Dossier: La Argentina hace un siglo. Política, Economía, Sociedad e Historia (1916-1930)

“Régimen y oligarquía, extremos de una equivalencia”: términos e interpretaciones sobre las elites dirigentes (1916-1930) - Panel "Las presidencias radicales"

Martín O. Castro
CONICET- Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. E. Ravignani”/ UNTREF, Argentina

Investigaciones y Ensayos

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina

ISSN: 2545-7055

ISSN-e: 0539-242X

Periodicidad: Semestral

vol. 76, 2023

publicaciones@anhistoria.org.ar

Recepción: 16 Noviembre 2023

Aprobación: 01 Diciembre 2023



DOI: https://doi.org/10.51438/25457055IyE76e009

Resumen: Este trabajo explora algunas de las derivas, apropiaciones y disputas en torno al vocablo “oligarquía” que se referenciaron en matrices conceptuales y culturas políticas variadas y que ofrecieron una serie de lenguajes políticos entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. El acceso a la presidencia del radicalismo en 1916 no implicó una desaparición del término de los dispositivos discursivos sino, en todo caso, una reformulación sobre la presencia de las “oligarquías” que, expectantes, podían diseñar nuevas maneras de entorpecer el proceso de regeneración política propuesto por el radicalismo. Este artículo analiza la utilización de argumentos de raíz “moral” referidos a la definición de grupos minoritarios que detentaban y usufructuaban una posición dominante en la sociedad y la política de manera arbitraria. Procura, además, estudiar las apropiaciones diversas del término “oligarquía” realizada por una variedad de actores a lo largo de las primeras décadas del siglo XX y aplicadas a la esfera “política”, principalmente durante el período de las presidencias radicales. Esta distinción es fundamentalmente operativa y no faltarán los casos en que políticos, periodistas e intelectuales entremezclen y articulen elementos “morales” y “políticos” en su análisis de las elites dirigentes.

Palabras clave: Oligarquía, Radicalismo, Elites, Regimen.

Abstract: This article explores drifts, appropriations and debates about the term “oligarchy” that were based on various conceptual matrices and political cultures, and that offered a series of political languages between the end of the nineteenth century and the beginning of the twentieth century. The fact that Radicalism won the presidency in 1916 did not mean the disappearance of the term “oligarchy” from Radical discursive devices. If anything, there was a reformulation of the presence of “oligarchies” that hope to find new ways of blocking the process of political regeneration that Radicalism proposed. This article analyses arguments based on “moral” concepts that described minority groups which took advantage of their dominant position in society and politics in an arbitrary fashion. It also attempts to study the appropriations of the term “oligarchy” by several actors during the first decades of the twentieth century as they were used in the “political” sphere, mainly during the Radical presidencies. This is essentially an operative distinction and there is evidence of cases in which politicians, journalists and intellectuals intertwined and articulated “moral” and “political” elements in their analyses of the ruling elites.

Keywords: Oligarchy, Radicalism, Elites, Regime.

"Régimen y oligarquía, extremos de una equivalencia" [1]

La extensa trayectoria del radicalismo construida desde las antiguas jornadas del Parque y sus esfuerzos en gran parte exitosos para competir por la herencia revolucionaria, dar origen a un movimiento y a una identidad política lo colocaban en el cambio de siglo, no sin sobresaltos, en un lugar favorable para disputar contiendas electorales (gracias a un maridaje fecundo entre la “máquina” política y la religión cívica) pero, quizás en una situación menos proclive a la aceptación sin beneficio de inventario del entramado institucional herencia del “antiguo régimen”. En parte continuación de miradas críticas que habían cuestionado el funcionamiento de la sociedad y el ordenamiento político luego de la federalización de Buenos Aires, las diversas fracciones radicales (en particular las que manifestarían una posición de mayor intransigencia) identificaron en aquellas reflexiones críticas a un sistema de gobierno que, expresión de un cierto “sensualismo” y una concentración del poder proclive al uso arbitrario de los fondos públicos, se había reconocido ya en las vísperas de la Revolución del Parque en la acción de oligarquías “ominosas” que “…devora[ban] el pan del pueblo”. (Landenberger, 1890, p. 159)

La idea de que existen en la población diferencias, fronteras sociales o dicotomías profundas que marcan la pauta o señalan obstáculos sustanciales para amalgamar a los individuos o grupos dentro de conjuntos mayores no se originó, ciertamente, con el surgimiento del radicalismo como movimiento político ni aún en la coyuntura que constituyó la solución proteica para la Revolución del Parque. Puede recordarse, por caso, la delimitación de una cierta dimensión social de los conflictos políticos presente en la discursividad política de la década de 1820 que contraponía las acciones de sectores populares o plebeyos a las prácticas de los “cajetillas” o “aristócratas”. (Di Meglio, 2013, p. 280) La crítica hacia la emergencia y consolidación de grupos de políticos profesionales que se habían demostrado particularmente exitosos en el dominio de los resortes del poder tampoco sería una creación de los revolucionarios del Parque. En la década de 1870 observadores escépticos de los resultados a los que la concreción histórica de la distinción alberdiana entre los derechos políticos y sociales había dado lugar, señalaban con preocupación la presencia de una “oligarquía” que, apelando a la movilización de clientelas populares para zanjar sus diferencias internas, marginaba o limitaba la intervención pública de los ciudadanos propietarios que preferían refugiarse en sus negocios. Para algunos como Vicente López, el origen de esa “oligarquización política” se correspondía con la imposición del “imperio del número” que no dejaba lugar a la expresión de los intereses de las clases conservadoras. (Sabato, 1998, pp. 162, 168)

Los usos múltiples del término “oligarquía” han sido señalados en repetidas oportunidades, en particular a partir de la conformación de un movimiento de renovación historiográfico que desde el último cuarto del siglo XX impulsó, entre otras cuestiones, una revisión de nudos centrales de la historia social y política argentina de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX y se propuso complejizar las conexiones aceptadas, sin un escrutinio intenso, entre las dirigencias y la vida social y política.[2] Este trabajo explora algunas de las derivas, apropiaciones y disputas en torno al vocablo “oligarquía” que se referenciaban en matrices conceptuales y culturas políticas variadas y que ofrecieron modalidades de lenguajes políticos revisitadas con éxito a lo largo del siglo XX y del temprano siglo XXI. Aun cuando este artículo no se proponga examinar aquella rica historiografía reciente que desafía interpretaciones previas, estos estudios sobre la composición de las dirigencias y la autonomía de la esfera política van a informar este esfuerzo por reconstruir algunas de las derivas semánticas del término “oligarquía” en las décadas de 1910 y 1920.

La utilización más frecuente del término ha remitido habitualmente a un grupo minoritario y privilegiado que ejercía el poder en su propio beneficio o incluso de manera despótica. Cómo es sabido, en la teoría clásica de las formas de gobierno Aristóteles definió a la oligarquía como a una desviación de la aristocracia, en la cual el gobierno no era ejercido por los mejores (y era además orientado hacia los ricos). (Aristóteles, La Política, Libro Tercero, capítulo V). El acceso a la presidencia del radicalismo en 1916 no implicó una desaparición del término de los dispositivos discursivos sino, en todo caso, una reformulación sobre la presencia acechante de las “oligarquías” que, expectantes en sus refugios institucionales (situaciones provinciales y bancas parlamentarias), podían diseñar nuevas maneras de entorpecer el proceso de regeneración política propuesto por el radicalismo desde el llano pero también desde las esferas de gobierno. Este artículo se encuentra dividido en dos secciones. En la primera se explora, si bien no se pretende hacerlo de manera exhaustiva, la utilización de argumentos de raíz “moral” referidos a la definición de grupos minoritarios que detentaban y usufructuaban una posición dominante en la sociedad y la política de manera arbitraria. La segunda sección procura estudiar apropiaciones diversas del término “oligarquía” realizada por una variedad de actores a lo largo de las primeras décadas del siglo XX y aplicadas a la esfera “política”, principalmente durante el período de las presidencias radicales. Como se advertirá a lo largo del texto, esta distinción es fundamentalmente operativa y no faltarán los casos en que políticos, periodistas e intelectuales entremezclen y articulen elementos “morales” y “políticos” en su análisis de las elites dirigentes.

La dimensión moral

La búsqueda de argumentos de carácter moral para definir y explicar los comportamientos de los grupos dirigentes no nace con la llegada del radicalismo al poder en 1916, si bien el triunfo de Hipólito Yrigoyen y su probable programa de gobierno fueron frecuentemente interpretados por militantes y publicistas radicales como la expresión de una reparación institucional que comprendía, a su vez, una expansión moralizante sobre la vida política. Es sabido que la irrupción revolucionaria de 1890 y el surgimiento de la Unión Cívica estuvieron vinculados a la existencia de un clima político e intelectual más amplio que hacia fines de la década de 1880 identificaba en la corrupción, el cosmopolitismo y el mercantilismo a factores de una percibida declinación de las costumbres y las “virtudes” cívicas. La denominada “prensa independiente” (es decir, publicaciones periódicas que subrayaban la falta de apoyos oficiales en sus empresas editoriales) colaboraron activamente con las campañas de crítica “moral” sobre el juarismo y contribuyeron (decisivamente en la mirada de contemporáneos como Francisco Barroetaveña o Juan Balestra) en la constitución del movimiento opositor. En efecto, las campañas de la prensa “independiente” entre 1889 y 1890 desplegaron una serie de tópicos (invectivas contra el desmanejo administrativo, las “emisiones clandestinas” y los manejos poco claros de las obras públicas) que adoptaron las formas de una “crítica moral” que acercaría una cierta coherencia al corpus de ideas del movimiento opositor en esa coyuntura particular. (Hirsch, 2013)[3] Este tipo de discurso tuvo una exposición considerable en el contexto de las turbulencias económicas y la declinación del juarismo y representó una concepción de la política que discrepaba con la mirada del oficialista Partido Autonomista Nacional proclive, en términos generales, a una retórica del progreso económico como clave del mejoramiento de las costumbres y la disminución de las pasiones políticas. Allí donde los gobiernos de la década de 1880 decían encontrar una posible receta para el desarrollo de la economía y la disminución de la violencia política, las miradas críticas (compartidas por los cívicos y cívicos radicales) objetarían el avance de las “oligarquías” (propensas a la ostentación y a los negociados) y el debilitamiento de las instituciones republicanas y de las prácticas cívicas. (Alonso, 2010)

Esta crítica hacia la solidez de los cimientos de esta marcha inexorable hacia el progreso propuesta en la década de 1880 venía acompañada de una cierta impugnación hacia formas de “arribismo” social que ponía en cuestión antiguas formas de sociabilidad y que era frecuentemente asociado a las modalidades de ascenso en la esfera política. Si por una parte se advertía la presencia de una “oligarquía ominosa” que concentraba las riendas del poder político nacional y dominaba las situaciones provinciales, por la otra se identificaba a los grupos de “advenedizos” que, gracias a su carácter inescrupuloso y a un contexto especulativo favorable, habían sido capaces de acumular capital político, social y económico. En línea con este rechazo a las transformaciones advertidas durante el juarismo, la Unión Cívica se presentaba como la fuerza política naciente que “dominaba moralmente la república”.[4] No sorprende, entonces, que el “Manifiesto de la Junta Revolucionaria al Pueblo” de 1890 identificara a una oligarquía de advenedizos como el enemigo a enfrentar a fin de recuperar un gobierno que se estableciera “…sobre la base de la voluntad popular y…la dignidad de otros tiempos…” (Landenberger, 1890) Nuevamente, luego de la Revolución del Parque y de la renuncia de Miguel Juárez Celman, un cauteloso Leandro N. Alem (escéptico ante las promesas de Carlos Pellegrini, vicepresidente a cargo del Ejecutivo) insistía con la labor de reconstrucción que le cabía al movimiento cívico para continuar con los trabajos de destrucción del “inmoral mecanismo, que nos ha hecho retroceder moral y políticamente, un cuarto de siglo”.[5]

Estos discursos sostenidos en una crítica moral que rechazaba la composición y características de los elencos dirigentes durante el roquismo y el juarismo no se agotaron en esa coyuntura particular y las miradas que impugnaban el “arribismo”, el patrimonialismo y a la escasa preparación de las elites encontraron momentos favorables para expresarse en el cambio de siglo. Así, el manifiesto de la UCR hecho público en ocasión de la revolución de 1905 defendía el derecho de la protesta armada y justificaba la resistencia al “régimen” a partir del avasallamiento que éste imponía sobre las libertades provinciales y el avance de la corrupción sobre las costumbres políticas y sociales. Imaginar que la regeneración del país podía provenir de quienes lo habían corrompido era impensable; hacerlo significaría “…la relajación y la rendición de las fuerzas morales de la República”.[6] En otro registro, en el momento del Centenario diferentes publicistas dirigían su atención hacia las prebendas y beneficios a los que accedían las “oligarquías” que estrechaban sus vínculos y cerraban filas, en un contexto de añoranza hacia los tiempos dorados de una antigua aristocracia criolla desaparecida hacia el Ochenta. (Losada, 2015, p. 391) José Nicolás Matienzo pondría el acento en la existencia de un “sentimiento oligárquico” que observaba entre los elencos gobernantes manifestado en las pensiones, subsidios y cargas agregadas anualmente a los presupuestos. Una cierta “composición homogénea” de la clase gobernante contribuía a prácticas y comportamientos compartidos en la burocracia, el Ejecutivo y el Congreso pero también, de acuerdo con Matienzo, la existencia de una “moral común” que hacía posible el “intercambio de servicios y atenciones que recíprocamente se presta[ban]” y que, bajo la forma del compañerismo o el compadraje, funcionaba como una virtud que cementaba las relaciones personales entre los funcionarios. (Matienzo, 1910, pp. 322-326) Matienzo, quien había sido militante radical en la década de 1890, descubría en los comportamientos de las clases gobernantes la continuidad de una traza común que describiría, una vez más, en su breve ensayo de 1927 dedicado a sopesar el lugar de la Revolución del Parque en la historia constitucional argentina. (Matienzo, 1926, p. 5)

Paralelamente, el énfasis en las limitaciones o carencias “morales” de las elites gobernantes era acompañado de una exaltación de las virtudes nobles del “pueblo” el cual podía ofrecer un rasgo propio (una “sabiduría instintiva”) ante las minorías rapaces que controlaban los mecanismos sociales y de gobierno. Expresión clara de esta corriente que propalaba las voces favorables a una regeneración moral y política serían los trabajos literarios y discurso del maestro rural y dirigente en los iniciales comités radicales de la década de 1890, Pedro P. Palacios (conocido por su popular seudónimo “Almafuerte”), que daría carnadura en sus textos a una “religiosidad plebeya” en la que los elementos populares conducían la tarea de redención política.[7]

Un ensayo de Horacio Oyhanarte (El Hombre) publicado en 1916 continúa algunos aspectos centrales de esta mirada sensible hacia las limitaciones morales de las elites y el rol determinante del pueblo en el proceso de regeneración política. En este extenso trabajo, que tenía un claro propósito de participar de la coyuntura electoral, Oyhanarte subrayó el poder de la ley y la impugnación a ésta encarnada en la vigencia del “régimen”. En este sentido, la revolución como método venía a subsanar un equívoco y restablecer la armonía, la “solidez perfecta entre el hecho y el derecho”. Perseguir un derrotero alternativo implicaba, a los ojos de Oyhanarte, concluir en un resultado inevitable que enfrentaba al “pueblo frente a la oligarquía”. Como la vida “fuera de la normalidad” resultaba inviable, las sociedades se enfrentaban a un dilema de hierro: “someterse o rebelarse”. La reparación argentina debía, entonces, proponerse “rehabilitar al comicio” y dado que la fuerza lo había clausurado no podía sino recurrirse a la fuerza para abrirlo. (Oyhanarte, 1916, p. 121) Recupera entonces y ubica en un lugar central de la tradición política radical a la revolución, que le brinda al movimiento su tono “trascendente” y “espiritualizado”. Rescatar a la nación de los errores y enfrentar los crímenes del régimen significaba restablecer el imperio de la ley que se sostenía, además, sobre principios morales: “Si un gobierno de ley es la moral, una oligarquía por contraposición es la amoralidad”. (Oyhanarte, 1916, p. 276) De manera inevitable (y poco sorpresiva dados los propósitos de la obra) la idea revolucionaria (que era una idea colectiva, la “Revolución Idea”) encontraba naturalmente un apóstol (Hipólito Yrigoyen) y se corporizaba en un liderazgo sin el cual solo el fracaso era posible.[8]

En la mirada de Oyhanarte únicamente una presidencia de Hipólito Yrigoyen podía proveer el brazo “enérgico” (la “diestra de Júpiter”) capaz de contener las turbulencias surgidas de los movimientos pendulares ocasionados por el paso de la “oligarquía cerrada a la vida libre”. La presidencia, por otra parte, debía ser considerada un comienzo, no un punto de llegada. Treinta años de régimen habían provocado cambios fundamentales en la sociabilidad y un nuevo gobierno debería introducir una política de revisión en los hogares, en la vida civil, en la prensa. En una perspectiva que tenía reminiscencias de los principios que guiaran a secciones de los revolucionarios del Parque (la impugnación a la “oligarquía de advenedizos”, la crítica moral al juarismo) Oyhanarte argumentaba que un despotismo de treinta años asociado a la sumisión política, las prebendas, el saqueo del erario, “el servilismo como sistema y el lucro deshonesto como propósito” inevitablemente conducía a la “licencia” en las costumbres y a un relajamiento de la moral. No sorprende, en este sentido, el carácter “amoral” que Oyhanarte asigna a los círculos “oligárquicos” del régimen. Ante este panorama, la reparación no debía restringirse al orden político, sino extenderse “…a todo el conglomerado colectivo, a las instituciones públicas y privadas.” (Oyhanarte, 1916, pp. 274-276)

En un registro similar se ubicaba el ensayo de José Bianco, La doctrina radical, aparecido en 1927. Este libro recuperaba el derrotero del radicalismo desde la oposición a la gestión de gobierno y ofrecía un intento de brindar cierta profundidad teórica al movimiento político al tiempo que hacía un balance de los años en el poder. Bianco ofrecía en su ensayo una defensa detallada de la gestión radical en diversas esferas (relación con los gobiernos provinciales, política social, relaciones internacionales, ferrocarriles, petróleo) pero lo hacía sin dejar de apelar constantemente al recuerdo de la misión primera del radicalismo trazada desde los movimientos revolucionarios de la década de 1890: la regeneración política y el programa de reparación institucional. Los “puntos de partida” y los “conceptos orientadores” buscaban así llamar la atención sobre el peso que el materialismo corruptor y el desorden introducido por el “régimen” desde la década de 1880 habían tenido sobre la depresión de las “energías cívicas”. De acuerdo con Bianco, se debía, en ese sentido, recuperar las aspiraciones populares (el “alma colectiva” era expresión de una “elevada capacidad moral”) y vigorizar el sentimiento moral y nacional para dar una nueva vida a las instituciones y mirar con optimismo el porvenir bajo la guía del “patriotismo”. De esta manera la reparación institucional y el concepto de “moral política” sancionada por la Unión Cívica Radical aparecían como dos cuestiones inseparables. Separarlos significaba enfrentar el riesgo de retroceder a los abusos y prepotencias del “régimen”. (Bianco, 1927, pp. 99, 108 y 112)

La elección “plebiscitaria”, las oligarquías provinciales y el Congreso

Entre el Ochenta y el Centenario una variedad de actores (funcionarios, políticos, periodistas y publicistas) hicieron un uso extenso del término “oligarquía” en sus reflexiones e invectivas dedicadas a analizar, con mirada crítica, las modalidades de la vida electoral e institucional de la república. Si bien la aplicación de este concepto podía advertirse en períodos previos, como hemos visto, la consolidación del PAN en el poder a finales del siglo XIX dio lugar a una multiplicidad de apropiaciones del término que ponían el foco en el rol de las elites dirigentes en el funcionamiento de los mecanismos electorales, en el gobierno de las provincias y en el entramado institucional. El carácter “oligárquico” asignado a un conjunto variado de actores (gobernadores, dirigencias provinciales o nacionales, mayorías parlamentarias, autoridades municipales) que recurrían a una diversidad de herramientas (que iban desde la ingeniería institucional al establecimiento de aceitadas máquinas políticas) sería uno de los núcleos centrales de la crítica reformista o regeneracionista de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. (Botana, 2012) La preocupación por los obstáculos, aparentemente cada vez más importantes, que las facciones y grupos opositores debían enfrentar en los espacios provinciales se advierte en los textos de José Nicolás Matienzo y Rodolfo Rivarola que señalaban, con preocupación, el avance inquietante de “la oligarquizacíon de la política en las provincias”.(Alonso, 2010, p. 34) Los ensayos e intercambios publicados por la Revista Argentina de Ciencias Políticas en el momento del Centenario también recuperan expresiones de un debate más amplio en torno al gobierno representativo, las vinculaciones entre la sociedad y la política y la arbitrariedad del poder. (Roldán, 2006)

Por otra parte, la apelación al vocablo “oligarquía” para describir las características y manera de actuar de las dirigencias (particularmente de las provinciales) se observaba no solamente en el discurso periodístico (tanto en la prensa radical o socialista como en los diarios de mayor circulación como La Nación o La Prensa) sino que también permeaba los informes oficiales de quienes estaban a cargo de intervenciones federales o la correspondencia entre amigos políticos en la que se puntualizaban los obstáculos que enfrentaban las facciones opositoras para acceder a los cuerpos legislativos. En este sentido, no serían únicamente los partidos “nuevos” surgidos en la década de 1890 (el radicalismo o el Partido Socialista) quienes impugnarían el rol de los “gobiernos electores”, la monopolización de los cargos públicos en manos de minorías, el atropello de las libertades políticas o el nepotismo, sino también las expresiones opositoras que, dentro de los márgenes del “orden conservador”, buscaban romper con las “situaciones provinciales” controladas por los oficialismos. A modo de ejemplo, puede mencionarse la petición de un grupo de “vecinos” de Entre Ríos que solicitaba al Congreso la intervención de la provincia en 1900: “Impera en Entre Ríos…el gobierno de familia, el nepotismo, (…); y esto, que implica un privilegio social, se ha consagrado como sistema. Para suprimir todo control en el manejo de la cosa pública se creó violentamente la unanimidad legislativa, llegándose hasta la expulsión del único diputado desafecto a la oligarquía.”[9] Es sabido, además, la relevancia que la grieta advertida entre los mecanismos representativos y la sociedad tendría en variadas recetas y diagnósticos regeneracionistas y reformistas (entre ellas, el “saenzpeñismo”) que en el cambio de siglo alertaron sobre el dominio de los “profesionales de la política” y la industria electoral. (Botana y Gallo, 1997; Castro, 2012) Ese malestar hacia un sistema político con su cuestionable déficit representativo e incapacidad relativa (pero quizás creciente) para ofrecer respuestas dinámicas a las transformaciones sociales y económicas también alimentaba el escepticismo y las críticas en sectores variados (entre ellos sectores terratenientes) hacia las disputas facciosas advertidas en las “oligarquías” políticas. (Halperin Donghi, 2000; Hora, 2009)

El radicalismo en sus diversas formas participó de este clima de denuncia generalizado sobre la oligarquización de la clase gobernante y ofreció no solamente un persistente discurso antioligárquico sino que también construyó estructuras organizativas y solidaridades partidarias sobre las cuales establecer una sólida coalición electoral de alcance nacional con la cual llegó al poder en 1916. Ciertamente, el radicalismo en el poder en la nación y en las provincias quedaría expuesto a las críticas de los opositores (entre ellos, de los socialistas) que acusarían al nuevo oficialismo de remedar las prácticas y políticas de las que había hecho gala la antigua “oligarquía del voto espurio”.[10] Allí donde antes del “plebiscito” de 1916 los socialistas dirigían sus críticas hacia las “camarillas oligárquicas” y la máquina electoral conservadora, en la década de 1920 harían pocos distingos entre los exponentes de la “política criolla”, fueran conservadores o radicales. (Castro, 1996, p. 223) El discurso “antioligárquico” del radicalismo, sin embargo, lejos de caer en el olvido adquirió en la década de 1920 una nueva vitalidad como herramienta para advertir sobre la amenaza posible de las antiguas oligarquías ansiosas de regresar al poder o como mecanismo discursivo para disciplinar disidentes dentro del movimiento radical. Un nuevo escenario trazaba y precisaba las fronteras y alineamientos discursivos, con la prensa radical estableciendo límites claros entre “…las fuerzas electorales más aptas de Sud América para vivir la democracia” (en referencia, obviamente, al radicalismo) y el campo adversario expresado en las columnas críticas repletas de “…calumnias y mentiras que viene desarrollando algunos diarios de tradicionalismo caduco.”[11]

En su ensayo de 1927 José Bianco perseguía el doble propósito de realizar un balance de la primera presidencia radical y de desplegar los principios fundamentales sobre los cuales se asentaban el imaginario político radical, al menos en su versión intransigente. Bianco exhibía una reconocida trayectoria en las filas del radicalismo desde finales del siglo XIX. Como ha argumentado Francisco Reyes, en los años posteriores a la Revolución del Parque una serie de jóvenes profesionales y militantes expresaron y dieron voz propia a una sensibilidad y retórica radical que encarnaba un clima de época extendido entre los jóvenes y en la sociabilidad universitaria, proclive a una regeneración patriótica y moral de la política. Esos militantes con diversas inserciones en el periodismo y en los círculos intelectuales contribuyeron a la instalación de un lenguaje y una fraseología que serían centrales en el ideario radical, apelando a su vez a sectores que iban más allá de quienes ya se identificaban con la “causa”. Bianco ocuparía la cátedra de Historia de las Instituciones Representativas en la Universidad de La Plata pero antes de ello daría muestra de una activa participación en las filas del radicalismo en los años finales del siglo. Se destacaría así como secretario del Comité de la provincia de Buenos Aires, actuaría vinculando a los grupos que formaron parte de la revolución bonaerense de 1893 y se desempeñaría como secretario privado de Bernardo de Irigoyen cuando éste estuvo al frente de la gobernación de Buenos Aires. De regreso en Córdoba completó sus estudios de abogacía y solicitó su ingreso al Ateneo aportando sus textos históricos y literarios como carta de presentación. Sus inquietudes y militancia también lo llevaron a formar parte de la redacción de La Libertad, en donde tendría como compañero a otro joven que construiría una destacada carrera en el radicalismo, Ricardo Caballero. (Reyes, 2022, pp. 84; 89-90) Éste último, en sus escritos del cambio de siglo, interpretaría al período abierto en 1880 como caracterizado por el enfrentamiento entre una “oligarquía” extranjerizante que perseguía una acumulación material opuesta a los intereses nacionales y las mayorías populares, expresión éstas de la sensibilidad democrática argentina. (Caballero, 1929, p. 402)

Como es sabido, ese radicalismo de finales del siglo XIX exhibió una particular preocupación por las características del régimen político y su incidencia sobre las diversas esferas de la vida social y económica. Bianco era parte de esa generación de militantes que transmitieron y contribuyeron a dar forma a concepciones clave en el ideario radical. En este sentido, no sorprende que algunos de estos elementos centrales también se advirtieran en sus textos ensayísticos dirigidos a polemizar en áreas de la vida intelectual en las cuáles identificaba enemigos con características similares a las que percibía en el universo político. Así, tanto después del cambio de siglo como en la década de 1920 Bianco exhibió una particular sensibilidad (comprensible dado que allí ejercía sus tareas docentes) hacia las formas de ejercer el poder de parte de camarillas de profesores que controlaban el gobierno de las universidades. Es decir, las dirigencias universitarias caían, en la concepción de Bianco, dentro de la categoría de aquellas minorías que, haciendo un uso abusivo del poder y recurriendo a los mecanismos habituales del “régimen” político (es decir, nepotismo, prácticas prebendarias y favoritismo hacia un reducido núcleo de amigos políticos) adquirían cierto carácter “oligárquico” y se resistían a un proceso de apertura y democratización de los claustros.

Parte de las protestas estudiantiles relacionadas con el movimiento de reforma de 1918 en Córdoba se referenciaban en una crítica al retraso científico de los claustros o hacia las complejas interrelaciones entre los principios religiosos y científicos en la práctica universitaria. Pero también el debate sobre las características del poder institucional, es decir, “…el carácter familiar y cerrado de los círculos” (Buchbinder, 2010, p. 99) que gobernaban la universidad constituyó una cuestión central en los conflictos del mundo universitario en 1918 y en los años siguientes. Por supuesto, esto aplicaba para el caso cordobés, pero también para La Plata, cuyos círculos de profesores Bianco debió haber conocido muy bien. En este último ámbito universitario la resistencia a los cambios en los estatutos y en las modalidades del gobierno universitario condujo a turbulencias y conflictos internos significativos que expuso a sus presidentes a acusaciones de favorecer la existencia de un régimen “familiar”. No solo su fundador, Joaquín V. González, sino su sucesor (Rodolfo Rivarola) eran identificados como exponentes de un “régimen oligárquico” que se resistía a dejar el modelo paternalista del gobierno universitario e incorporar los beneficios del movimiento reformista: “Cualquiera que sea el significado doctrinario de la reforma implantada en Córdoba y en Buenos Aires, tiene la ventaja indiscutible de impedir la restauración oligárquica en el gobierno de la institución.” (Bianco, 1920, p. 91) En la mirada de Bianco, la ampliación de los actores involucrados en la “república universitaria” (aún a pesar de los escollos generados por las “impaciencias” de los jóvenes) nulificaba las prepotencias personalistas y aflojaba los “resortes oligárquicos”. Los grupos enquistados en el poder, sin gravitación moral y sin la posibilidad de ofrecer una defensa doctrinaria, se atrincheraban en los estatutos y rechazaban la posibilidad de perder sus privilegios. Ante los excesos de entusiasmo de la juventud que asaltaba las prebendas oligárquicas, Bianco alertaba sobre las minorías en el gobierno que buscaban provocar confusión y desarticular la “dinámica progresiva” reformista que procuraba ampliar el número de los actores de la república universitaria. (Bianco, 1920, p. 99)

Como Oyhanarte, también Bianco entendía que el proceso de reparación institucional que era crucial encarar contra el régimen y las camarillas oligárquicas se corporizaba en la persona de Hipólito Yrigoyen que había alcanzado esa condición a partir del triunfo electoral de 1916. Por otra parte, a los ojos de Bianco, no solamente este triunfo “plebiscitario” aportaba legitimidad indiscutible al gobierno radical sino que esa victoria electoral, asociada a un pasado mítico de lucha contra un régimen oligárquico[12], abría las puertas a un proceso de “reparación” que era simultáneamente un punto de llegada pero también el comienzo de una nueva era. En este último sentido, derrotar al antiguo régimen no significaba únicamente la clausura de un estado de cosas sino que ofrecía además toda la potencialidad de una “ruptura fundacional”[13] sobre la cual podía construirse un entramado institucional que expresara la voluntad del pueblo, devolviera a las provincias su autonomía (agobiadas frente a la acción de las “oligarquías provinciales”) y al Congreso su relevancia en el gobierno representativo. Si la historia previa a la llegada al gobierno estaba marcada por la oposición del radicalismo a las oligarquías gobernantes que habían usufructuado las “regalías del poder”, “adueñándose de los destinos del país”, el gobierno del presidente Yrigoyen no podía por lo tanto ubicarse en el mismo plano que las gestiones previas ni ajustarse a los mismos procederes políticos y administrativos. En este sentido, Bianco (parafraseando las declaraciones de Yrigoyen) concluía que las circunstancias y la elección plebiscitaria concedían al gobierno radical características excepcionales: “…no podía ser un gobierno de orden común”. (Bianco, 1927, p. 121)

Dos “fórmulas” posibles, sostenía Bianco, se presentaban al nuevo gobierno para cumplimentar su plan de reparación institucional. La primera aparecía como más ambiciosa (y más conflictiva) y significaba abordar una completa reorganización institucional “…declarando caducas todas las autoridades nacionales y provinciales…” La segunda, diferenciaba la legalidad en el orden nacional de la ausencia de ella entre los poderes provinciales. El Congreso de la Nación había sido renovado parcialmente luego de la sanción de la llamada Ley Sáenz Peña en 1912, por lo cual se sentaban en el recinto parlamentario, observaba Bianco, legisladores llegados como expresión de la voluntad popular: “Disolverlo, habría sido desconocer el origen popular que en parte tenía”. (Bianco, 1927, p. 121) El radicalismo había aceptado la ley electoral y competido en elecciones. La elección “plebiscitaria” de Hipólito Yrigoyen y la aceptación del consecuente mandato presidencial por parte de la UCR significaba una aceptación implícita de la legalidad de los mandatos de los legisladores. Con todo, el caso de los gobernadores y de las situaciones provinciales era analizado en La doctrina radical bajo una luz diferente.

Para Bianco, la vida política en las provincias se encontraba bajo el control de “oligarquías” que eran la expresión, en el orden local y provincial, de la prepotencia, la corrupción y la arbitrariedad. Sin matices, el panorama arrojaba similares resultados en los diversos espacios provinciales: dos o tres familias que dominaban el juego político y usufructuaban sin límites del presupuesto dando forma a todas las “transgresiones morales”, transformando al “nepotismo en una institución.” (Bianco, 1927, p. 129) La reparación institucional y su carga moral positiva encarnada por la doctrina radical se contraponía a la tendencia regresiva del régimen. Se trataba, por lo tanto, de desarticular los resortes en manos de las “castas familiares” y recuperar la autonomía para los pueblos, evitando que hubiera dos “soberanías” distintas, una en el orden nacional y otra en el orden provincial. Urgía, entonces, comenzar el camino de la reparación institucional inmediatamente, evitando tanto la inercia de improbables cambios graduales como la esperable reacción de las clases dirigentes provinciales. Significativamente, Bianco colocaba estas tareas de reparación en sintonía con aquellas que había comenzado Roque Sáenz Peña en la presidencia previa, si bien éste último no había podido avanzar con un programa de intervenciones sucesivas en las provincias. De acuerdo con esta interpretación, Yrigoyen aparecía en su primera presidencia como un heredero de estos trabajos de reconstrucción institucional en los cuales se perseguía recuperar a las provincias sometidas al “régimen oligárquico” y reincorporarlas al régimen constitucional: esas provincias “debían ser intervenidas, porque estaban al margen de la constitución.” (Bianco, 1927, p. 137)

Sin embargo, la reconstrucción de los poderes en las provincias bajo la herramienta constitucional de las intervenciones federales se encontró con el escollo del Congreso, que sería interpretado por el radicalismo en el gobierno como evidencia clara de la resistencia de los restos del antiguo régimen: “Definidas las tendencias antagónicas que existían, exigir al congreso leyes que autorizase la intervención en cada una de las provincias que se hallaban sometidas al régimen, habría sido malograr el esfuerzo reparatorio.” (Bianco, 1927, pp. 132, 138) De acuerdo a esta interpretación, las camarillas oligárquicas se resistían a aceptar la dinámica colectiva expresada en la doctrina radical y, mirando hacia el pasado, obstaculizaban el avance de las mayorías populares.

En los años en torno al Centenario cobró intensidad el debate sobre la naturaleza de las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo e, incluso, sobre la posibilidad de provocar un viraje institucional que condujera a alguna forma de parlamentarismo. Para el núcleo de los intelectuales y profesores que escribían en la Revista Argentina de Ciencias Políticas, la reforma electoral no disipaba en su totalidad las dudas sobre la concreción fallida de la forma republicana representativa al no resolver la cuestión de la arbitrariedad del gobierno y sólo parcialmente proveer de respuestas al déficit de legitimidad del régimen político. Para la revista el diseño institucional debía proporcionar mecanismos que limitaran la autoridad e impidieran un avance aún mayor del poder presidencial. La instauración del Gobierno Representativo debía concretarse bajo la forma del gobierno parlamentario (Roldán, 2006, p. 70) y no a partir de la instauración de una verdad electoral o de la incentivación de la participación popular.

El radicalismo no participaba, en general, de este diagnóstico ni se manifestaba en contra del régimen presidencial. Sostenía que el funcionamiento institucional se restablecería una vez desplazados los “gobiernos electores” y restablecida en toda su dimensión la voluntad popular. (Persello, 2004, p. 88) En este sentido, el radicalismo sí había participado de un cierto ambiente favorable a la crítica de la (falta de) legitimidad de los legisladores (“la oligarquía reinante en el Congreso”, en palabras de Roque Sáenz Peña)[14] y de los vicios de las prácticas parlamentarias, tal como se veían concretadas éstas en los frenos a la acción de los gobiernos nacionales, la relación estrecha de los representantes con las “oligarquías” provinciales o en la escasa productividad del Congreso. (Castro, 2019b) En 1908, por ejemplo, algunos periódicos de “filiación radical intransigente” habían expresado su apoyo a la decisión presidencial de clausurar las sesiones extraordinarias del Congreso y ocupar el recinto parlamentario con fuerzas policiales. En el debate sobre los alcances del “golpe de estado” de 1908 se reconocían una serie de tópicos familiares de la crítica regeneracionista relativos al obstruccionismo parlamentario nacido de la comunión de intereses con las dirigencias provinciales, la carencia de legitimidad electoral de los parlamentarios y la correlación entre las situaciones provinciales y la definición de las agendas legislativas. Rodolfo Rivarola había llamado la atención sobre los crecientes conflictos entre el parlamento y el Ejecutivo en la primera década del siglo. (Rivarola, 1908) La ocupación del Congreso por decisión de José Figueroa Alcorta renovaba los debates sobre la “avanzada presidencial” sobre el Congreso y sobre la urgencia de concluir con el dominio de las “oligarquías parlamentarias”. En ese contexto, varias de las figuras que sostenían la gestión de Figueroa Alcorta (entre ellos Roque Sáenz Peña y Estanislao Zeballos) manifestaron su apoyo a un recetario más radical de medidas que, en algunos casos, incluía la disolución del Congreso y un programa de intervenciones federales generalizado. (Castro, 2019; Castro, 2012) Estos tópicos de discusión cobraron una nueva vigencia con el ascenso de la UCR a la presidencia en 1916.

Los estudios sobre el Congreso durante la república radical han coincidido en señalar las dificultades que encontraron los gobiernos radicales entre 1916 y 1930 en la concreción de una agenda parlamentaria propia. Múltiples obstáculos provenientes del propio universo radical (propenso al surgimiento de fracciones rivales) así como del fragmentado universo conservador durante los años veinte contribuyeron a un mediocre desempeño de las iniciativas legislativas apoyadas desde el Poder Ejecutivo. Se han ensayado una serie de interpretaciones que van desde descripciones detalladas de los apoyos parlamentarios insuficientes a la hora de asegurar la sanción de leyes (por ejemplo, las relativas a las pensiones) a otras que conjeturan sobre una tendencia del radicalismo (sobre todo del yrigoyenista) a ver en la arena legislativa un escenario menor en la vida política y, en ocasiones, contradictoria con una misión más trascendental de regeneración política. (Horowitz, 2008; Mustapic, 1984; Ferrari, 2008) Es indudable que la dinámica parlamentaria se vio seriamente comprometida en este período por los conflictos internos de los partidos, las dificultades para sostener alguna cohesión de los bloques parlamentarios que permaneciera en el tiempo y la denegación mutua de legitimidad que solía permear la práctica legislativa. Para los radicales, los conservadores sólo representaban remanentes de un régimen político (restos de una “casta gobernante”) que caminaba irremediablemente hacia el ocaso, a pesar de retener aún alguna influencia en la política de algunas provincias. Por su parte, los conservadores cuestionaban las trayectorias de los dirigentes radicales en su ascenso a posiciones electivas y de gestión, sostenidas (argumentaban) sobre una militancia previa antes que en la capacidad y en la posesión de ciertos saberes específicos. (Persello, 2004, p. 105; Cantón, 1966) Por otra parte, los opositores políticos rechazarían decididamente la caracterización que hacía el radicalismo gobernante de las prácticas legislativas y de los intereses representados en el Congreso (el parlamento como expresión de un “régimen” que se resistía a desaparecer) y harían un uso repetido del recinto parlamentario para exteriorizar sus protestas contra lo que interpretaban era un vaciamiento de las atribuciones del Poder Legislativo. No sería solamente la impugnación de los procedimientos legislativos lo que provocaría la ira de los opositores sino también la astucia de los presidentes radicales (tanto Hipólito Yrigoyen como Marcelo T. de Alvear) para encontrar vías alternativas para desarrollar políticas (por ejemplo, en el campo fiscal) sin pasar por el Congreso. (Gerchunoff, 2016, p. 203)

Son conocidos los motivos de conflicto recurrentes que enfrentaron al Ejecutivo con el Poder Legislativo durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen: su resistencia a asistir a las sesiones de apertura del Congreso; la controversia sobre las facultades de la Cámara para interpelar a los ministros del Gobierno (las disputas sobre la interpretación del artículo 63 de la Constitución Nacional); la laxa amplitud con que el Ejecutivo decidía intervenir a las provincias durante el receso parlamentario.(Persello, 2000a, p. 78) Quienes simpatizaban con el presidente Yrigoyen interpretaban estos y otros conflictos relativos a la agenda legislativa del Ejecutivo a la luz de aquella narrativa que giraba alrededor del concepto de la reparación institucional. En Mi vida y mi doctrina, Yrigoyen trazaba esta línea de análisis que enfrentaba a la “regeneración” con las “oligarquías” las cuales, en caso de disfrutar de los resortes del poder en sus manos, pondrían en marcha un movimiento decidido de “regresión”. (Yrigoyen, 1987 (1923), p. 195) Coincidiendo con esta mirada, para Bianco la elección plebiscitaria del presidente significaba un paso decisivo en la derrota de la “oligarquía feudal” que, enfrentada a la voluntad popular y sostenida en el control de algunas situaciones provinciales y bancas parlamentarias, resistía el desalojo de sus posiciones. En palabras de José Bianco: “…el Congreso era el exponente más significativo del régimen. (…) La oligarquía, desplazada en las esferas oficiales, pretendía en el Congreso menoscabar la representación pública en la persona del Presidente Irigoyen (SIC)”. Allí donde los parlamentarios opositores (incluidos socialistas, demócrata progresistas y radicales genéricamente antipersonalistas) veían con preocupación amenazas a los fueros parlamentarios y una disminución de las atribuciones del Congreso, el radicalismo en el gobierno veía a la ineficiencia parlamentaria como un resultado lógico de la resistencia del “régimen” a la marcha incontenible del proceso de reparación institucional. Inevitablemente, lo que para algunos era la defensa de la tribuna parlamentaria para otros no expresaba más que la resistencia de camarillas oligárquicas que, amparadas en los fueros parlamentarios, convertían “…la libertad en licencia, el privilegio en dictadura, la inviolabilidad en prepotencia.” (Bianco, 1927, p. 410)

Idealmente, entonces, el programa de reparación institucional llevaría a una transformación completa de la lógica de los “gobiernos electores”, terminando con los jardines secretos a los que accedían presidentes, gobernadores y legisladores durante el “régimen” y reformulando la función de las intervenciones federales que dejarían de ser procedimientos de disciplinamiento de las oligarquías provinciales. La irrupción de la UCR y la concreción de la soberanía popular brindaría una vitalidad nueva a la vida de la democracia, lejos de las imposiciones oficiales. A pesar de los temores de quienes frecuentaban los “centros aristocráticos”, “las tormentas del comité y el vendaval de las asambleas” expresaban toda la intensidad de las contiendas democráticas. (Bianco, 1927, p. 479) En este sentido, esta mirada positiva de los beneficios de la vida interna de los partidos políticos como herramienta que evitara el control exclusivo de las decisiones en manos de notables o grupos reducidos expresaba puntos en común con las reflexiones de algunos publicistas de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, favorables a la organización de partidos orgánicos y permanentes. Así, para Francisco Barroetaveña una estructura partidaria representativa funcionaría como un antídoto frente a camarillas que se comportaban discrecionalmente de manera dictatorial u oligárquica.[15] Con todo, y pese a las expectativas y esperanzas reformistas en los años previos al Centenario, las prácticas internas de los partidos fueron resistentes a los cambios esperados y la institucionalización partidaria estuvo lejos de alcanzar los niveles deseados. Como la historiografía política de las últimas décadas ha demostrado, el panorama que emergió luego de la sanción de la ley Sáenz Peña y del ascenso del radicalismo a la presidencia fue considerablemente más complejo y divergente, en parte, de aquellas esperanzas reformistas. (Devoto, Ferrari y Melón Pirro, 1997) En contraposición a aquellas expectativas reformistas, una mirada escéptica hacia la experiencia de la “democracia de partidos” de la república radical y hacia las características de las instituciones representativas llevaron a algunos ensayistas y activistas a realizar fuertes cuestionamientos hacia las bondades de la “república verdadera” y alimentaron una crítica desde grupos nacionalistas de derecha hacia la “casta oligárquica” (las “oligarquías de comité” de las que hablaría Ernesto Palacio) que habrían sostenido, de acuerdo con esta visión, el dominio de los políticos profesionales gracias al control de los mecanismos internos partidarios y de los recursos electorales.[16]

Comentarios finales

Las apropiaciones del término “oligarquía” no se agotaron ciertamente ni en su dimensión “moral” ni en su dimensión “política” y su introducción en los dispositivos discursivos abandonó, a veces fácilmente, el escenario ideal asignado a la concreción de la soberanía popular. En principio, funcionó también para disciplinar (o individualizar) a quienes protagonizaban “desgarramientos y apostasías”, es decir los “traidores”, tanto en la prensa como en la tribuna parlamentaria. Como el periódico radical La Calle iba a consignar en setiembre de 1929, en un contexto de profundos antagonismos, la “actitud combativa” no se debía reservar únicamente para los “oligarcas” sino también dirigirla hacia quienes se convertían en instrumentos del régimen.[17] Al decir de Hipólito Yrigoyen, en los enfrentamientos entre personalistas y antipersonalistas, quedaban individualizados los “oligarcas de boina blanca”. (Clementi, 1987, p. 30) Significativamente, las disputas internas de los radicales a nivel nacional y en las provincias en torno a la herencia y a la identidad política podían ubicarlos en campos enfrentados pero, en algunos casos, esas múltiples fracciones del universo radical no abandonarían– y a pesar del repudio al liderazgo yrigoyenista, por ejemplo, en el lencinismo y el cantonismo- la dicotomía discursiva entre “pueblo” y “oligarquía” como elementos centrales del “obrerismo” yrigoyenista. (Persello, 2011)

La historia de las apropiaciones y utilizaciones del término “oligarquía” desde finales del siglo XIX remitía frecuentemente a un sustrato compartido de crítica hacia minorías que, con diferentes características y conformación, mantendrían una posición de privilegio en la vida social y/o política y controlarían recursos que les garantizaba un acceso desigual a beneficios de distinta naturaleza. Estas miradas críticas solían pertenecer a grupos, facciones y actores que, fuera del poder o en una posición de relativa subordinación, sostenían la necesidad de adoptar programas regeneracionistas o reformistas que dieran forma a un ordenamiento más abierto y democrático. El radicalismo en el poder, sin embargo, no abandonó el discurso “antioligárquico” de las décadas previas y, si bien se observaría una reformulación, esta se dirigió a proveer de argumentos a la política presidencial en sus conflictos con las “situaciones provinciales” y el Congreso. En este sentido, 1916 no sería interpretado como un punto de llegada ni de clausura sino como un paso trascendental en el proceso de reparación institucional, una “ruptura fundacional” que, con la concreción de la voluntad del pueblo, pusiera un punto final al dominio de las “oligarquías provinciales” y de las camarillas que alejaban al parlamento de las mayorías populares. Partícipe de un clima regeneracionista más amplio que cuestionaba a los gobiernos provinciales y a las prácticas parlamentarias, la llegada del radicalismo al poder sería acompañada de una actitud escéptica y de rechazo hacia un entramado institucional que se interpretaba como fundamentalmente colonizado por restos del “régimen”, opuestos al avance democratizador expresado en la elección “plebiscitaria” de 1916. Éste era, sin dudas, un radicalismo más predispuesto a una misión reparadora de las instituciones que a aceptar las variantes de la deliberación legislativa con los restos del “antiguo régimen” y a encontrar salidas negociadas a posibles conflictos entre los poderes. Una postura (la del gobierno de Marcelo T. de Alvear) de mayor predisposición hacia la esfera propia de acción del Congreso y, en principio con mayores posibilidades de alcanzar un consenso amplio sobre la agenda legislativa, no lograría, sin embargo, sacar de su inoperancia al ámbito parlamentario que se destacaría más como caja de resonancia de los conflictos facciosos y como espacio de consolidación de identidades políticas que como una efectiva máquina de legislar.

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Notas

[1] La frase surge del ensayo de José Bianco (1929, p. 131) Este artículo forma parte de una investigación mayor sobre los usos y apropiaciones del término “oligarquía” en la Argentina entre la década de 1880 y 1930. Martín O. Castro, “Oligarquía”, a publicarse en Francisco Reyes, Natacha Bacolla y Laura Cucchi (eds.), Términos políticos fundamentales. Katz editores. Una primera versión de este trabajo fue presentada en las Jornadas de la Academia Nacional de Historia “La Argentina hace un siglo. Política, economía, sociedad e historia”, 14 y 15 de setiembre de 2023. Agradezco los comentarios de Roy Hora, Ana Virginia Persello y María Sáez Quesada.
[2] Como ejemplos de esta renovación historiográfica pueden mencionarse Halperin Donghi (2007); Hora (2005); Losada, (2008); dossier sobre “Las elites argentinas entre 1850 y 1910” coordinado por Paz (2007) y Bragoni, Míguez y Paz (2023).
[3] Sobre la prensa política en el período véase Duncan, (1981); Alonso (2003); Rojkind (2012)
[4] “Al entrar en combate”, El Argentino, 1 de julio de 1890.
[5] Leandro N. Alem a Agustín Álvarez, presidente del Club Unión Cívica, 12 de agosto de 1890, en Alem (1914, p. 46)
[6] “Manifiesto de la Unión Cívica Radical, Hipólito Yrigoyen”, 4 de febrero de 1905, citado en Bianco (1927, p. 77).
[7] Sobre Almafuerte, su trayectoria y el concepto de “religiosidad plebeya” veáse Reyes, (2022, pp. 81-82). Véase también el Discurso político de Almafuerte, 1914, citado en Halperin Donghi (2000, p. 276).
[8] Sobre el rol de este libro en la construcción del liderazgo mesiánico yrigoyenista véase Halperin Donghi (2000) y Padoan (2002).
[9] “Vecinos de Entre Ríos solicitan que el Poder Federal intervenga en la provincia”, 16/5/1900, Archivo Cámara de Diputados de la Nación, Expedientes, https://apym.hcdn.gob.ar/uploads/expedientes/pdf/36-p-1900.pdf
[10] Véase el discurso de Juan B. Justo, Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, 27 de setiembre de 1920, citado en Halperin Donghi (2000, p. 548)
[11] La Época, 2 de marzo de 1918.
[12] Un pasado sostenido sobre mártires y revoluciones. Véase Reyes (2022) y Reyes y Valdez (2021).
[13] Sobre este concepto véase Gerardo Aboy Carlés (2005, p. 132)
[14] Carta de Roque Sáenz Peña a José Figueroa Alcorta, París, 20 de agosto de 1907, en Fondo Roque Sáenz Peña, Academia Nacional de Historia, caja 21.
[15] Véase, en este sentido, sus posiciones con respecto a la discusión de la carta orgánica de la Unión Cívica en 1890. (Persello, 2000b, p. 251)
[16] Ernesto Palacio, “Oligarquías de comité”, La Nueva República, 7 de octubre de 1931.
[17] La Calle, 5 de julio de 1929, citado en González Alemán, (2021, p. 22)
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