Dossier: Enfermedad y salud en la Argentina

Saberes expertos y profanos en torno a las epidemias de fiebre amarilla y cólera en Buenos Aires (1867-1871)

Maximiliano Ricardo Fiquepron
Universidad Nacional de General Sarmiento, Argentina

Saberes expertos y profanos en torno a las epidemias de fiebre amarilla y cólera en Buenos Aires (1867-1871)

Investigaciones y Ensayos, vol. 66, 2018

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina

Recepción: 15 Mayo 2018

Aprobación: 28 Mayo 2018

Resumen: A mediados del siglo XIX, los médicos diplomados constituían una profesión cuyo campo de saberes era ampliamente compartido con otros. Curanderos, matronas, herboristas, vendedores ambulantes, homeópatas y farmacéuticos ofrecían en distinto grado e incidencia un repertorio diverso de saberes y prácticas para curar las dolencias, y, en líneas generales, eran más aceptados por la comunidad que los recetados por los médicos profesionales. Sin embargo, esta convivencia relativamente pacífica entre dos esferas del campo de la salud, se modificaba en períodos epidémicos. La medicina profesional era seleccionada por las autoridades como la vía exclusiva para detectar y tratar a los casos enfermos, al mismo tiempo que para proveer certificados de defunción y tomar medidas como el cierre de establecimientos públicos (entre muchas otras actividades), otorgándole mayor visibilidad y poder por sobre otras prácticas. Sin embargo, a la par de este un lugar privilegiado, todo un cuerpo de saberes y prácticas populares desafiaba este saber diplomado, generando caminos alternativos para curar a los porteños enfermos.

Palabras clave: Saberes médicos – Epidemias – Siglo XIX – Buenos Aires.

Abstract: In the middle of the XIX century, the physicians constituted a profession whose field of knowledge was widely shared with others. Empirics, midwives, herbalists, quacks, homeopaths and pharmacists offered a different repertoire of knowledge and practices to cure the ailments and, in general, they were more accepted by the community than those prescribed by professional doctors. However, this relatively peaceful coexistence between two spheres of the health field was modified in epidemic periods. Professional medicine was selected by the authorities as the exclusive way to detect and treat sick cases, at the same time as providing death certificates, taking measures such as the closure of public places, among other activities, giving it greater visibility and power. This choice gave professional doctors a privileged place, however, along with them a whole body of knowledge and popular practices challenged this knowledge, creating alternative paths to healing the sick people of Buenos Aires.

Keywords: Medical knowledge – Epidemics – 19th Century – Buenos Aires.

INTRODUCCIÓN

En su número del 8 de octubre de 1871, la Revista Médico Quirúrgica, una publicación surgida en 1864 que nucleaba a una parte significativa de los médicos bonaerenses, exponía un largo artículo sobre la ingrata labor de los médicos, tanto durante las epidemias como en su vida cotidiana:

El médico del pueblo es el criado de todo el pueblo, es el responsable de todas las muertes y desgracias que ocurren en su jurisdicción, y está siempre a merced de todos, desde el alcalde hasta la tía Lenteja, que tiene noventa años, y la sacan todos los días en un esportón al sol. Si el enfermo se muere, la culpa es del médico, y si recobra la salud, se debe a los sinapismos de harina de almortas que le puso la tía Lenteja, y a una estampa de San Roque que le puso el tío Dengue sobre la cama [2].

Toda la nota era una crítica a esa “medicina casera” que obstaculizaba el ejercicio de los profesionales, así como también al mercado de productos de dudosa procedencia y eficacia que circulaba por la ciudad y los pueblos circundantes de Buenos Aires. Al mismo tiempo, exaltaba valores que profesaban los médicos como la abnegación, el sacrificio y la caridad. El médico, “ha de practicar siempre aquel divino precepto que nos manda a amar al prójimo como a nosotros mismos, y aún ha de amar mucho más al prójimo que a sí mismo” [3]. Todas estas apreciaciones aún resonaban con fuerza en la opinión pública y también dentro del campo médico, ya que para entonces hacía escasos meses que había finalizado la epidemia más mortífera por la que la ciudad había atravesado: alrededor de catorce mil defunciones, que sumados a los convalecientes, huérfanos y menesterosos dejaban un saldo luctuoso. Si bien Buenos Aires poseía una larga convivencia con epidemias y enfermedades como la viruela y el sarampión [4], a mediados del siglo XIX esta relación se modificará profundamente con la llegada de dos de las enfermedades más agresivas del siglo: el cólera y la fiebre amarilla. Extendiéndose no sólo en la ciudad y sus pueblos vecinos, sino en toda la campaña bonaerense y las provincias argentinas, estas enfermedades produjeron no sólo altos índices de mortalidad, sino también repercusiones sociales e incluso políticas debido a la confluencia de múltiples elementos [5].

Ambas epidemias generaron múltiples narrativas, prácticas y representaciones sobre la salud y la enfermedad en la sociedad porteña, pero en este artículo nos centraremos con mayor detenimiento en aquellos que circularon dentro del campo médico profesional. El motivo es parte del desafío de comprender no sólo con qué herramientas teóricas los médicos diplomados se enfrentaron a la fiebre amarilla y el cólera, sino también tratar de develar con qué otros recursos (además de sus conocimientos técnicos) contó este grupo de profesionales para poder llevar adelante sus iniciativas, en un contexto marcado por la crisis.

Este desafío entre los saberes expertos y los profanos es el tema principal de nuestro artículo. Al caos producido por enfermedades que dejaban centenares de muertos y enfermos diarios y que paralizaban toda la vida en la comunidad que acontecían, para entonces los médicos diplomados debían enfrentarse con otro problema estructural: eran una profesión con un campo de saberes ampliamente compartido (y en ocasiones también disputado) con otros. Curanderos, matronas, herboristas, vendedores ambulantes, homeópatas y farmacéuticos ofrecían en distinto grado e incidencia un repertorio diverso de saberes y prácticas para curar las dolencias, y, en líneas generales, eran más aceptados por la comunidad que los recetados por sus competidores profesionales [6]. En este panorama, la clientela habitual del médico eran las familias e individuos provenientes de su grupo social más inmediato, usualmente miembros destacados de las elites citadinas de Argentina, principalmente en las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, donde se nucleaba el porcentaje más elevado de la oferta profesional [7]. Como señala Ricardo González Leandri, médicos y curanderos frecuentaban ámbitos distintos, generándose a su alrededor mercados diferenciados y paralelos con escasas zonas de contacto: en las zonas populares, sucedía lo mismo que en las altas esferas sociales, a la gente le gustaba ser atendida por sus pares [8]. Esta cercanía social entre paciente y profesional se traducía también en las ofertas terapéuticas. Los médicos diplomados eran conscientes de que su saber se ofrecía en un mercado de compradores-consumidores tentados por otras ofertas terapéuticas, y con márgenes relativamente amplios de autonomía para decidir cuál medicina adquirir [9]. Así, las razones por las cuales se escogía entre un tratamiento u otro se explicaban más por prácticas consuetudinarias que por ventajas objetivas o “científicas” del producto o tratamiento. La recomendación y el prestigio personal eran determinantes tanto en el campo médico profesional como para el abigarrado campo de las artes de curar “profanas”. En este último, el médico era más bien un extraño [10].

Este panorama usual se trastocaba con la llegada de las epidemias. Ante la crisis, se debían tomar medidas urgentes para diagnosticar si los casos ocurridos eran o no de fiebre amarilla o cólera, cuidar a los enfermos y, llegado el caso, enterrar a los difuntos. Además, las epidemias producían desabastecimientos de productos básicos (alimentos, vivienda, vestimenta) para toda una franja de la población que quedaba desprovista de su red de familiares y allegados debido a la muerte masiva. En todas estas esferas, y también en otras, el estado municipal y provincial debía tomar cursos de acción. Y allí tuvieron un lugar privilegiado los médicos, considerados profesionales con un saber experto calificado para diagnosticar los casos, tratar a los enfermos y certificar las defunciones producidas. Su ingreso en las capas de la sociedad más bajas producía multiplicidad de respuestas sociales, dado que en líneas generales estas capas eran refractarias a los saberes profesionales. De manera que los saberes expertos tenían un desafío para poder hacer llegar su visión de la salud y la enfermedad al mundo de los saberes profanos.

Puede, a primera vista, parecer anacrónico el uso de la categoría de “saberes expertos” en un período marcado por tantas precariedades y heterogeneidad en la formación de la disciplina médica. Sin embargo, la medicina ya contaba para entonces con el reconocimiento por parte del cuerpo social y sobre todo del estado, al cual los médicos abogaban para que les conceda derecho exclusivo para desempeñar ciertas tareas, para reclutar y educar a sus miembros, para dar órdenes a otras ocupaciones y para definir en qué consistirá su trabajo [11]. Las batallas por hegemonizar ese campo de saberes se daban de múltiples formas, pero una de las más emblemáticas consistía en convencer a los gobiernos de la superior competencia de los médicos diplomados, quienes impulsaban medidas como imponer certificados de idoneidad, prohibir la circulación de saberes alternativos, y conformar una educación reglamentada obligatoria para practicar la profesión. Estos requisitos, que tras los primeros intentos rivadavianos prácticamente habían caído en el descrédito, fueron restablecidos luego de la caída del gobierno de Juan Manuel de Rosas, mediante un acto político que creaba también un nuevo actor social: el elenco de catedráticos dirigentes de la Facultad de Medicina, o como lo llamará Ricardo González Leandri, la “elite de la elite” [12]. De esta manera, para mediados del siglo XIX, el campo médico definía desde hacía varias décadas una serie de procedimientos y formas de validación del conocimiento que operaban para delimitar un adentro y un afuera del campo médico, además de conseguir la validación externa proveniente del estado. Esta frontera era siempre permeable, pero ya en el siglo XIX es posible encontrar exclusas y procedimientos que custodiaban los límites entre los saberes profesionales y todos los otros.

A contraluz de ese campo, se vislumbra otro, el de los saberes no profesionalizados, que he preferido llamar profanos, siguiendo una línea muy fértil de estudios sociales que han investigado el crecimiento de áreas, temáticas y objetivos tanto desde el estado como desde las distintas profesiones, forjándose una relación fructífera entre los saberes profesionales, las instituciones del estado y la sociedad en general [13]. En este proceso, los conceptos de “experto” y su contrapartida, el “profano”, han sido utilizados para explorar las múltiples representaciones y concepciones sobre las políticas públicas, evidenciando que la discusión y difusión de estas problemáticas no estuvo circunscripta sólo a los ámbitos académicos y estatales [14]. Si bien todos ellos tienen una periodicidad posterior (inicios del siglo XX), creo que el fenómeno puede ser trasladable a la esfera de los saberes profesionales, las políticas públicas, y las respuestas sociales vinculadas a la salud a mediados del siglo XIX [15]. En otras palabras, si bien ya existen otros conceptos con el cual pensar ese conglomerado heterogéneo de saberes y prácticas en torno a la salud que conocía la población y eran alternativos a la medicina diplomada (como el concepto de “saberes populares”), el concepto de “saberes profanos” está más en concordancia con la valoración que el propio estado (en cualquiera de sus dependencias: nacional, provincial, municipal) hacía de él, y creemos que este enfoque es central para comprender mejor el proceso de consolidación de la medicina profesional como hegemónica en el transcurso del siglo XIX.

En síntesis, el objetivo de este artículo no es una revisión de todos y cada uno de los saberes e ideas asociadas con la salud y la enfermedad durante las epidemias más mortíferas que atravesó la ciudad de Buenos Aires en el siglo XIX, sino que propondremos examinar en detalle los saberes y técnicas del campo médico profesional y sus diversas formas de hacerse un lugar de autoridad en una sociedad donde el consejo del médico profesional era inusual. En simultáneo buscaremos indagar, a contraluz de ese campo médico, el heterogéneo mundo de los saberes profanos, que no recibía pasivamente las instrucciones sanitarias de los médicos diplomados, sino que poseía prácticas y saberes autónomos del control médico.

Para ello hemos utilizado un corpus de fuentes compuesto principalmente por publicaciones especializadas como la Revista Médico Quirúrgica y las tesis doctorales en medicina de ese período, disponibles en la biblioteca de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. También hemos consultado publicaciones que circularon en la prensa periódica (La Nación, La República, La Tribuna, El Nacional) durante ambas epidemias. En cuanto a la organización del artículo, en el primer apartado nos centraremos en explorar los saberes profesionales y sus características, así como las ofertas profanas que circulaban junto a las expertas; en un segundo apartado nos enfocaremos en las medidas tomadas desde el estado provincial y municipal, que tuvieron a los médicos como especialistas clave a la hora de tomar decisiones. Estas modificaran prácticas y hábitos de la población, algunos de ellos esenciales en su vida social y cultural.

SABERES ESPECÍFICOS

Aun con escasa incidencia en la población y una notoria desventaja ante la amplia oferta de saberes alternativos, la medicina profesional avanzaba no sólo en la búsqueda de métodos y tratamientos sino también ampliando su esfera de influencia en la sociedad. Luego de la caída del gobierno de Juan Manuel de Rosas, se habían conseguido apoyos significativos en este sentido. El Estado de la provincia de Buenos Aires, a través de una serie de decretos, creó instituciones que delineaban funciones y actividades de la profesión, al mismo tiempo que se modernizaron los planes de estudios de algunas de las disciplinas: la Facultad de Medicina, la Academia de Medicina, y el Consejo de Higiene Pública [16]. Aquí nos interesa destacar particularmente este último, quien desde un primer momento tuvo una doble faz de intervención. La primera consistía en el control de la política sanitaria, definiendo los cursos de acción y medidas que debían tomarse ante ciertas enfermedades y epidemias que afectaran a toda la provincia. La segunda tarea consistía en vigilar el funcionamiento de la propia profesión, delineando el área de incumbencia de la medicina profesional, con la intención de eliminar las heterodoxias que pusieran en peligro la identidad “de cuerpo” de la elite médica. Ninguna de estas actividades estaba exenta de inconvenientes. En primer lugar porque no estaban claras las atribuciones y límites que el Consejo poseía sobre otras dependencias, como las del estado nacional y el ejército. El puerto de Buenos Aires, por ejemplo, poseía una Junta de Sanidad que respondía al Ministerio de Guerra y Marina, lo que generaba superposiciones y desinteligencias en cuanto a las formas de proceder y obedecer directivas higiénicas. En segundo lugar, su actuación concreta generaba debates entre las posturas que defendían una incumbencia médica amplia y variada y aquellos otros que abogaban por acciones más selectivas y específicas, sobre todo en la cuestión de los cordones sanitarios y las cuarentenas, que obligaban a retardar los tiempos de navegación y circulación de bienes y población en los principales puertos del país. Sin embargo, si bien durante este período el Consejo de Higiene Pública atravesó por crisis recurrentes y tuvo serias dificultades para cumplir con sus objetivos, el lugar institucional que se logró fue entendido por los médicos como una posibilidad inigualable para fortalecer su profesión [17].

En paralelo a estos logros institucionales, circulaban dentro de las aulas universitarias desde la década de 1840 nociones y teorías provenientes de centros de producción del conocimiento europeos, fundamentalmente Francia. Imbuidos por la Idéologie, una corriente filosófica que proponía reducir todo el conocimiento humano a las impresiones sensitivas, referentes locales como Diego Alcorta sostenían que lo primero en estudiarse debía ser el aspecto físico del hombre: identificar las partes del cuerpo y su organización, como así también determinar el funcionamiento de los distintos órganos porque son ellos los que generan nuestros sentidos [18]. Esta medicina pretendía conocer al hombre en su integridad, y se preguntaba no sólo sobre aspectos fisiológicos básicos (composición de tejidos, interacción de órganos) sino también sobre las relaciones entre lo físico y lo moral (entendiendo este último dentro de la categoría actual de psiquis). En lugar de hacer que uno dependa del otro, como proponían las corrientes filosóficas animistas y sensualistas, los ideólogos concebían las relaciones en términos de interdependencia y reciprocidad. Considerado a largo plazo, la idéologie constituye la primera reflexión sobre el funcionamiento de la psique y sus efectos sobre el organismo, una primera etapa de una filiación larga y fecunda de estudios e investigaciones [19].

El principal aporte práctico que estas teorías proponían era un ferviente apoyo al método de observación clínica, derivado –nuevamente– del estilo francés. La importancia de la observación como método de diagnóstico y curación en el tratamiento de las enfermedades buscaba con énfasis precisar, anotar, registrar, día a día, los cambios de la enfermedad en el cuerpo del paciente y diagnosticar sus causas a través de los síntomas observados en los músculos, venas y tejidos: es decir, las ramificaciones más externas de los órganos internos [20]. En su tesis doctoral sobre la fiebre amarilla, Miguel Echegaray, quien se desempeñó en la Comisión parroquial de San Telmo durante la epidemia de 1871, realizaba una caracterización de los síntomas de uno de los pacientes de la siguiente manera:

[…] Los vómitos persisten y la menor cantidad de sustancia ingerida los provoca, unas veces son acuosos, o mezclado con lo que han tomado, otros son biliosos o ligeramente teñidos y contienen en suspensión una sustancia filamentosa o coposa; cuando se repiten con frecuencia van tomando un color más oscuro, hasta hacerse muy semejantes al pozo de café o al hollín desleído; cuando aparecen deyecciones estas toman el mismo color de los vómitos. La capa de la lengua es más espesa y toma un color amarillento oscuro o sucio. La ictericia se hace más manifiesta. La orina es escasa, oscura y cuando se mueve en el vaso parece que se adhiere a sus paredes. […] los enfermos exhalan un olor nauseabundo. Cuando llega a este caso el paciente es víctima de un hipo pertinaz que acelera las horas de su existencia [21].

En sus descripciones, es frecuente un léxico técnico (se utilizan palabras como epístasis, equimosis, hematémesis, entre otros términos) pero por momentos también predominan en estos escritos médicos largos pasajes de un lenguaje desprovisto de conceptos técnicos, más volcado a narrar un evento que a su análisis médico. En 1867, el médico uruguayo Juan Golfarini, que se hallaba prestando sus servicios en las filas del ejército argentino en Paraguay, reflexionaba sobre el cólera de la siguiente manera:

He aquí que tenemos delante de nuestros ojos asombrados, uno de tantos desgraciados en quien la terrible enfermedad ha hundido sus uñas aceradas. En las bascas de su agonía, en los espasmos del dolor, el infeliz dirige suplicante, su débil y vaga mirada al médico, que de pie junto a su lecho mortuorio, tortura su pensamiento en busca de la salud para aquel, que en su crédula sencillez lo contempla engañado como una fuente de vida. ¿Qué nos dice la ciencia, qué filtro mágico nos aconseja para cortar los diamantinos lazos que atan con nudo gordiano a este Prometeo encadenado sobre una roca inmóvil, y para matar el buitre hambriento que encarnizado se ceba en sus desgraciadas entrañas? ¿Qué elixir nos brinda para apagar los ayes, los clamores y dolientes quejas del dolor? [22]

A pesar de estas licencias literarias en los escritos médicos, que abundan en las tesis y artículos especializados, la descripción detallada de síntomas era uno de los puntos esenciales para otorgar las credenciales necesarias que diferencien expertos de profanos. En revistas especializadas y en las tesis enfocadas a intentar develar los misterios de la fiebre amarilla y el cólera, son abundantes las referencias a esta metodología. Veamos algunas.

Durante ambas epidemias, en la Revista Médico Quirúrgica se publicaron notas de periódicos extranjeros y compilaciones de encuentros internacionales en donde se desarrollaban los métodos, tratamientos e hipótesis más aceptadas en torno a la generación y contagio de la fiebre amarilla y el cólera. Para el caso de esta última, durante todo el año de 1867 se publicaron resultados de investigaciones en la Academia de Ciencias de París [23], así como una selección de los documentos de la Conferencia Sanitaria Internacional realizada en Constantinopla dos años antes, “relativas al origen, a la endemicidad, a la transmisibilidad y a la propagación del cólera” [24], entre muchas otras publicaciones. El cólera tuvo una fuerte presencia en el escenario bélico del Paraguay, de allí se publicaron una selección de “cartas del Ejército Brasilero desplegado en Humaitá” [25], y extensos trabajos de médicos que se hallaban prestando sus servicios en las filas del ejército argentino, como Pedro Mallo y el mencionado Golfarini [26]. Durante la fiebre amarilla también se publicaron artículos similares. Tuvo particular extensión una serie de notas extraídas del periódico El Siglo de España, sobre epidemias ocurrida en Cuba y en ciudades de España como Barcelona, Alicante y Valencia [27].

¿Qué podemos extraer de todas ellas? En primer lugar, su rasgo más obvio no es menos importante: su carácter de documento especializado y validado por la comunidad científica internacional. Es destacada la alusión a referentes mundiales del tema, y en todas las notas se hace referencia directa a que los autores son distinguidos en el conocimiento y curación del “cóleramorbus” o la fiebre amarilla. La sapiencia y experiencia en el tema puede constatarse en la correspondencia que envió a la revista el cónsul británico Thomas Hutchinson, durante el cólera en la ciudad de Rosario. Allí hace manifiesta su experiencia en otras epidemias ocurridas en Inglaterra, Irlanda y Francia, donde fue “médico de pobres en varias de ellas”, y comenta su opinión luego de visitar el lazareto de la ciudad, determinando que “el cólera que existe aquí no debe alarmar aún a los más timoratos”. Estableció además que esta no era una enfermedad contagiosa “como lo es la fiebre amarilla y las viruelas” y sugería tratar a los enfermos con una “cataplasma de aguarrás aplicada al estómago, junto con buen abrigo para el cuerpo, y pequeñas dosis de coñac y amoníaco” [28].

En segundo lugar, todas las publicaciones y tesis buscaban elucidar las formas de contagio y prevención, en un debate académico centrado desde hacía varias décadas entre dos posturas: la contagionista y la anticontagionista. La primera de ellas proponía que existía un material infeccioso que ocasionaba la enfermedad. Las hipótesis sobre las características de este componente contagioso oscilaban entre una sustancia química o una entidad viviente, aunque ninguno podía pasar más allá de la especulación hipotética. John Snow, uno de los principales líderes del movimiento higienista mundial definía para mediados del siglo XIX a esta entidad como “animálculos”, sin poder explicar las características de este ser vivo, ni las formas de transmisión, aunque se proponían como principales modos de contagio el contacto directo con una persona enferma y los objetos con los que ésta había tenido contacto. Sin embargo, es importante recordar que hasta la década de 1890, el contagionismo fue muy resistido dentro de la comunidad médica internacional, y fue más el punto de vista de los sectores populares, que de la élite médica. Por su parte, el anticontagionismo dominaba en los principales centros de producción científica internacionales. Para esta postura, cuyo mayor exponente fue el alemán Max Von Pettenkofer, el modelo contagionista no podía explicar por qué aparecían los casos cuando no había ninguno en la ciudad, o por qué surgían en distintos puntos. Por ello la postura anticontagionista tenía a los miasmas como el concepto principal para comprender la formación de enfermedades y su transmisión [29]. La noción de miasma es muy antigua (es posible hallarla en los escritos de Hipócrates y Galeno) y a grandes rasgos definía a la corrupción del aire y el suelo por la putrefacción de sustancias animales y vegetales en el ambiente, así como también por las aglomeraciones humanas en espacios reducidos [30]. Este concepto tenía un predominio de características espaciales y sensoriales (vista, olfato) y se asociaba con la noción de fermentación, ampliamente compartida en la sociedad. En algunos casos también se le otorgaba al clima y a otros factores atmosféricos una presencia estructural en cuanto eran las condiciones atmosféricas y geográficas de un lugar (humedad, clima, suelo, lluvias) las que podían generar per se la enfermedad al interactuar con otras sustancias de una forma particular. Así, los estudios médicos consideraban a la recolección de datos meteorológicos (temperatura, precipitaciones, humedad y presión atmosférica) tan necesaria como el cuadro clínico que presentaba el paciente [31]. Florecían así topografías médicas, obras en las que el estado de salud de una población era resultado de los factores físicos (suelo, tiempo, agua) que la rodeaban [32]. De esta manera, podían ser las excavaciones de fosos para trincheras en el Paraguay el desencadenante de las epidemias de cólera, ya que

se pensaba –citando pasajes del médico francés Armand Trousseau– que estos fosos “hacen desarrollar los miasmas palúdicos que infestan a aquellos que se exponen a sus emanaciones” [33].

Además del contagionismo y el anticontagionismo, existía un tercer elemento con el que explicar la diseminación de una enfermedad, conectado a un conjunto de nociones médicas muy antiguas, enmarcadas bajo lo que se conocía como teoría humoral o de los humores. El supuesto fundamental de esta teoría es que el cuerpo humano estaba constituido por cuatro elementos centrales o “humores”: flema, bilis negro, bilis amarillo y sangre. Cada uno de ellos poseía cualidades específicas como humedad, frío, calor o sequedad (que también se traducía en temperamentos: melancólico, flemático, colérico o sanguíneo), y podía constatarse en el paciente. Esta medicina humoral entendía a la salud como un balance de los humores y sus principales cualidades en el organismo. De esta manera, el humoralismo entendía que en diversos momentos de la vida de una persona, estos podían modificarse, pero una vez que se cruzaba un determinado umbral y uno de los humores se volvía excesivamente dominante, se producía una desestabilización nociva: la enfermedad o discrasia. ¿Cuáles eran las causas que podían ocasionar estas modificaciones? En líneas generales clasificaban una serie de fenómenos que se vinculaban con la interacción con el medio ambiente. Podía ocurrir que el encuentro con aires nocivos dañara al cuerpo humano; también el ejercicio en exceso (o la falta de él) podían modificar los humores; una tercera causa podía ser el exceso o ausencia de sueño; también la excreción o retención de lo que se ingiere; y por último las denominadas “pasiones del alma”, un concepto muy difuso que hoy podemos entender como desórdenes de tipo psicológicos o situaciones de stress.

Hemos visto que para mediados del siglo XIX existían otras teorías médicas y avances en la observación clínica y la experimentación, pero aún para la década de 1860 continuaba presente en los escritos médicos una noción del cuerpo que tenía a la teoría humoral como soporte. El cuerpo aún era entendido como un sistema de interacciones dinámicas con su entorno, y la salud o enfermedad eran así resultado de una interacción entre la constitución particular interna del sujeto y su vínculo con el ambiente. Dos supuestos subsidiarios se despliegan de esta concepción. El primero, alude a que todas las partes del cuerpo se relacionan inevitable e inextricablemente; esto es, que las emociones afectan y modifican al cuerpo, y viceversa. Aquí reside la explicación sobre el desequilibrio de las emociones como una causa determinante: el odio, la tristeza y sobre todo en tiempos de epidemia, el miedo, eran factores que repercutían (“psicosomáticamente” sería el término actual) en el organismo. En segundo lugar, el cuerpo fue visto como un sistema de ingresos-egresos (ingreso de alimentos, aire; egresos a través de sudoración, excreción), un sistema que necesariamente tenía que permanecer en equilibrio si el individuo buscaba mantenerse saludable. La conformación de un sistema de estas características, suele asociarse con la teoría de los humores –y de hecho esta teoría tenía amplia circulación entre los médicos académicos–; no obstante historiadores como Charles Rosenberg proponen pensar más en una concepción holística del cuerpo, compartida tanto entre los círculos especializados como entre la población en general [34].

Al momento de referirse a las epidemias, los escritos solían plantear sin miramientos el desconocimiento casi completo de las causas que producían y diseminaban el cólera y la fiebre amarilla. Los profesionales proponían ante esta incertidumbre, posiciones bastante flexibles, donde era más recurrente el eclecticismo que una postura doctrinaria sobre el contagionismo, el vitalismo, el anticontagionismo o el humoralismo. Las tesis de medicina nos brindan un buen ejemplo de ello. En 1858, el doctor escocés JohnFair revalidaba su título en la Facultad de Medicina de Buenos Aires con una tesis sobre la fiebre amarilla. Allí proponía entre las causas principales

[…] cierta condición peculiar de la atmósfera, que se designa con el nombre de Atmósfera epidémica. Cual sea esta condición, no podemos decirlo, en el estado naciente en que se halla la ciencia meteorológica, pero hay indicaciones inequívocas de que existen relaciones entre las condiciones de la atmósfera y las erupciones epidémicas [35].

Además de estas causas atmosféricas, Fair también reconocía que existían elementos locales e individuales que fomentaban la reproducción de la enfermedad. Así, la aglomeración de población en lugares cerrados, y elementos relativos a la constitución individual eran elementos que podían propiciar el desarrollo de la enfermedad. Jacobo Scherrer, en su tesis doctoral afirmaba que era la cercanía de los pueblos a las costas lo que producía la fiebre amarilla, y proponía pensar que era mayormente la proximidad de los individuos al foco de infección y el tiempo que permanecían expuestos la clave para entender la proliferación de casos. También mencionaba el influjo de “ciertas influencias” que aumentaban la disposición de enfermarse: el temperamento del enfermo, los desarreglos en las comidas y bebidas, las “impresiones morales”, resfríos y trabajos debilitantes [36].

Por último, todos los escritos realizaban recomendaciones de tratamientos y remedios para sobrellevar los deshumanizantes síntomas, y para evitar el aumento de casos. Todos ellos abrevan sobre un mismo núcleo de nociones: el cuerpo debía recuperar su vitalidad perdida a fuerza de una asistencia paliativa para lograr ese restablecimiento. Así, se recomendaban purgantes, vomitivos y enemas, buscando con ello que el cuerpo expulsase todo aquello que lo aquejaba. Mientras tanto, se realizaban compresas, masajes en la espalda y pecho, y todo un repertorio de prácticas similares se utilizaba para intentar recuperar la salud del paciente. Como novedades se mencionan el uso de ergotina para frenar las hemorragias y quinina para disminuir la fiebre. Exponente local de este tipo de saberes, se destaca por su detalle y minuciosidad la tesis de Salvador Doncel, practicante de medicina que se desempeñó como ayudante en el lazareto San Roque durante la fiebre amarilla de 1871. Allí podemos encontrar una observación clínica exhaustiva, a través del estudio pormenorizado de cinco casos, en los cuales se describe metódicamente el cambio en la coloración de pupilas, lengua, extremidades, deyecciones, vómitos y orina; la intensidad y regularidad del pulso y la temperatura; y los dolores que el paciente expresaba (cuando podía hacerlo). En cuanto a los métodos curativos empleados, conserva similitudes con todos los demás: una vez llegado el paciente, si este no presentaba vómitos de sangre o ictericia (coloración amarilla en zonas del cuerpo) se le aplicaba una serie de purgantes y vomitivos con la intención de despojar al cuerpo de los elementos que pudieran estar desestabilizándolo. Luego, cuando el paciente ingresaba en la “segunda fase” con la presencia de las hemorragias, vómitos de sangre y delirio, se aplicaban tónicos a base de quinina y ergotina, buscando con ellos combatir las hemorragias y los dolores; también se daban limonadas y hielo para combatir la sed del paciente. Final mente este período utilizaba narcóticos como el opio para calmar los casos de delirio [37]. Para el cólera el tratamiento era muy similar: si el enfermo no presentaba vómitos, se los inducía, y si más tarde comenzaban por sí solos, se buscaba la forma de suprimirlos [38]. Se trataba por varios medios de mantener el cuerpo caliente, ya que un síntoma particular de esta enfermedad es la coloración azul de la piel y el enfriamiento del cuerpo.

A la par de estas producciones y escritos, circularon por fuera del campo médico profesional un repertorio amplio y heterogéneo de saberes y remedios alternativos. Signo de su dimensión es la publicación de una ordenanza del Consejo de Higiene Pública publicada en los periódicos durante la fiebre amarilla en la cual se prevenía a la población de la circulación de “algunos individuos de uno u otro sexo, vendiendo específicos infalibles para curar la enfermedad de la fiebre”. Recordaba también la disposición que catalogaba de engañosa cualquier publicidad “específicos o preservativos contra la fiebre” que no tuvieran la habilitación del Consejo de Higiene [39]. En la Revista Médico Quirúrgica también circularon quejas a la circulación de estos remedios, aludiendo que estos son solo creados para “explotar al bondadoso público” [40].

¿Qué ofrecían estos remedios alternativos? Resulta complejo poder reconstruir el campo de las ofertas, pero en la prensa circulaban avisos con los cuales podemos intentar vislumbrar algunos de ellos. En líneas generales aparecían “métodos curativos”, brebajes y tónicos cuya sola aplicación bastaba para recuperar la salud. Los más destacados por su repetición eran el vino de quina roja, el “anti epidémico de Raspail”, y el “célebre vinagre de los Cinco ladrones que tanto llamó la atención en tiempo del cólera” [41]. Los vinos de oporto, cervezas y licores también cobraban una dimensión particular en los espacios publicitarios, dado que “en la época presente, dan al cuerpo el vigor y la fortaleza necesarias para hallarse completamente libre de toda clase de enfermedad” [42]. Al igual que los artículos publicados por los médicos en sus revistas especializadas, muchos de estos brebajes buscaban ser distinguidos por proceder de regiones lejanas como Barcelona –es el caso del “elixir contra la fiebre amarilla” [43]- y el Caribe:

[…] El capitán Shannon, del buque Jane Shore, dice: “Durante mi permanencia en el puerto de Santiago de Cuba, seis de mis marineros cayeron enfermos con la fiebre amarilla. […] Entonces me acordé que siempre llevo conmigo el Pronto Alivio de Radway y que este podía serme de alguna utilidad. Tomé una cucharada de dicha medicina, y mis oficiales me frotaron el cuerpo con él. Quince minutos después tomé otra cucharada, y así continúe durante seis horas. Viendo el milagro que en mi estaba operando el Pronto Alivio hicieron mis pilotos tomar dosis semejantes a todos mis marineros enfermos; seis horas después de haber tomado el Pronto Alivio tomamos una fuerte de sus Píldoras Reguladoras, alternándolas con el Pronto Alivio y nos salvamos todos [44].

A la hora de desinfectar los focos de infección, en la prensa aparecían desinfectantes en distintas combinaciones, pero los avisos de venta de cal y el alquitrán son los más reiterados. Asimismo, a la Municipalidad de Buenos Aires llegaban propuestas de métodos desinfectantes sin más renombre que el que sus creadores difundían, desafiando a colocar en un cuarto muertos por la fiebre amarilla, encerrados durante veinte y cuatro horas. Pasado ese tiempo, el vendedor se comprometía a desinfectar la habitación “y permanecer en el veinte y cuatro horas y salir después sano y salvo” [45].

Para finalizar, los métodos de profilaxis que redactores de diarios y mercaderes de remedios proponían coincidían con los de los especialistas en que era aconsejable alejarse de los focos de infección y adquirir una vida austera y sin sobresaltos. En relación con el primero de ellos, para 1871 el éxodo se insinúa hacia mediados de febrero, pero cobra verdaderas dimensiones después de los carnavales, los primeros días de marzo. Las ofertas de viviendas, casas de campos, quintas y terrenos disponibles en la campaña aumentan desmesuradamente. Durante esos meses en los diarios, los avisos de viviendas son presentados en términos de “métodos curativos” o “grandes preservativos” [46].

Hasta aquí, el análisis de los escritos médicos y los métodos populares para combatir la epidemia refleja que la medicina diplomada tenía un conjunto de herramientas conceptuales específicas para pensar las enfermedades epidémicas. Debatían sobre las causas que explicaban el fenómeno y en líneas generales, proponían métodos preventivos que consistían en huir del foco de infección y adoptar una vida sin excesos, para no desestabilizar el delicado equilibrio de la salud. Llegado el tan temido momento del contagio, se procedía a la aplicación de vomitivos y purgantes para limpiar el organismo, y luego se continuaba con un tratamiento paliativo que consistía en disminuir la fiebre y mantener el cuerpo hidratado. Inmersos en su sistema de producción de conocimiento científico, los saberes médicos hacían explícito el desconocimiento de las causas que producían las epidemias y no proponían panaceas inmediatas, sino que más bien buscaban sobre la base de este desconocimiento alternativas y nuevas formas de curar.

A pesar de estas diferencias, existen sin embargo, notorias similitudes en el campo de los saberes profanos. En primer lugar, la concepción sobre el cuerpo y sus propiedades es similar en ambos, es decir, tanto médico como paciente compartían un sustrato común de sentido para poder comprender las enfermedades. Son los métodos curativos los que generaban diferencias y enfrentamientos [47]. El uso de purgativos, eméticos y sudoríficos parece ser más propio de los tratamientos que empleaban los médicos, pero también los prometedores elixires se basaban en una concepción del cuerpo similar. Recordemos el uso que el Capitán Wilson Shannon hace de su tan proclamado “Pronto Alivio de Radway” (“Tomé una cucharada de dicha medicina, y mis oficiales me frotaron el cuerpo con él”): el cuerpo es frotado, estimulado a través de vomitivos o de tónicos, pero siempre es pensando en términos de lo que hemos definido como un sistema de entradas-salidas. El cuerpo debe por sus propios medios recuperar la estabilidad perdida, y en esa línea los métodos pueden diferir, pero apelan a una configuración similar. En segundo lugar, la concepción sobre los factores de contagio y los métodos de prevención que los médicos poseen resulta compleja en su debate teórico (anticontagionismo, contagionismo, humoralismo, idéologie) pero en términos prácticos todos, profesionales y profanos, utilizan la noción de foco de infección, una metáfora muy simple en su concepción, y que se encontraba ampliamente diseminada en los diferentes estratos de la población por ser muy similar a otro proceso biológico: la fermentación. La putrefacción animal y vegetal como símbolo de lo nocivo, como fermento fétido a evitar es, quizás, una de las nociones más compartidas por distintas culturas y épocas.

De esta manera, el panorama que se presentaba a los médicos era por un lado un intenso debate y circulación de nuevos conocimientos, teorías médicas y tratamientos, pero que en las calles se volvía difícil de compartir e implementar con la población, que ya disponía de un repertorio amplio de prácticas y nociones sobre la salud y la enfermedad, similar en su concepción sobre el cuerpo y el ambiente, pero diferente en sus métodos. Así, era sintomático que los familiares del enfermo no sólo no avisasen a los médicos sino que en ocasiones creyesen que eran los profesionales quienes asesinaban al enfermo con sus tratamientos. En la Revista Médico Quirúrgica, una nota originalmente publicada en el periódico El Nacional, denunciaba estos hechos como bárbaros y atrasados del siguiente modo:

A los italianos se les ha ocurrido que la peste la echan los frailes o los médicos para concluir con ellos.

Participando de tan absurda creencia bien se comprende que aquel de ellos que cae enfermo, se guarda muy bien de llamar médico. ¿Qué sucede entonces?

Algunos amigos o parientes del enfermo, tan estúpidos y supersticiosos como él, rodean el lecho y celebran sus consultas.

Cada uno da su opinión y receta según su ciencia y conciencia.

Uno cierra las puertas y ventanas y tapa hasta las junturas de estas para que los frailes no puedan arrojar adentro los polvos origen de la peste.

Otro, pronuncia algunos exorcismos haciendo cruces al enfermo para conjurar el espíritu maléfico que cree se le ha metido en el cuerpo.

Quien le aplica en el estómago un pollo negro abierto en canal.

Ha habido médicos a quienes algunos enfermos italianos les suplicaban con el acento más desgarrador que no los envenenase y aún después de amonestarlos y parecer convencerlos con razones del caso, no se ha podido conseguir que tomase las medicinas recetadas [48].

Medidas sanitarias

A la debilidad en la eficacia de saberes terapéuticos exitosos, los médicos respondieron con una fuerte presencia en el control y combate de las epidemias provista por el estado municipal y provincial. Allí, encontraron una recepción entusiasta dentro de los organismos de gobierno, que se tradujo en un corpus de leyes, decretos y edictos que buscaron producir cambios en las formas de vivir la ciudad. Especialmente destacado fue el accionar del Consejo de Higiene Pública durante 1871, por medio del cual se tomaron medidas como las del 3 de marzo, donde se dispuso la clausura de todos los establecimientos educativos, para evitar la aglomeración de personas. También se promovió, siempre con el aval de los médicos, fomentar el abandono de la ciudad, y el 10 de marzo el gobierno de la provincia emitió un decreto en el que se destinaban fondos para construir habitaciones en las afueras de la ciudad, con el objetivo de dar asilo a todas aquellas familias sin recursos que decidieran abandonarla. También se redujo el valor de los boletos del ferrocarril del Oeste, y se otorgó pasaje gratuito a todos los empleados públicos que trabajaban en la ciudad y residían en los alrededores por las noches [49]. En esta línea de acción sobre el carácter intempestivo de la epidemia, el Consejo de Higiene Pública organizó la distribución de médicos y boticarios para dar asistencia y remedios a quienes lo necesitasen en todas las parroquias de la ciudad. También la policía y las comisiones de higiene vecinales fueron autorizadas para la compra de ataúdes y el alquiler de medios de transporte con los cuales llevar los enfermos y cadáveres [50].

Todas estas medidas, sin embargo, chocaban con una población acostumbrada desde hacía largas décadas a enfrentarse a las epidemias. Existía entre ellos un repertorio de saberes prácticos, algunos de los cuales no se llevaban bien con las ordenanzas y edictos municipales. Tomemos como ejemplo el caso de las fogatas. Era usual que una vez concluido el éxodo de personas que abandonaban la ciudad, ésta quedara semi desierta. En las esquinas, y por las noches, los vecinos que aún quedaban realizaban fogatas, y también las pulperías, fondas y conventillos eran escenario de reuniones donde se cantaba y bebía para exorcizar la peste. Esta noción de la festividad como un elemento para combatir la epidemia tenía que ver con toda una manera de entender la enfermedad, que entendía al miedo y a la angustia como elementos que desequilibraban al organismo y favorecerían al contagio. Así, al igual que lo que proponía la medicina humoral, desde la prensa se alentaba a mantener el ánimo alto y no entristecerse, ya que la melancolía y el miedo podían desestabilizar el cuerpo y volverlo presa del cólera o la fiebre amarilla. Estas reuniones, además de su tónica de sociabilidad y convite, tenían una función terapéutica, donde se bebía y se cantaba como un saber profano con el cual cuidar la salud.

Los médicos también recomendaban no caer presa del pánico. Sin embargo, proponían la mesura en todos los actos cotidianos, por lo que la bebida y el canto podían ser contraproducentes, además de impropios para la moral pública. A mediados de diciembre de 1868, cuando arreciaba el cólera, El Nacional comentaba la “gritería” de las personas reunidas en “la esquina del café de los Catalanes” (en la intersección de las actuales calles San Martín y Tte. Gral. Juan D. Perón) en torno a dos jinetes que competían en saltar con sus caballos sobre las fogatas “que en verdad estaban en medio mismo de la calle” [51]. Una nota de la comisión de higiene de la parroquia de Catedral al Sud, publicada en los periódicos, ordenaba a sus inspectores que “disuelvan las reuniones que puedan haber después de las nueve de la noche en los ‘bodegones, pulperías, casas de inquilinato’ etc., obligando a las personas que en ellas concurran a guardar un método de vida que esté en armonía con las disposiciones aconsejadas por el Consejo de Higiene” [52]. Con una mirada menos crítica, desde el diario La Tribuna se celebraba que “la población llena las calles de fogatas por las noches, creyéndolas un preservativo contra el cólera” [53].

La iniciativa de los vecinos tenía además una segunda intención en su combate contra la peste: las fogatas eran entendidas como una forma de desinfección. Esta práctica, muy difundida en los pueblos y ciudades de Europa y Latinoamérica, buscaba desinfectar el ambiente, ventilarlo cuando la amenaza pútrida de los focos miasmáticos se asomaba, a través de un caleidoscopio de olores –se utilizaba ruda, enebro, alquitrán– con los que combatir los aires fétidos [54]. Durante la epidemia de fiebre amarilla el Consejo de Higiene Pública decidió prohibirlas, facultando a la policía para hacer cumplir esa ordenanza. Las razones a las que aludía el Consejo era que debido al desconocimiento de la población sobre las sustancias que se quemaban, estas podrían ser nocivas para la salud [55]. Sin embargo, más allá de las directivas, las fogatas continuaron durante toda la epidemia. El diario La República sintetizaba la multiplicidad de beneficios que traían las fogatas, al decir que además de quitar los miasmas, “los fogones en las esquinas de la ciudad ofrecían un espectáculo alegre capaz de hacer olvidar a la población que se hallaba en peligro de muerte” [56].

Concomitantes con las medidas oficiales para paliar la crisis, existió otro conjunto de medidas con un carácter más ambicioso, en las que se proponía transformar elementos centrales para la vida en la ciudad. Analizaremos una de las más emblemáticas: el traslado y cierre de los cementerios de la ciudad. Objeto de múltiples posturas y debates, en esta medida tuvieron un lugar destacado los argumentos en torno a la salubridad, permitiendo que las voces y saberes de los médicos profesionales resonaran con más fuerzas que los de sus competidores en el mercado de ofertas de salud, al ser interpelados como los únicos expertos en el tema.

Desde su fundación en 1856, la Municipalidad tuvo entre sus objetivos abrir un nuevo cementerio, ya que para entonces el único cementerio habilitado era el de la Recoleta, donde, desde 1822, se inhumaban los cadáveres de toda la ciudad. El destino seleccionado para el nuevo emplazamiento era en el sur, con la intención de contraponer al “Cementerio del Norte” (Recoleta) uno de similares características en el otro extremo de la ciudad, respondiendo a los criterios higiénicos que pedían la prohibición de necrópolis dentro del casco urbano. Además, la zona ya había sido elegida para esa función en el primer gobierno de Rosas, aunque no pudo llevarse a cabo [57]. Sin embargo, existía un escollo insalvable que consistía en la elección del terreno. Los problemas residían en que el proyecto del cementerio era muy costoso para las arcas municipales, dado que si el terreno elegido estaba muy cerca de la ciudad no sólo se transgredía el principio higiénico básico de quitar lo insalubre del centro, sino que además se encarecía su valor y las quejas de los vecinos de dicho predio aumentaban; por el contrario, si se elegía un terreno alejado del casco urbano, se debían crear caminos para llegar de forma accesible allí, lo que implicaba un desembolso monetario que la Municipalidad tampoco era capaz de afrontar [58].

El problema se trasladará hasta la llegada del cólera de 1867. Luego del brote del mes de marzo y abril, la Municipalidad finalmente decidió dotar a la ciudad de un nuevo cementerio en mayo de ese mismo año, comprando el terreno propiedad de Claudio Mejías, antiguo miembro de la municipalidad entre los años 1861 y 1863 [59]. No obstante, a pesar de la impronta de emergencia que dejó la epidemia, nuevamente el proyecto naufragó hasta diciembre de ese año, cuando una segunda visita del cólera –más violenta y masiva– generó la necesidad de dar una solución definitiva al tema: el 17 de diciembre se inauguraba finalmente en el sur de la ciudad –en el actual Parque Ameghino–, el Cementerio del Sud [60]. Si bien la medida fue cuestionada por los vecinos de la zona, para abril de 1868 se destinaron fondos para pagar los sueldos del administrador del cementerio y sus peones a cargo, así como adquirir recursos mínimos de sus quehaceres (palas, picos, carretas, caballos y artículos de oficina). También se abrió a licitación pública el proyecto para edificar oficinas y habitaciones para el personal, además de cercar el terreno [61]. A pedido del doctor Luis Tamini, médico que se encontraba por entonces desempeñándose como miembro de la sección de higiene municipal, se autorizó la compra del terreno vecino, para eventuales epidemias [62]. Las obras, sin embargo, estarán lejos de poder reparar la precariedad y desorganización con que el cementerio fue creado. El 19 de mayo de 1868, el administrador del cementerio, Carlos Munilla, escribía a la Municipalidad:

[…] Creo Señor Presidente haber dicho otras veces que es llegado el caso urgente de proceder al cercado de este Cementerio pues no solo es inmoral e impropio el que los deudos de los que han pasado a mejor vida estén viendo con las lágrimas en los hojos [sic], pasar por encima de estos cadáveres, caballos, vacas, lleguas [sic] y últimamente cuanto animal pasa por este Cementerio, no solo los daños que estos animales hacen a esta repartición a mi cargo, sino que todos los que estamos al cuidado de este terreno sagrado, nos esponemos [sic] diariamente con motivo de querer salvar el honor de la Corporación Municipal.

Ahora en cuanto a los trabajos hechos por el Ingeniero y el que sugerí y los dineros gastados hasta la fecha, se perderán Señor Presidente, como se han perdido algunos sino se procede a dicho cercado tan urgentemente reclamado [63].

Este cementerio por tanto, tendrá algunas dificultades para adquirir la aceptación de la comunidad circundante, así como también condiciones mínimas de infraestructura. Sin embargo, la posibilidad de comprar parcelas a perpetuidad, y construir en ella panteones y bóvedas, además de la cercanía relativa con la ciudad, fueron otorgándole un espacio reconocido entre los porteños [64]. La epidemia de 1867-68, además, no sólo dinamizó el Cementerio del Sud, sino que inició un gradual proceso de diferenciación para los difuntos: 1868 fue el último año en que el Cementerio de la Recoleta recibió muertos por alguna epidemia. Con el surgimiento del Cementerio del Sud, la ciudad fue dividida en dos secciones (Norte y Sur, cuya frontera era la Avenida Rivadavia) y no sólo se enviarían de allí en adelante una parte de las defunciones de la ciudad, sino que todo fallecido por alguna epidemia sería inhumado en el Cementerio del Sud exclusivamente [65]. Esta ordenanza fue publicada en los periódicos, y sobre ella comentaban que

desaparecerá un grave inconveniente para los habitantes del sud, que se veían obligados a recorrer un largo trayecto para dar sepultura a sus cadáveres, liberando a la vez a la población del desagradable espectáculo de ver cruzar los cortejos fúnebres que desde Barracas y la Boca atraviesan diariamente las calles de la ciudad [66].

A pesar de la concreción de un proyecto tan largamente debatido, la vida del Cementerio del Sud fue muy breve. La llegada de la fiebre amarilla en 1871 ocasionó la saturación del mismo. El cierre definitivo fue el 11 de abril, el mismo día en que se habilitó el cementerio de Chacarita, y de allí en adelante no se hicieron más inhumaciones en él, a excepción de los muertos durante el levantamiento de Carlos Tejedor, en junio de 1880 [67].

Al igual que el Cementerio del Sud, la inauguración de Chacarita como necrópolis de la ciudad fue motorizada por preocupaciones higiénicas y sanitarias. Durante todo el año de 1870, en la municipalidad de la ciudad se había investigado, nuevamente a través de Luis Tamini, la localización para un nuevo cementerio. Tamini propuso a Chacarita como destino por su extensión, la distancia que mediaba con la ciudad, y la altura del terreno, que evitaría la llegada de efluvios miasmáticos [68]. Sin embargo, no todos concordaban con ello, y en la Revista Médico Quirúrgica era posible encontrar argumentos que proponían continuar con la extensión hacia el sur, sobre todo aludiendo a que los vientos más preponderantes en la ciudad provenían del norte, lo que traería lamentables consecuencias con un cementerio ubicado al noroeste de la ciudad [69].

Ante la urgencia producto de la crisis por la llegada de la fiebre amarilla, el Consejo de Higiene Pública se decidió finalmente por la opción de Chacarita. Se propuso además que fuera el único cementerio habilitado de la ciudad, clausurando no sólo el Cementerio de Sud sino también prohibiendo vender nuevas parcelas en el cementerio de Recoleta. Los imperativos higiénicos se impusieron una vez más, otorgándole a Chacarita características únicas en sus primeras dos décadas. En primer lugar, no poseerá hasta 1893 una sección para bóvedas, panteones y sepulcros, ya que en el decreto de su creación se estableció que “toda inhumación en el nuevo Cementerio, debe verificarse en la tierra [subrayado original], a la profundidad y en las condiciones que el Consejo de Higiene determine”, por lo que todas sus tumbas estaban a ras del suelo, lo que atentaba contra aquellos que querían realizar bóvedas o panteones familiares, una práctica en creciente ascenso durante las décadas de 1870 y 1880. En segundo lugar, dada la distancia del cementerio con el centro urbano, la salida que encontró el gobierno de la provincia fue la creación de dos estaciones ferroviarias, en las cuales se centralizaba la recepción de los ataúdes y se llevaban al cementerio a través del tren. Así, fueron creadas la estación Bermejo (ubicada en la actual intersección de la Avenida Corrientes con Pueyrredón) y la estación Recoleta [70]. Esta medida, movilizada más por motivos higiénicos que rituales, obstaculizaba una parte del rito fúnebre como la de acompañar los restos hasta el entierro. El administrador de esta estación Bermejo solicitaba el 28 de Septiembre de 1871, en una nota a la Municipalidad, crear un servicio de tren para los allegados del difunto:

[…] Desde el 14 de abril, día en que se puso al servicio esta vía, no se ha permitido viajar en los trenes, más que a dos personas de cada acompañamiento, y generalmente son compuestos de diez, veinte y treinta, entre las cuales, cuatro, ocho o doce, son parientes del fallecido. / Y esta falta de un tren de pasajeros, Sr. Presidente, ha hecho derramar más de una lagrima en esta estación, a infinidad de padres que han traído el cadáver de sus hijos, para ser conducidos por los trenes a la “Chacarita”, al ver que, ni aun pagando, podían conseguir acompañarlos, en compañía de sus demás parientes y amigos, hasta la última morada, a echar un puñado de tierra, en la tumba en que van a descansar sus restos! [71]

La Estación Bermejo no era más que un galpón en donde los cajones se acumulaban y al menos hasta 1875 no dispuso de una estructura que contemplase la recepción de los allegados y parientes del difunto. En las memorias municipales posteriores a 1871, se puede apreciar la precariedad inicial. En 1872, el administrador del cementerio mencionaba que “[…] Es triste como se encuentra, y como se tienen que encontrar los acompañamientos fúnebres. Esa estación requiere obras urgentes, si ha de continuar allí, a lo que se oponen los propietarios del terreno” [72]. Un dato sobresaliente es que este “tren de los muertos”, se volverá la forma exclusiva en que los cadáveres serán transportados hacia Chacarita, al menos hasta la mejora de calles y caminos, hacia 1886. Frente a la crisis económica de 1874 se decidió pasar el servicio ferroviario a manos privadas, y en 1875 se firmó un contrato con la empresa encargada del Ferrocarril del Oeste, para transportar los cadáveres y deudos. Se estipuló en su contrato la exención del pago para aquellos pobres de solemnidad, siempre que tuvieran el certificado firmado por el Presidente de la Municipalidad, o por los administradores de los Hospitales Municipales [73]. También el proyecto de Chacarita se consolidó en esos años. Luego de una breve epidemia de cólera en la ciudad durante el verano de 1873, se sancionó una ordenanza que establecía la instauración definitiva de un cementerio general y, para 1875, ante la saturación del predio original, se compraron terrenos adyacentes, otorgándole una extensión similar a las actuales 95 hectáreas [74]. Sin embargo, las quejas reiteradas al sistema de traslado [75], la ubicación del cementerio (en los límites con la localidad de Belgrano), la precariedad de sus instalaciones y la falta de servicios religiosos, generaron molestias en la población.

A la par de la construcción definitiva de ambos cementerios, surgieron otras dos medidas que pueden considerarse hitos decisivos en la imposición de doctrinas médico-higiénicas sobre las prácticas fúnebres: la creación de un servicio médico para diagnosticar las defunciones, y la sanción del Reglamento para Cementerios de la Ciudad. Este último fue debatido largamente durante el mes de agosto de 1868 [76], y buscó organizar todos los aspectos de los cementerios en tanto instituciones estatales. Se determinaron los deberes y la organización de los empleados del cementerio, las especificidades de la Sala de Autopsias y de la Sala Mortuoria (destinada a recibir los cuerpos y dejarlos en observación), y buscó regular exhaustivamente la forma de inhumar los cadáveres, así como también las exhumaciones y traslados de los difuntos. Entre los aspectos más significativos se estipuló que ningún nicho o sepultura podría abrirse sin que hayan transcurridos al menos dos años, y cinco en caso de muerte por enfermedad contagiosa (artículo 2); que la construcción de un panteón o bóveda, así como la exhumación de un cuerpo no podría efectuarse sin haberse obtenido antes la aprobación de la comisión de higiene de la municipalidad (artículos 3 y 20). Este reglamento, con algunas modificaciones luego de la federalización de la ciudad, permaneció vigente hasta las reformas introducidas en 1919.

En cuanto al servicio médico para certificar las defunciones, comenzó a darse forma a su creación apenas conocidos algunos casos de cólera en 1867. Una de las primeras medidas que se tomaron fue que los muertos por cólera fueran enterrados sin excepción buscando así evitar la realización de velorios, o la construcción de bóvedas, además de no esperar las veinticuatro horas que usualmente se estipulaban para confirmar la defunción. Para poder realizar la inhumación de los fallecidos por la epidemia, se dictaminó que los médicos debían determinar la causa de muerte. Para principios de 1870 surgieron algunos casos aislados de fiebre amarilla en el sur de la ciudad, por lo que se volvió nuevamente sobre la regulación de las inhumaciones. Se determinó que los fallecidos de fiebre amarilla debían enterrarse exclusivamente en el Cementerio del Sud, reiterando que sean “estas inhumaciones debajo de tierra” [77]. Para junio de ese año, se discutió una ordenanza para el otorgamiento de licencias para inhumaciones, con el apoyo del Consejo de Higiene Pública. Este reglamento buscaba principalmente quitar la facultad que hasta entonces poseían los sacerdotes de parroquia, dado que en su artículo segundo sancionaba que “Ningún cura, comisario u otra autoridad, podrá dar la licencia de que habla el artículo anterior, sin que previamente se le presente el certificado del médico que haya asistido al enfermo, en que conste la enfermedad que haya determinado la muerte” [78]. Esto posicionaba a los médicos por sobre las autoridades eclesiásticas, lo que generó respuestas del Arzobispado, que se negó a reconocer esa ordenanza. Finalmente, la cuestión fue solucionada con la intervención del gobernador, que ofició de mediador, y permitió que la ordenanza fuera sancionada con el reconocimiento del Arzobispado. Además de esta medida que intentaba diagnosticar fehacientemente las causas de defunción, se sancionó un proyecto que buscaba cubrir aquellos casos en donde no se conocían las causas del deceso. Así, se decidió nombrar dos médicos, uno al norte y otro al sur de la ciudad, para que certifiquen la causa de la muerte de los que fallecieron sin asistencia médica. Nacía así la llamada “Junta Inspectora de Muertos” [79].

De esta manera, todas estas medidas (el surgimiento del Cementerio del Sud, el Reglamento de Cementerios en 1868, la creación de la Junta Inspectora de Muertos en 1870 y la creación del Cementerio de Chacarita) redimensionaron por primera vez desde 1822, la distribución espacial de los cadáveres siguiendo criterios higiénicos promovidos y sostenidos por la medicina profe sional, a través de una intervención directa en la Municipalidad y organismos de la esfera provincial como el Consejo de Higiene Pública.

CONSIDERACIONES FINALES

En estas páginas hemos intentado acercarnos al mundo de los saberes médicos profesionales, sus debates internos y los múltiples obstáculos que debieron afrontar para conformarse en una disciplina profesional. Hemos visto que para mediados del siglo XIX, los médicos diplomados constituían una profesión cuyo campo de saberes era ampliamente compartido con otros. Curanderos, matronas, herboristas, vendedores ambulantes, homeópatas y farmacéuticos ofrecían en distinto grado e incidencia un repertorio diverso de saberes y prácticas para curar las dolencias que, en líneas generales, eran más aceptados por la comunidad que los recetados por los médicos profesionales.

Sin embargo, esta convivencia relativamente pacífica entre dos esferas del campo de la salud, se modificaba en períodos epidémicos. La medicina profesional era seleccionada por las autoridades como la vía exclusiva para detectar y tratar a los casos enfermos, certificar las defunciones, tomar decisiones controvertidas como el cierre de establecimientos públicos, el cese de las actividades comerciales o el abandono de la ciudad, entre otras, otorgándole mayor visibilidad y poder, además de un lugar privilegiado para llevar adelante sus proyectos sanitarios de largo aliento. Junto al estado municipal y provincial, la disciplina médica contaba con un poderoso canal con el cual dirimir cuestiones relativas a la higiene de la ciudad, en ocasiones transformando prácticas muy ancladas en la población. Hemos visto que la decisión de modificar los cementerios estuvo motorizada por premisas higiénicas, por lo que el emplazamiento final del cementerio de Chacarita y la inhumación bajo tierra obligatoria de todos los cadáveres que allí eran enviados, fueron modificaciones drásticas para rituales fúnebres muy presentes en la vida porteña, símbolos de pertenencia y estatus social.

Por otro lado, a la par de estos logros higiénicos, todo un cuerpo de saberes y prácticas populares disputaba este saber diplomado, generando caminos alternativos y porosidades que permitían desoír o reinterpretarlas instrucciones y directivas de los médicos. Las fogatas, reuniones y festejos durante la epidemia, la circulación de charlatanes y remedios infalibles, y la negativa de familiares de enfermos y difuntos a que los médicos los trataran fueron elementos profanos que la sociedad porteña utilizó de manera activa y desafiante del orden previsto.

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Notas

[1] Becario postdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, docente con dedicación simple de la materia “Historia Moderna y Contemporánea” en la Universidad Nacional de General Sarmiento.
[3] Ibídem, p. 206.
4 En la mortalidad general, la causada por estas enfermedades infectocontagiosas tuvieron una participación importante entre 1869 y 1889: en promedio el 14.4% y en algunos años superaron el 20%. Entre las enfermedades se ubicaban, según un orden de importancia de acuerdo a la población infectada, la tuberculosis en primer lugar, seguida por la viruela. La difteria y la fiebre tifoidea formaban parte de los miedos más extendidos, pero porcentualmente eran menores. Adriana Álvarez; Inés Molinari; Diego Reynoso (edits.) Historias de enfermedades, salud y medicina en la Argentina de los siglos XIX-XX, Mar del Plata, Universidad Nacional de Mar del Plata, p. 24.
[5] La lista es extensa pero se pueden citar algunos de los más recientes: Agustina Prieto, “Rosario: epidemias, higiene e higienistas en la segunda mitad del siglo XIX”, en Mirta Zaida Lobato (dir.), Políticas, médicos y enfermedades. Lecturas de historia de la salud en la Argentina, Buenos Aires, Biblos, 1996; Laura Malosetti Costa, “Buenos Aires 1871: imagen de la fiebre civilizada” en: Diego Armus (Comp.), Avatares de la medicalización en América Latina (1870-1970), Buenos Aires, Lugar editorial, 2005, pp. 41-65; Diego Galeano, “Médicos y policías durante la epidemia de fiebre amarilla (Buenos Aires, 1871)”, en: Salud
[6] María Silvia Di Liscia (2002), Saberes, terapias y prácticas médicas en Argentina (1750-1910), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones científicas – Instituto de Historia, 2002, p. 152.
[7] María Laura Rodríguez, Adrián Carbonetti, María Marta Andreatta, “Prácticas empíricas y medicina académica en Argentina. Aproximaciones para un análisis cuanti-cualitativo del Primer Censo Nacional (1869)”, en: Historia Critica, n° 49, Bogotá, enero-abril, 2013, p. 89.
[8] Ricardo González Leandri, Curar, persuadir, gobernar. La construcción histórica de la profesión médica en Buenos Aires, 1852-1886, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Centro de Estudios Históricos, 1999, p. 54.
[9] Seguimos aquí a Márquez Valderrama, García y Del Valle Montoya quienes introducen el concepto de “mercado terapéutico” propuesto en 1986 por Harold Cook. Se usa para diferenciar de otros circuitos de circulación de saberes y productos curativos. El mercado supone oferta y demanda intermediada por un mercado bastante explícito y público, no tan oculto como suponen otras prácticas. Jorge Márquez Valderrama, Víctor García, Piedad del Valle Montoya , “La profesión médica y el charlatanismo en Colombia en el cambio del siglo XIX al XX”, en: Quipu, vol. 14, n° 3, septiembre-diciembre, 2012, pp. 331-362.
[10] José Pedro Barrán, Historia de la sensibilidad en el Uruguay, 2° edición, 2 tomos, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1991, p. 179.
[11] Valderrama, García, Del Valle Montoya, ob. cit, p. 338.
[12] González Leandri, ob. cit., p. 9.
[13] Armus , Avatares de la medicalización…, cit.; María Silvia Di Liscia, Ernesto Bohoslavsky (editores), Instituciones y forma de control social en América Latina 1840-1940: una revisión, Buenos Aires, Prometeo Libros-Universidad Nacional de General Sarmiento, 2005; Mariano Ben Plotkin, Eduardo Zimmermann (comps.), Los saberes del Estado, Buenos Aires, Edhasa, 2012; Laura Graciela Rodríguez, Germán Soprano (editores), Profesionales e intelectuales de Estado: análisis de perfiles y trayectorias en la salud pública, la educación y las fuerzas armadas, Rosario, Prohistoria ediciones, 2018.
[14] Lila Caimari, La ley de los profanos, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007.
[15] Sylvia Saitta, “Pasiones privadas, violencias públicas. Representaciones del delito en la prensa popular de los años veinte”, en: Sandra Gayol, Gabriel Kessler (comp.), Vio- lencias, justicias y delitos en la Argentina, Buenos Aires, Ediciones Manantial y Universidad Nacional de General Sarmiento, 2002, pp. 65-85; Lilia Caimari, La ciudad y el crimen. Delito y vida cotidiana en Buenos Aires 1880-1940, Buenos Aires, Sudamericana, 2009.
[16] González Leandri, ob. cit., p.3.
[17] Ibídem, p. 80-82.
[19] Olivier Faure, “La mirada de los médicos”, en: Alain Corbin (dir.), Historia del cuerpo, volumen 2: de la Revolución Francesa a la Gran Guerra, Madrid, Santillana Ediciones Generales, 2005, p. 50
[20] Di Pasquale, ob. cit., pp. 141-142.
[21] Migue Echegaray, Tesis sobre fiebre amarilla del año 1871, Buenos Aires, Impr. Pablo Coni, 1871, pp. 15-16.
[24] La conferencia fue publicada durante siete números de la revista, iniciándose en el número 17 (8 diciembre 1867) y finalizando en el número 23 (8 marzo 1868).
[26] El escrito de Golfarini fue publicado durante cinco entregas discontinuadas, iniciándose en el número 3, del 8 de mayo de 1867, y finalizando en el número 10 del 23 agosto de 1867.
[29] Charles Rosenberg, Explaining epidemics and other studies in the history of medicine, Cambridge, Cambridge University Press, 1992, pp. 294-295; Frank Snowden, Naples in the time of cholera, 1884-1911, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, pp. 185-186; Richard Evans, Death in Hamburg: society and politics in the cholera years, United King-dom, Penguin Books, 1987, pp. 237-238
[30] Cristina Larrea Killinger, La cultura de los olores: una aproximación a la antropología de los sentidos, Quito, Ediciones Abya-Yala, 1997, p. 139.
[31] La fiebre amarilla considerada…, ob. cit., pp. 320-321.
[32] Faure, ob. cit., pp. 53-54.
[33] Estracto [sic] de una correspondencia…, cit., 23 de diciembre de 1868, p. 276.
[34] Rosenberg, ob. cit., pp. 13-20.
[35] John Fair, , Síntomas y tratamiento de la fiebre amarilla, Buenos Aires, imprenta El Orden, 1858, p. 6.
[36] Jacobe Scherrer, Estudios sobre la Fiebre Amarilla del año 1871, Buenos Aires, Imprenta Pablo Emilio Coni, 1872, p. 16
[37] Salvador Doncel, La Fiebre Amarilla de 1871 observada en el Lazareto Municipal de San Roque, Buenos Aires, Imprenta del Siglo, 1873, pp. 68-77.
[38] Ángel Roncagliolo, Cólera, Buenos Aires, Imprenta de la Reforma, 1858, pp. 29-30.
[39] La Nación, Buenos Aires, 9 de marzo de 1871, p. 2.
[41] La Tribuna, Buenos Aires, 7 de marzo de 1871, p. 3.
[42] La Nación, Buenos Aires, 21 de marzo de 1871. El aviso persiste durante varias semanas, en un tamaño casi 10 veces más grande que cualquier otro aviso clasificado.
[43] La Discusión, Buenos Aires, 13 de febrero de 1871, p. 2.
[44] La Nación, Buenos Aires, 22 de marzo de 1871, p. 3.
[45] Carta de E. Saignes (Rosario), enviada a la Municipalidad de Buenos Aires, 11 marzo 1871. Archivo Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, Legajo 36-1871.
[46] Ver por ejemplo, La Tribuna, Buenos Aires, 22 de marzo de 1871, p.3.
[47] Rosenberg, ob. cit.
[48] " Observación curiosa”, en: Revista Médico Quirúrgica, año 8, n° 5, 23 mayo 1871, p. 101.
[49] S/A, Memoria del Ministro de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires 1870 a 1871, Buenos Aires, Imprenta del Siglo, 1871, pp. 142-143.
[50] Ibídem, p. 161.
[51] El Nacional, 24 diciembre de 1867, p. 2.
[52] La Tribuna, 8 de marzo de 1871.
[53] La Tribuna, 25 de abril de 1867.
[54] Alain Corbin, El perfume o el miasma. El olfato y lo imaginario social. Siglos XVIII y XIX, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, p. 79; Snowden, ob. cit., p. 145; Evans, ob. cit., p. 365.
[55] La Nación, Buenos Aires, 5 de marzo de 1871, p. 1.
[56] La República, Buenos Aires, 4 de marzo de 1871, p. 2.
[57] Durante el primer gobierno de Rosas se dispuso la creación de un cementerio al sur de la ciudad, a través del decreto del 1° de junio de 1832. Ordenó la expropiación de los predios conocidos con el nombre de “La Convalecencia”, en los cuales deberían instalarse el Curato y el Cementerio del Sud. Pese a ser urgente y necesaria la concreción de dicho decreto, no se implementó. L N , Los Cementerios, Buenos Aires, Ministerio de Cultura y Educación, 1970, p. 53.
[58] Podemos sintetizar que la oferta finalmente hacia 1866 se había reducido a dos terrenos: el primero cuyo dueño era Claudio Mejías, mejor ubicado (con caminos ya trazados) pero más caro y de menor capacidad que su principal competidor, el “del Señor Benaventes”, de mayor extensión y capacidad, pero muy alejado de la ciudad. Ver Actas del Concejo Municipal de la ciudad de Buenos Aires, correspondiente al año 1860, Buenos Aires, Talleres Gráficos “Optimus”, 1911, sesiones de 25 de agosto (pp. 273-277), 4 de septiembre (pp. 289-294), y 9 de octubre (pp. 323-329); Actas del Concejo Municipal de la ciudad de Buenos Aires, correspon-diente al año 1861, Buenos Aires, Talleres Gráficos “Optimus”, 1911, sesión del 28 de mayo, pp. 167-168; Actas del Concejo Municipal de la ciudad de Buenos Aires, correspondiente al año 1862, Buenos Aires, Talleres Gráficos “Optimus”, 1911, sesión del 27 de junio, p. 202; Actas del Concejo Municipal de la ciudad de Buenos Aires, correspondiente al año 1865, Buenos Aires, Talleres Gráficos “Optimus”, 1911, Sesión del 2 de junio (pp. 145-147) y del 25 y 26 de octubre (pp. 243-254).
[59] Actas del Concejo Municipal de la ciudad de Buenos Aires, correspondiente al año 1867, Buenos Aires, Talleres Gráficos “Optimus”, 1911, sesiones del 3 y 28 de mayo, pp. 89 y 96, respectivamente.
[60] Ibídem, sesión del 17 de diciembre de 1867, p. 384.
[61] Actas del Concejo Municipal de la ciudad de Buenos Aires, correspondiente al año 1868, Buenos Aires, Talleres Gráficos “Optimus”, 1911, p. 138, sesión del 30 de mayo, pp. 155-159; Actas del Concejo Municipal de la ciudad de Buenos Aires, correspondiente al año 1869, Buenos Aires, Talleres Gráficos “Optimus”, 1911, sesiones del 24 agosto y del 12 octubre, pp. 83 y 159, respectivamente
[62] Actas del Concejo Municipal… año 1868…, ob. cit., sesión del 28 de junio, p. 171.
[63] Nota del Administrador del Cementerio del Sur, Carlos Munilla, a la Comisión Municipal, Buenos Aires, 25 de febrero de 1868. Archivo Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, legajo 1868-10.
[64] Para 1870 se discute un proyecto en la Municipalidad para crear un mausoleo en el Cementerio del Sud de los muertos en la guerra de Paraguay. Actas del Concejo Municipal… año 1870… ob. cit., sesión del 22 de julio, p. 221.
[65] Ibídem, sesión del 19 de abril, p. 138.
[66] La República, Buenos Aires, 8 de enero de 1868, p. 2.
[67] E l motivo de realizar inhumaciones en un cementerio que ya tenía 9 años de clausurado, se estima que es debido a que durante el levantamiento de Tejedor, la zona de Chacarita fue escenario clave de los conflictos, al estar allí acuarteladas las tropas nacionales. Al respecto en la memoria se comenta que “[…] El silencio que desde años atrás reinaba en este recinto tiene que ser interrumpido para la inhumación de doscientos cuarenta y tres cadáveres, cincuenta y tres de ellos provenientes de los sangrientos sucesos que tuvieron lugar en Junio último, y el resto debió ser enterrado en el de la Chacarita cuyo acceso no era posible entonces”. S/A, Memoria de la Intendencia Municipal de la ciudad de Buenos Aires correspondiente a 1880 presentada al H. Concejo Deliberante, Buenos Aires, Imprenta Martin Biedma, 1881, pp. 140-141.
[68] Actas del Concejo Municipal… año 1870… ob. cit., sesión ordinaria del 26 de agosto, p. 278; sesión ordinaria del 21 de octubre, p. 345.
[70] No hay indicios de la extensión de algún ramal ferroviario en esta estación, y no vuelve a aparecer en ningún otro registro, lo que supone que la “estación Recoleta” haya sido un depósito provisional solo durante los meses de la epidemia de 1871.
[71] Nota del Administrador de la Estación Bermejo, Luis Mazariegos, a la Comisión Mu-nicipal, Buenos Aires, 28 de septiembre de 1871. Archivo Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, Legajo 1871-42.
[72] Actas del Concejo Municipal de la ciudad de Buenos Aires, correspondiente al año 1872, Buenos Aires, Talleres Gráficos “Optimus”, 1911, sesión del 7 de junio, p. 263.
[73] Memoria de la Intendencia Municipal de la ciudad de Buenos Aires correspondiente a 1875, Buenos Aires, Imprenta Martin Biedma, 1876, pp. 58-59; Memoria del Presidente de la Comisión Municipal al Consejo correspondiente al Ejercicio de 1876, Buenos Aires, imprenta de “El Nacional”, 1877, p. 103; Memoria del Presidente de la Comisión Municipal al Concejo correspondiente al ejercicio de 1877, Buenos Aires, imprenta de “El Nacional”, 1878, pp. 113-114.
[74] Actas del Concejo Municipal… año 1875… ob. cit., sesión del 26 de agosto, p. 329.
[75] Se mencionan para 1878, entre enero y octubre, 16 retrasos y demoras relativos a problemas técnicos con la locomotora, las vías y descarrilamientos y choques. Memoria del Presidente de la Comisión Municipal al Concejo correspondiente al ejercicio de 1878, Buenos Aires, Imprenta de “El Nacional”, 1879, pp. 602-603.
[76] Actas del Concejo Municipal… año 1868… ob. cit., pp. 192-218. Sesiones del 14, 18, 21, 28 de agosto y 1 de septiembre.
[77] Actas del Concejo Municipal… año 1870… ob. cit., sesión ordinaria del 19 de abril,
[78] Ibídem, sesión ordinaria 12 de julio, p. 208.
[79] Ibídem, sesión ordinaria del 25 de octubre, p. 352.
[2] “El médico” en: Revista Medico Quirúrgica, año 8, n° 13, octubre 1871, p. 206
[18] Mariano Di Pasquale, “Diego Alcorta y la difusión de saberes médicos en Buenos

Aires 1821-1842”, en: Dynamis, vol. 34, n° 1, 2014, p. 135-136

[22] “El eclecticismo en la medicina” en: Revista Médico Quirúrgica, año 4, n° 3, 8 mayo 1867, p. 39
[23] “Revista de periódicos extranjeros” en: Revista Médico Quirúrgica, año 4, n° 1, 8 abril 1867, p. 16
[25] “Estracto [sic] de una correspondencia del Ejército Brasilero”, en: Revista Médico Quirúrgica, año 5, n° 18, 23 diciembre 1868, pp. 275-277; año 5, n° 19, 8 enero 1869, pp. 292-294
[27] “La Fiebre Amarilla considerada bajo el punto de vista médico-político”, en: Revista Médico Quirúrgica 1871, año 7, n° 20, pp. 320-321; año 7, n° 22, pp. 348-356; año 7, n° 23, pp. 368-37
[28] “El cólera”, en: Revista Médico Quirúrgica, año 4 n° 2,23 de abril de 1867, pp. 22-23
[40] “Revista de la Quincena”, en: Revista Médico Quirúrgica, año 5, n° 21, 8 de febrero de 1869, p. 333
[69] “Un nuevo cementerio”, en: Revista Médico Quirúrgica, año 7, n° 9,8 de agosto 1870,

p. 138

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