob. cit., p. 42.
[141] García, ob. cit., p. 35.
[142] Ibídem, p. 26 (las cursivas son originales de la fuente).
[143] Ibídem, p. 27.
[144] Ibídem, p. 30.
[145] Ibídem, p. 30.
[146] Ibídem, p. 30.
[147] Ibídem, p. 35.
[148] Fernández, ob. cit., p. 127.
[149] García, ob. cit., p. 35 (las cursivas son originales de la fuente).
[150] Carbonetti, “Medicalización y cólera…”, p. 288
[151] Fleming, ob. cit., p. 28.
[152] Fernández, ob. cit., p. 127.
[4] Charles F. Rosenberg, “Cholera in nineteenth-century Europe: A tool for social and

economic analysis” en: Comparative Studies in Society and History 8 4, 1966, pp. 452-463

[5] Existe una gran cantidad de trabajos sobre el cólera en América Latina. Entre ellos destacamos algunos aportes brasileros y mexicanos: Kaori Kodama, “Os impactos da epidemia de cólera no Rio de Janeiro (1855-56) na população escrava: considerações sobre a mortalidade a través dos registros da Santa Casa de Misericordia”, en: 5º Encontro escravidão e liberdade no Brasil meridional. Universidade Federal do Rio Grande do Sul, Porto Alegre, 2011. Para México, Miguel Ángel Cuenya, Elsa Malvido, Concepción Lugo, Ana María Carrillo y Lilia Oliver Sánchez, El cólera de 1833. Una nueva patologia en México. Causas y efectos, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, 1992.
[6] Adriana Álvarez, “La aparición del cólera en Buenos Aires (Argentina), 1865-1996”, en: Revista Historelo 4.8, 2012, pp. 172-208.
[7] Ricardo González Leandri, “Miasmas cosmopolitas. Circulación internacional de

saberes y prácticas higiénicas. Buenos Aires 1850-1870”, en: Les savoirs -mondes. Mobilité et circulation des savoirs du Moyen Age au XXI siècle, Rennes. [Versión en español]. Disponible en historiapolitica.com: http://historiapolitica.com/datos/biblioteca/medicosXIX-gonzalez%20leandri.pdf [último acceso: 14/3/2018], 2015.

[8] .Agustina Prieto, “Rosario. Epidemias, higiene e higienistas en la segunda mitad del siglo XIX”, en: Mirta Zaida Lobato, Política, médicos y enfermedades, Buenos Aires, Biblos, 1997, pp. 56-71; Ricardo González Leandri, “El Consejo Nacional de Higiene y la consolidación de una élite profesional al servicio del Estado. Argentina, 1880-1900” en: Anuario de Estudios Americanos, Tomo 61.2, 2004, pp. 571-593
[9] Adrián Carbonetti, “Medicalización y cólera en Córdoba a fines del siglo XIX. Las epidemias de 1867-68 y 1886-87”, en: Anuario de Historia Regional y de las Fronteras, 21.2, 2016.
[10] María Cecilia Gargullo, , “El cólera: oportunidades de control y resistencias populares. Tucumán, 1886-1887”, en: Estudios Sociales 41, 2011, pp. 97-125.
[11] Noemí Goldman, “El Levantamiento de Montoneras contra «Gringos» y «Masones» en Tucumán, 1887: tradición oral y cultura popular”, en: Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. E Ravignani, Tercera Serie 2,1990, pp. 47-73
[12] Cynthia Folquer, “Colera morbus y cólera divina. Miedo a la muerte e imaginario religioso en Tucumán (Argentina) a fines del siglo XIX”, en: Boletín Americanista 51.62, 2011, pp. 73-96
[13] Maximiliano Fiqueprón, , “La muerte del vicepresidente. Epidemias y crisis en Buenos Aires (1867-1868)”, en: Revista Avances del Cesor 14.17, 2017, pp. 19-37.
[14] Adrián Carbonetti y María Laura Rodriguez, “Las epidemias de cólera en Córdoba a través del periodismo: la oferta de productos preservativos y curativos durante la epidemia de 1867-1868”, en: Revista História, Ciências, Saúde – Manguinhos 14.2, 2007, pp. 405-419.
[15] Roberto de Andrade Martins, , Contágio: história da prevenção das doenças transmissíveis, San Pablo, Moderna, 1997, p. 141.
[16] Germán Segura, Cólera-Morbus epidémico, tesis para optar al grado de doctor en medicina, Buenos Aires, Imprenta del Plata, 1868.
[17] Ibídem, p 18
[18] Ibídem, prologo, s/p.
[19] González Leandri, Miasmas cosmopolitas…”, ob. cit., 2015.
[20] Mario Bunge, Filosofía para médicos, Buenos Aires, Gedisa, 2012, p. 208.
[21] Segura, ob. cit., p. 5.
[22] González Leandri, , “Miasmas cosmopolitas…”ob. cit., p. 7.
[23] Álvarez, ob. cit., p 179.
[24] Segura, , ob. cit., p 23.
[25] Ibídem, pp. 6-7.
[26] Ibídem, p. 7.
[27] Ibídem, p. 20.
[28] Ibídem, p. 8.
[29] Rosalino Vázquez Conde y Rosalino Vázquez López, , Temas selectos de biología 1, México, Grupo editorial Patria, 2016.
[30] Dina Czeresnia, Do contágio à transmissão: ciência e cultura na gênese do conhecimento epidemiológico, Rio de Janeiro, Editora Fiocruz, 2000, p. 50.
[31] Ibídem, p. 52.
[32] Ibídem, p. 54.
[33] Segura, ob. cit., p. 21.
[34] Ibídem, p. 20.
[35] Walter Ledermann, “A propósito del cólera: Max von Pettenkofer y su Experimentum crucis”, en: Revista chilena de infectología 20, 2003, p. 84.
[36] Segura, ob. cit., p. 23.
[37] Ibídem, p. 22.
[38] Ibídem, p. 22.
[39] Ibídem, p. 24.
[40] Ibídem, p. 26.
[41] De Andrade Martins, ob. cit., p 143.
[42] Sandra Caponi, , “La generación espontánea y la preocupación higienista por la diseminación de los gérmenes”, en: História, Ciências, Saúde –Manguinhos 9.3, 2002, p. 596.
[43] Francisco Canessa, Cólera Asiático, tesis para optar al grado de doctor en medicina, Buenos Aires, Imprenta Litografía y Fundición de tipos de la Sociedad Anónima, 1871, p. 27.
[44] Ibídem, pp. 27-28.
[45] Ibídem, p. 34.
[46] Ibídem, p. 9.
[47] González Leandri, “Miasmas cosmopolitas…”, p 7.
[48] Canessa, ob. cit., p. 28.
[49] Ibídem, p. 29
[50] Ibídem, p. 29.
[51] Ibídem, pp. 29-30.
[81] Ibídem, p. 76.
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