Dossier Las Provincias des-unidas en debate

El primer ciclo del poder constituyente provincial. Variantes federales y planteo orgánico del poder en debate

María Cristina Seghesso de López
Academia Nacional de la Historia, Argentina

Investigaciones y Ensayos

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina

ISSN: 2545-7055

ISSN-e: 0539-242X

Periodicidad: Semestral

vol. 74, 2022

publicaciones@anhistoria.org.ar

Recepción: 01 Septiembre 2022

Aprobación: 14 Octubre 2022



I –Sucinto planteo de la cuestión federal

La indagación y deliberación en torno al federalismo nos enfrenta a un proceso de naturaleza dinámica y versátil, cuyo desenvolvimiento conlleva variados matices y visiones interpretativas. En este sentido, en nuestra historiografía hay distintas lecturas jurídico-políticas, que analizando pretéritas relaciones de poder, con sus estrategias de descentralización y prácticas, configuran renovadas versiones para comprender la cuestión federal en el espacio rioplatense.

Sostiene Levaggi, que antes de apelarse al vocablo federal existieron regímenes que respondieron a lo que después se le dio tal denominación (Levaggi, 2007, p.17)[1]. Y en los clásicos estudios de Carl J. Friedrich (1946 y Bowie y Friedrich 1958) se afirma, y lo comprueba el derecho comparado, que hay tantos federalismos como Estados federales con sus múltiples variantes (Bazan, 2013; Bragoni, 2021; Castorina de Tarquini, 1997). También sobre pioneros cotejos internacionales, a los que se suma la casuística argentina, José Nicolás Matienzo sostuvo a comienzos del siglo veinte que “hay tantos federalismos como naciones federales. Cada pueblo tiene su Constitución particular y su modo peculiar de practicarla. El federalismo argentino -subrayaba- no es el alemán, ni el suizo, ni el norteamericano, ni el canadiense, ni el australiano, ni el brasileño” (Matienzo, 1994, p. 26). Y en ese “juego de causas y efectos”, Zorraquín Becú distinguía una multicausalidad de origen expresando que “Tal diversidad de factores torna ridícula pretensión el encontrar una sola causa al federalismo. Nacido de la entraña del pueblo argentino, constituye un fenómeno tan complejo como la vida misma, con sus matices y sus desequilibrios” (Zorroaquin Becú, 1981, p. 14).

De este contexto, paralelamente emergen dificultades de precisión, como distinta carga significante con las voces federación, confederación, y consecuentemente con federalismo. En el lenguaje contemporáneo, las dos primeras corresponden a conceptos distintos respecto del que tuvieron a comienzos del siglo XIX en nuestro territorio. En ese pasado, el uso ambiguo del término federación, y la sinonimia con confederación, han generado confusiones y -como hace notar Segreti- la palabra federal tiene más de un significado; de ahí los replanteos sobre el tema, desde el punto de vista político y semántico (Romero, 1976; Segreti, 1982; Chiaramonte 1993 y 1997; Goldman, 1998; Agüero, 2019). Al respecto, es de tener en cuenta que hasta pasada la mitad de la citada centuria, hubo ausencia léxica del vocablo autonomía[2].

Con perspectiva sincrónica, Segreti indaga tópicos diferenciadores en los inicios decimonónicos. En primer lugar consigna la irrupción separatista y en bloque de Paraguay, luego el federalismo artiguista en la Provincia de la Banda Oriental y su intento de avanzar desde el litoral al interior mediterráneo portando banderas federo-confederativas, y en tercer término, la centralidad funcional y la fórmula de equilibrio que incorpora Córdoba (Segreti, 1995). Sobre estas bases, insumisas a una mirada homogeneizante, arrancan los sucesos de 1820, con la problemática que Botana define como primera versión de nuestro federalismo (Botana, 2019, p. 163).

II – Crisis, estallido, y consignas del cambio

Cabe señalar que en este federalismo gravitaba un heterogéneo medio físico y el espíritu localista (Martiré, 2010, p. 106), junto con la experiencia capitular y el rol de Buenos Aires como centro y eje político. Por otra parte, a medida que corría la primera década patria, crecía un clima de tensión alimentado por el desacuerdo y la confrontación con el poder central, que tendría en el año veinte su punto de inflexión. El arranque lo produjo el pronunciamiento de Arequito, el 8 de enero de 1820. Es sabido que este levantamiento fue conducido por el coronel Bustos, quien desobedeció la orden superior y rompiendo la cadena de mandos, negó al directorio la ayuda militar solicitada para enfrentar a los federales del litoral. Tampoco concurrió a este llamado el general San Martín, anteponiendo su irrenunciable meta de emancipación americana. Como era de suponer, sin estos fundamentales auxilios quedó anticipado el resultado, que se produjo el 1° de febrero en el campo de Cepeda, con la derrota de Buenos Aires ante la ofensiva montonera de entrerrianos y santafecinos.

La batalla puso fin a una etapa e instaló un nuevo régimen. El choque derrumbó al Directorio, dio término al Congreso, cercenó la vigencia de la Constitución jurada en 1819, y clausuró toda discusión o intento de monarquismo. Fue un enorme y drástico giro, que provocó la fragmentación de las intendencias y el surgimiento de un mosaico de provincias. Se inició así una década acéfala de poder central -exceptuando el lapso 1825/1827- en la que las relaciones exteriores serían asumidas de facto por el gobierno de Buenos Aires; asunción que se produjo sin aclaraciones previas y con el silencioso consentimiento de las nuevas provincias[3]. Comenzó entonces una etapa fundacional para legitimar las autoridades locales mediante un sistema electivo de alterada práctica, unido a convocatorias a congresos que pretendían dictar una Ley Suprema constructora del Estado y estabilizadora del régimen político.

Arequito pre-anunció el vuelco y Cepeda lo concretó, pero el clima de conflicto se extendía a todas partes. Casi paralelamente advino el estallido en tropas del Ejército de Los Andes, que se hallaban acantonadas a la espera de cruzar a Chile. El movimiento del 9 de enero de 1820, encabezado por el capitán Mariano Mendizábal al mando del regimiento de cazadores, derrocó el gobierno de San Juan, y este hecho fue el detonante regional, que escindió la Intendencia de Cuyo y colocó en un pie de igualdad a San Juan, San Luis, y Mendoza.

En Córdoba, el fermento federalista y el pronunciamiento de Arequito aceleraron la caída del debilitado gobernador Castro y la elección de un interino. El 30 de enero, el grueso del ejército rebelde con Juan Bautista Bustos hizo su entrada victoriosa a aquella ciudad acompañado de sus oficiales, entre ellos José María Paz y Alejandro Heredia. El 18 de marzo se reuniría una singular asamblea que asumió la potestad constituyente y declaró la independencia de jure de Córdoba; tres días después, se llamó a comicios, con amplia convocatoria concediendo el sufragio a varones mayores de 20 años, con la obligación moral de votar (Seghesso de López, 1999, p. 253). La elección consagró cómodamente a Bustos gobernador, en un acto en el que no participó La Rioja pues desde el 1° de marzo había decidido segregarse de la intendencia (Segreti 1995 y 1982). Con estos sucesos empezaría el liderazgo del jefe cordobés y su lucha por convocar en su provincia un congreso constituyente bajo signo federal (Ferrer, 2021).

Estos eran en los primeros momentos de la vertiginosa transformación en marcha.

III – Ciclo constituyente originario en la década del veinte

Con el marco de los acontecimientos suscitados se abriría al ciclo de un poder constituyente local, creador del derecho público provincial, y legitimador del cambio político que advenía con la construcción de las denominadas “provincias históricas”[4].

Preliminares del ciclo

Este período de organización bajo el dictado de leyes fundamentales en las provincias, se inicia con Cepeda, pero ya la Banda Oriental había arrancado en 1813 con su proyecto de constitución federal[5], y operaba además el embrionario precedente santafecino de 1819, con su Estatuto Provisorio, redactado con perspectiva autonómica y rubricado -en discutida autoría- por el recientemente electo gobernador Estanislao López. Al articulado se adjuntaba un Manifiesto que afirmaba la voluntad de “formar una República en el corto seno de nuestro territorio” y “formar el código de nuestra dirección”[6]. El texto se extendía en disposiciones, que a modo elemental mostraban el tránsito de la administración indiana a la independiente (Halperin Donghi, 1994, p. 381). Acentuaba la centralidad de la fe católica como religión provincial, conminando a todo infractor de esta cláusula como “enemigo del país, por la violación de sus primeros fundamentos” (art. 2). Sostenía la soberanía del pueblo (art. 6) y fijaba la ciudadanía en “todo americano”, con excepción de los “deudores al fondo público” y de “Cualquiera que por su opinión pública sea enemigo de la causa general de la América” o “especial de la Provincia” (sección II). Contenía además la defensa de principios fundamentales que con otros requerimientos aparecían en el juramento del primer mandatario. El diseño de poder instituía un gobernador, electo por vía indirecta, con dos años de mandato y amplias facultades, en cuya acefalía debía ser reemplazado por el Cabildo. Este ejecutivo se fortalecía por falta de resistencias para su reelección y por su ingerencia en la justicia; se agregaba además que era “uno de los actos más esenciales de la libertad del hombre, el nombramiento de su caudillo” (art. 19), lo que implicaba el reconocimiento legal de un sujeto político protagónico, normalmente asociado al personalismo del gobernador. El articulado mantenía la corporación capitular, que perviviría hasta 1832, con cabildantes nombrados anualmente por la Representación de la provincia (art. 9). Y en este esquema, la Administración de Justicia estaba en manos de jueces con apelación ante el propio Ejecutivo (art. 29). El Estatuto concluía con cláusulas de cuño liberal referidas a la seguridad individual (Sección VIII) y dejaba en vigor las leyes anteriores siempre que no contradijera la nueva legislación (art. 59). En rigor, fue una inicial norma suprema, que con reformas mantendría prolongada vigencia.

Declaraciones y premisas constructoras de un nuevo orden local

En el escenario de descentralización producido, cada entidad local procuró afianzar su legitimidad mediante la redacción de un texto codificado, un corto número lo hizo con el dictado de una legislación constituyente, y también se formularon proyectos de base regional.

El federalismo como régimen había ganado la contienda en 1820, pero necesitaba superar un entorno de incertidumbres con certezas legales. Había un trayecto constitucional europeo precedente, pero se erguía como modelo la experiencia norteamericana junto a ensayos y textos supremos de jurisdicciones del Cono Sur, y también venía en auxilio la difusión de autores y obras, como la de García de Sena, editada en español en 1811, con el título: La independencia de la Costa firme justificada por Thomas Paine treinta años ha, que San Martín se había preocupado por hacerla conocer durante su campaña. En consecuencia, la década del veinte abre a un proceso constituyente ordenador de un nuevo régimen local, que se concretó en valiosas fuentes como el Reglamento Provisorio de Córdoba (1821)[7], el de Salta y Jujuy (1821)[8], un primer Reglamento Provisorio Constitucional de Corrientes (1822) y el segundo que lo actualiza (1824), el Estatuto Provisorio Constitucional de Entre Ríos (1822)[9], el Reglamento Constitucional de Catamarca (1823), y la redacción del Reglamento de Organización Política (1830) de Santiago del Estero. Se conjugó así un innovador orden jurídico-político y local, que paralelamente incluyó propuestas regionales, tratadas más adelante. Por otro parte, cuando faltaron textos orgánicos la normativa fue llenando los vacíos, como sucedió con Buenos Aires, La Rioja y Mendoza. Funda San Juan una variante con la declaración de derechos en la Carta de Mayo de 1825, nacida con el patrocinio del gobernador Salvador María Del Carril, y la preceptiva que regulaba al órgano judicial con rótulo de Constitución Provincial (1824), (Acevedo, 1981, p. 28).

En este itinerario, el proceso federal avanzó con declaraciones de soberanía e independencia, por parte de provincias que tomaban vuelo sin gobierno central. Una etapa percibida como transitoria, en la que las constituciones y los pactos proyectaban la creación de un orden superior estadual. Se convenía en “la necesidad de un proyecto político de gobierno y administración -como decía en su prefacio el Reglamento de Corrientes en 1821- que promueva la gloria, la prosperidad y la buena dirección en toda la provincia”. Esa dualidad poder local-poder estadual, muy presente en el imaginario, se consignaba en las Normas Fundamentales. Lo hizo la Republica de Tucumán en las atribuciones al legislativo “sin mezclarse -decía- en las providencias privativas del Congreso de la Nación”, y adhiriendo a la unión de todas. Lo denota el Reglamento Provisorio de Córdoba en 1821, al sostener que era “provisorio” en tanto “el Congreso General de las [Provincias] Unidas, arregla el plan que debe regirlas perpetuamente” (Celesia, 1932, p. 36), y a continuación deslindaba las dos esferas de gobierno: el “Congreso de la Provincia” y el “Congreso General de los Estados”, el “Poder Ejecutivo de la Provincia” y el “Poder Ejecutivo Federal”. También el Estatuto Provisorio Constitucional de Entre Ríos expresaba que se constituía “con calidad de por ahora” hasta las “últimas declaraciones del Congreso General de todas” y en 1826 Mendoza, carente de una Carta Suprema, estipulaba que “Se dará constitución a la provincia subordinada a la que se dé a la nación por el congreso general constituyente”[10].

La misma distinción de órbitas con voluntad de integración es la que impulsaba el contractualismo provincial entre 1820 y 1831, cumpliendo un rol instrumental que mantendría a lo largo de cuatro décadas (Tau Anzoátegui y Martiré, 2005, p. 371). “Fin a la revolución - Principio al orden” proclamaba el Manifiesto que precedía al citado Reglamento de Corrientes, y esta consigna que apuntaba a la unión con una Ley Suprema, fue también objetivo prioritario del régimen sinalagmático; un régimen que se fue construyendo a partir del Tratado del Pilar (1820), con acuerdos regionales y bilaterales, con las grandes convocatorias como el Pacto Multilateral de Córdoba (1827), la Liga del Interior -mal llamada “Liga Unitaria”- y al culminar la década con el Pacto Federal de 1831, por citar los más sobresalientes de esta etapa.

En sintonía con la retórica del liberalismo y siguiendo fuentes cercanas, especialmente el Reglamento de 1817 y la Constitución de 1819, los textos provinciales sostuvieron los clásicos derechos a la vida, libertad, reputación, seguridad y propiedad (vgr. las Leyes Supremas de Tucumán, Córdoba, Entre Ríos, Catamarca, Corrientes, y legislación de Buenos Aires y Mendoza, principalmente), también se declaró la igualdad legal y el derecho a la intimidad, en otros casos se destacaba el sacro lugar de la propiedad o la custodia del propietario (Reglamentos o Estatutos de Tucumán, Entre Ríos y Catamarca); muy escuetamente resguardaba Salta la seguridad, propiedad y libertad de prensa, mientras Santa Fe concentraba en su articulado las garantías sobre la seguridad individual. Con notorio interés esta normativa incluía la libertad de prensa, a la que El Estatuto Entrerriano adosaba en apéndice con remisión al decreto del 26 de octubre de 1811; precedente que también adoptaba el Reglamento catamarqueño un año después. Por otra parte, la aplicación de esta libertad de prensa se concatenaba con el valor de la opinión pública, impulsada por un incipiente y extraordinario periodismo provincial, cuya copiosa circulación mostraba Buenos Aires, Córdoba y Mendoza (Weimberg, 2001, p. 461; Céspedes, 1936; Lobos, 2011), entre las principales. Asimismo, las libertades públicas se vieron incentivadas por la difusión del Ensayo sobre las garantías individuales, del publicista francés Daunou, que en 1822 y por encargo de Rivadavia tradujo al español el Deán Gregorio Funes, apareciendo por la imprenta de expósitos en dicho año.

Entre las preferencias vinculadas a la confesionalidad de los estados provinciales, emerge la religión católica como credo oficial. La adelanta el Estatuto Provisorio de Santa Fe, aunque ya existía como culto estatal en precedentes normativos patrios y lo avalaban también las Cartas Supremas de Hispanoamérica del período Esta prescripción provenía de una arraigada tendencia religiosa de raíz indiana, y consecuentemente fue consagrada en el juramento de los ejecutivos y en gran parte de la normativa redactada a partir de 1820[11]. La contracara laicista se dio en menor grado dentro de la esfera local, y fue impacto de quiebre la reacción que produjo en muchos sectores de la población el Tratado de amistad, comercio y navegación firmado en 1825 con Gran Bretaña; acuerdo que reconocía el derecho de los súbditos británicos para practicar su culto en este territorio (art. 12)[12]. Dentro de esta línea se percibe al Estatuto de Entre Ríos en 1822, que mantenía el juramento tradicional pero omitía referencias a la cuestión religiosa, fijando solamente la sujeción al episcopado bonaerense[13]. También se ubica en esta tendencia, la libertad de cultos de la ley porteña del 12 de octubre de 1825, a la que se sumó un año después, la inesperada “racha de liberalismo” de la Sala legislativa de Córdoba, que decidió suprimir la invocación religiosa en el juramento del gobernador[14]. Aunque la reforma cordobesa rigió pocos años, sorprendía que se diera en una provincia que férreamente sostenía al catolicismo como religión oficial y cuya actitud de lucha, con eco en la prensa, se había manifestado al declararse atacada en su fe por las reformas rivadavianas y por el Tratado con Gran Bretaña (Lobos, 2011, p. 64). Es de notar, que la exclusividad del credo había sido asumida con gran fervor por los pueblos desde tiempos coloniales, de ahí la reacción que desató el Tratado con Gran Bretaña en febrero de 1825 y, unos meses después, la Carta de Mayo en San Juan, que otorgó la libertad de culto provocando encendida controversia y resistencia, hasta lograr su derogación y la quema pública del documento. Al año, esta problemática volvería a ser causa de discusión, con el debate sobre el culto en el Congreso Constituyente convocado en Buenos Aires, asamblea que brevemente incluyó en el Texto Supremo de 1826 la protección y el mayor respeto a la religión católica[15].

Formatos del nuevo poder local

La nota resaltante de la década fue la drástica caída en cadena de los cabildos, órganos representativos del gobierno local, cuyo abrupto final se produjo entre 1810 y 1838 (Sáenz Valiente, 1952). Estos institutos eran de profundo arraigo, y el de Buenos Aires se había destacado ganando rédito en la conducción patria desde 1810, tiempo en el que compatibilizó sus atributos indianos con funciones de control sobre la Primera Junta de gobierno. El movimiento comenzó en Entre Ríos con la desaparición de los cabildos de Gualeguay, Concepción del Uruguay y Gualeguaychú, con palmario impacto territorial fueron eliminados los de Luján y Buenos Aires, a partir de los cuales y por prescripción constitucional o normativa, concluyó el de La Rioja (entre 1820 y 1822), sin mayor discusión cayeron los de Córdoba, Río Cuarto y La Carlota en 1824 (Lobos, 2011, p.47), en el mismo año San Juan y Tucumán, en 1825 Mendoza, Salta y Corrientes[16], en 1828 Catamarca, y entre 1827/28 San Luis. Este fenómeno se produjo sin que se previera un régimen municipal sustitutivo, y continuó en la década del treinta, con el derrumbe de los de Santa Fe y Santiago del Estero (leyes de 1832 y desaparición en enero de 1833), finalizando con el de Jujuy que se suprimió por decreto en 1837 y dejó de existir en 1838.

La absorción de funciones por los nuevos órganos del poder local, fue una de las principales razones argüidas en el vaciamiento de los ayuntamientos, aunque la complejidad del proceso lo muestra la casuística, ya que en distintos tiempos fue perdiendo representatividad mientras crecía en competitividad y en garantías de orden la Sala legislativa, pese a la defensa que en algunos casos acometieron los cabildantes[17]. En corto tiempo fueron decreciendo las funciones capitulares y la generalidad concluyó con el desprendimiento de la justicia ordinaria, que mayoritariamente pasó a jueces de primera instancia. Aludiendo a estos cambios, poco antes de ser eliminado el ayuntamiento mendocino, el gobernador de esta provincia informaba en su mensaje a la Junta de Representantes los “bienes incalculables” alcanzados en la ciudad sin la intervención del órgano capitular, cuyas funciones eran prácticamente inexistentes, y señalaba el contraste que se daba “entre la antigua corporación del Cabildo y los magistrados que se han creado en su lugar”[18]. Junto con las particularidades que experimentó cada localidad, desde la reducción de las prerrogativas de este instituto hasta su supresión, es de reconocer el peso que tuvo en este proceso la abolición de los ayuntamientos bonaerenses[19]. En rigor, el proceso de debilitamiento capitular muestra variados matices a medida que se transita el decurso provincial.

Junto con las transformaciones introducidas, las provincias -en general- constitucionalizaron la ciudadanía con derecho al sufragio, pero con mayores exigencias en los casos del voto pasivo[20]. Se exceptuaban del mismo las mujeres, los extranjeros sin naturalización y a los peninsulares los incorporaba si adherían a la causa o si obraba el reconocimiento de nuestra independencia por España. Tampoco accedían a la ciudadanía los acusados por delitos, los condenados a pena de muerte, los dementes, deudores y sectores bajos de la población sin ingresos lucrativos como era el caso de los jornaleros, entre otros. En este tema, el Reglamento de Córdoba repetía legislación de la anterior década y les vedaba este derecho a los domésticos asalariados, a los carentes de propiedad con cierto valor, exceptuando si profesaban arte liberal u oficio productivo o útil; también excluyó a los originarios de África, salvo que probaran tener padres ingenuos, pero para el voto pasivo debían estar fuera del cuarto grado respecto de sus mayores[21]. Dentro de esta concepción y consecuentes con una tradicional noción antropológica que perduraba como valor, Córdoba y Catamarca meritaban en sus cláusulas constitucionales al “hombre de bien”[22], esto es, al buen padre de familia, buen hijo, buen amigo, buen esposo o al vecino, según una u otra, tal como lo definían el Estatuto de 1815/16 y el Reglamento de 1817. En concordancia con esta visión, las garantías a la seguridad personal resultaban insuficientes, sostenía Rivadavia, si no se sometían al crédito del buen nombre[23].

En este proceso de organización local fue asunto primordial y de innovación, la ecuación que formulaba los derechos y la separación trinitaria del poder, universalizada en el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre en 1789. En consecuencia, en las Cartas sancionadas y en las normas locales se impuso la secuencia de las potestades legislativa, ejecutiva y judicial, de costosa práctica en la separación de funciones; una dificultad a la que se sumó la ausencia de letrados para la instancia judicial y la falta de capacitación para los cargos públicos. De ahí que, atendiendo a la formación de este sector, el gobernador de Buenos Aires Gregorio Las Heras resolvió por decreto la preparación de jóvenes para dichos empleos, aprendizaje que hizo extensivo al Interior invitando a los gobiernos locales para que enviaran a sus comprovincianos[24].

La rama legislativa, con límites en el origen[25], denominada congreso, asamblea, sala o junta representativa, cobró fuerza con el principio de la representación política y en lo estructural se impuso el unicameralismo[26]. El sistema electivo previsto para legitimar a los representantes respondió a normativa de la década anterior, con la adopción de un sistema indirecto -exceptuando a Buenos Aires[27]- y requirió para la función -según los textos- 7 u 8 años de ciudadanía, residencia en la provincia, en general 25 años de edad y capacidad económica (capital o patrimonio) o arte, profesión liberal u oficio útil; exigencias que coadyuvaban a afirmar una elite de representación. A esta diputación se le reconocía inmunidad de opinión en su desempeño, no pudiendo ser molestados en discursos y debates. En algunos casos se les concedieron dietas, aunque éstas dependían de las deficitarias cajas locales. Gozaron, en general, un mandato de dos años, de cuatro en Tucumán, Córdoba (igualdad temporal con el ejecutivo), y Santiago del Estero, con renovación por mitades y expresa reelección perpetua en las constituciones de Catamarca y Entre Ríos. Estas Salas sesionaban en general seis meses al año, en trienios o bienios, y en 1822 Entre Ríos incluyó una “Comisión Permanente” de cinco diputados, con ejercicio el mismo tiempo que el ejecutivo, también el gobernador de Mendoza solicitó en 1828 igual Comisión para el receso legislativo (Pérez Gilhou, 1997 p. 18), y Buenos Aires la incluyó en el proyecto de 1833. Respecto al número de diputados por jurisdicción, como para ciudad y campaña, varió la cifra en razón del funcionamiento antes que en proporción a la población que dependía de un censo. En esta composición, la República de Tucumán mantuvo un tópico corporativo, al integrar al cuerpo con diputados y un eclesiástico.

Fue propio de la época, que este novedoso órgano, al que ideológicamente se le concedía superioridad, asumiera tareas constituyentes y legislativas, reconociendo la supremacía y particularidad de las primeras sobre las segundas. Una distinción que en 1821 el Reglamento de Córdoba receptó en el quórum, al requerir dos tercios de los sufragios para sancionar asuntos constitucionales, “un voto sobre la mitad” para los considerados graves, y simple mayoría para los demás (Capítulo XII); con el mismo tenor, el Estatuto de Entre Ríos pautó un procedimiento con trabas de trámite para aprobar su reforma (Sección 13), con el objeto de detener intempestivas modificaciones y a fin de garantizar la estabilidad jurídica.

Las atribuciones de este órgano fueron las propias de la esfera legislativa y algunas de carácter supra provincial en razón de las circunstancias. En este contexto, las Salas podían establecer contribuciones, derechos de importación y exportación, recibir empréstitos, reglar el comercio interior y exterior, celar la calidad de la moneda que, más allá de los atributos reconocidos, eran temas fundamentales ante la crítica situación de las economías locales; algunas de ellas padeciendo escasez de numerario y falsificación de la moneda como efecto, más una acuñación local de mala calidad, aceptada por necesidad. Siguiendo la enumeración, a esta Cámara legislativa se le otorgó crear y suprimir empleos, elaborar planes y ocuparse de los establecimientos de educación, recibir anualmente del Ejecutivo la cuenta de las rentas públicas, pedir informes al Ministro, resolver la guerra defensiva en caso de ataque, y dada la inexistencia de autoridad central se la facultó para levantar tropa con participación del gobernador, como en los asuntos de la guerra y la paz que era competencia de un Congreso estadual, entre los principales atributos. En estos articulados se contempló además la sustanciación del juicio político a los tres altos poderes de gobierno, tal como lo registran las Normas Fundamentales de la República de Tucumán (1820), Entre Ríos (1822), Catamarca (1823), y en el sistema bicameral lo estableció el proyecto porteño de 1833 (art. XXI, inc.2). Complementando el control de responsabilidad política se incluyó el juicio de residencia al terminar el mandato, instituto indiano que fue previsto para los altos funcionarios de gobierno (vgr. gobernador, alcaldes, empleados públicos o miembros de tribunales), según lo prescribían Estatutos o Reglamentos de Córdoba (1821), los Pueblos de Cuyo (1821), Catamarca (Providencias varias), San Luis (1832), dos proyectos elaborados en Buenos Aires (en 1824 el de E. Gascón y el citado de 1833), la ley sanjuanina de 1832 (Ramella de Jefferies, 1985, p. 163)[28], y la casuística habida en Mendoza (Seghesso de López, 1997, p. 127). Fue un control que pervivió con irregular vigencia.

Es de señalar que los gobernadores que en 1820 llegaron al poder local, se abocaron a una tarea fundacional en cogobierno con los otros dos órganos, acorde con la buscada separación de poderes[29]. A estos destacados actores de la política se les requirió edad algo mayor que a los diputados, 26, 30 o habitualmente 35 años cumplidos, en algún caso 6 o 7 años de residencia, en tanto que Córdoba y Mendoza incluyeron tener capacidad económica (propiedad de cierto valor) y Corrientes en sus dos constituciones agregó que fuera oriundo de la provincia con calidad de nacimiento legítimo. En un comienzo, la acefalía gubernativa fue cubierta por el cabildo, históricamente receptor del mando político, pero a medida que esta institución se debilitaba fue la Sala Legislativa la que elegía al titular o al sustituto en ausencias temporarias; y en 1821, Corrientes introdujo la consabida asamblea electoral, y Mendoza exigió en 1825 que para esta elección se duplicara la representación –la Sala doblada- acotando en 1827 que se verificara por mayoría absoluta de sufragios (Seghesso de López, 1997, p. 28). Este primer mandatario asumió en tiempos en que la crisis de gobernabilidad no dejaba respiro a los esfuerzos de organización y, aunque se aplicaba el sistema electivo para nominarlo, la lucha facciosa como la intervención militar alteraron el acceso al cargo. En consecuencia, hubo desde un paso vertiginoso de gobernadores o, contrariamente, una excesiva permanencia; indómita realidad en la que apareció la figura conductora del “caudillo”, nuevo y polémico actor que expresamente se ponderaba en el texto santafecino de 1819. Se estaba así ante una situación dicotómica, donde basta recordar los casos de Felipe Ibarra y Estanislao López con largos años en la silla gubernamental de Santiago del Estero y Santa Fe, respectivamente; mientras en San Juan se sucedían diez y ocho gobernadores entre 1823 y 1832 (Ramella de Jefferies, 1985, p. 159)[30] y en Tucumán diez y nueve entre 1822 y 1832, heterogeneidad que con variantes intermedias atravesaba la organización del territorio rioplatense. En 1821, reunidos en la Sala Capitular salteña quienes habían rubricado las reglas de gobierno para la provincia, procedieron a elegir gobernador intendente, y fue en este acto cuando Facundo Zuviría -autor del proyecto constitucional- advirtió a los presentes:

Se engaña el Gefe que calcula perpetuarse en el mando, desquiciando autoridades superiores, fomentando facciones, inspirando terror, desembozalando (sic) la fiera multitud. Un día llega siempre en que la justicia se irrita y despedaza al tirano (Silva, 1937, p.426)

Estas palabras aludían a un escenario del que no se podía prescindir, de ahí que fue voluntad del constituyente apelar a la legalización de mandatos breves para el ejecutivo. Con este objeto, varios textos provinciales le fijaron dos años de gobierno (Santa Fe, Salta-Jujuy, E. Ríos, Catamarca, San Juan y San Luis), otros llevaron el plazo a tres (Buenos Aires, Corrientes, Santiago del Estero y Mendoza pasó de dos a tres por ley de 1827), y dos optaron por cuatro (Tucumán y Córdoba). En compatibilidad con este mandato y a fin de evitar personajes encaramados en el poder, la reelección fue limitada en amplia mayoría[31]. Con variada expresión se admitió que fuera reelecto sólo una vez (Catamarca, Mendoza en 1827), con alto quórum de un voto sobre los dos tercios (Córdoba), por unanimidad (Tucumán, Entre Ríos), sin reelección a continuación debiendo dejar pasar un mandato (Salta, Mendoza en 1825) o seis años (Buenos Aires, proy. 1833), y “no podrá ser reelecto” sostuvo escuetamente la Carta de Corrientes (1824). Esta regulación de difícil cumplimiento -como se ha dicho- apuntaba a lograr dos principios fundamentales del orden republicano: la periodicidad y la alternancia.

Este mandatario, en algunas redacciones denominado “gobernador intendente” por tradición o por inercia semántica, asumió la función de gobierno en concierto con los otros dos órganos. Paralelamente tuvo la jefatura militar con las atribuciones pertinentes, siendo habilitado para abocarse a los asuntos de la guerra y la paz en acuerdo con el legislativo. Mantuvo a la usanza indiana el título de “capitán general”, tal como se registra en Mendoza, Corrientes, y en 1835 en Jujuy. Y en las atribuciones que tenía en este ámbito se percibe también la huella de la contienda interna, pues al gobernador se lo facultaba para detener conspiraciones, invasiones, tumultos, insurrecciones, y actos de traición, según las puntuales y previsoras cláusulas de Tucumán, Salta (con Jujuy), Corrientes (en sus dos constituciones), Entre Ríos y Catamarca.

En coordinación con el área legislativa, al Ejecutivo generalmente le competía publicar y hacer ejecutar las leyes, ejercer la iniciativa legislativa, el veto, la apertura de las sesiones y en algunos textos se le precisaba la convocatoria a extraordinarias. Concatenado con la publicidad de las leyes se consideró que el bando era insuficiente y en el marco de las reformas administrativas porteñas se creó en setiembre de 1821 el Registro Oficial, apareciendo luego en las provincias (Levene, 1945,p. 314)[32]. En ciertos articulados, expresamente se le otorgó al gobernador nombrar empleados, remitir a la Sala el estado de la renta, ejercer el patronato, decretar el indulto, designar y destituir a su secretario que comenzaba a cumplir con la refrendata, como también celebrar y concluir tratados con parecer y consentimiento de la Sala. Entre estas competencias, Córdoba introdujo en 1821 una singular cláusula otorgando al gobernador la función de Agente natural e inmediato del Poder Ejecutivo Federal para todo aquello que siendo de su resorte o del Congreso General de los Estados, no estuviese cometido a empleados particulares (Cap. XV, art. 1); novedad que no contemplaron otras jurisdicciones, sólo estaba incluida en la Constitución de Venezuela (21-XII-1811, Sección Quinta, art. 108). Esta medida de raigambre unitaria y justamente por eso de fuerte controversia posterior, fortalecía a un poder estatal en ese momento inexistente. Con ella se institucionalizaba un federalismo de carácter mixto, que combinaba dos principios opuestos de organización, y en el que -en opinión de Celesia (1932, p51, 54)- debió jugar la necesidad de detener en un futuro la intromisión de funcionarios del gobierno central en la provincia. Esto respondía a una mecánica de entendimiento entre dos órbitas de poder que, sin confrontar, debían interactuar políticamente tras una meta común; un sugerente ensamble, que introducía un particular matiz a nuestro federalismo y como tal continúa con actualizada aplicación[33].

Dentro de las funciones de gobierno hay remisión a fuentes y leyes pretéritas. Entre otras, encontramos que en Tucumán a los “Gobernadores de los Pueblos” -llamados también “Gobernadores Intendentes”- se les otorgaban las causas indianas sin la jurisdicción ordinaria (Capítulo 4°, art. 1), Salta remite al Reglamento Provisorio (1817) al referirse a las facultades del ejecutivo (art. 7), y en otros casos se recurre además a la Constitución de 1819 (Silva, 1937, p. 473). Concordante con las continuidades, los dos textos supremos de Corrientes incluían la tradicional “Visita”, imponiendo al gobernador la tarea de recorrer anualmente el territorio de la provincia.

Una anomalía de fuerte permanencia que desequilibró en las provincias la balanza del poder -como señala Tau Anzoátegui[34]- fue la decisión de delegar facultades en el Ejecutivo. Esta delegación, dúctil en su definición y alcance, se realizó invocando diferentes causales y variando la amplitud y los plazos, como sucedió con los primeros gobernadores bonaerenses en 1820. Las Salas concedieron facultades ordinarias y extraordinarias en todas las provincias, algunas concesiones tildadas de omnímodas o plenas, hasta su máxima expresión con la suma del poder público, que tocó límites al convertirse en poder discrecional absoluto, en dictadura legal. Comprueba el citado autor, que el incremento que tuvieron estas facultades desde 1820 a 1835, obedeció o se justificó en que eran indispensables para la función, pero a partir de 1835 “constituyó un principio orgánico usado para la conservación y el desarrollo del régimen político” (Tau Anzoátegui, 1961, p.94). Con sutil prevención, el Texto correntino de 1821 prohibía al ejecutivo dificultar u obstruir el ejercicio del poder legislativo, calificando de traidores a quienes transgredieran la disposición (Sección IV, art. 15), también en Mendoza hubo moderación en esta delegación con frenos y condicionamientos[35], y el proyecto bonaerense de 1833 directamente vedaba investir al primer mandatario con las facultades extraordinarias (art. CLXX). En la década del veinte encargar al ejecutivo estas facultades fue costumbre generalizada, aunque con ciertos controles, pero resultó de notorio crecimiento en el período siguiente; y en esta práctica, el rostro emblemático y negativo lo tuvo Juan Manuel de Rosas, de lo que se derivó la condena de traición a la patria para los que las asumieran, según la prescripción del artículo 29 en la Constitución de 1853.

Conforme a los itinerarios que recorría la organización del nuevo poder local, tuvo particular desarrollo la administración de justicia, que como en casos anteriores hallaba precedente de inspiración en el Reglamento Provisorio de 1817 y en la Constitución de 1819. Pero ¿Era el judicial un poder a la par de los otros? Este fue el interrogante del diputado Paso en el Congreso reunido desde 1824 en Buenos Aires, y se suscitó al debatirse la delegación de la soberanía en los tres altos poderes del Estado. La inquietud del convencional se fundaba en la situación sublegal de esta rama, que -decía- “nada tiene que ver en la ley”[36]. Introducía una cuestión de desigualdad en la tarea legislativa y se sintonizaba con la idea de Montesquieu, quien definía al judicial como poder “invisible” y “nulo”, ciego obediente de la ley y frenado como su intérprete. Sin mayor eco le fue rebatida la opinión al citado diputado, y las provincias -apartadas de esta disquisición doctrinaria- incluyeron al órgano judicial respondiendo al divulgado dogma de separación de poderes, y a la voluntad de garantizar su difícil independencia[37]. Bajo estas consignas y en relación con la evolución de cada jurisdicción se fijaron instancias de ejercicio, con algunas variantes en la nominación aunque similares en las funciones. Con la eliminación de los cabildos se instaló la justicia inferior civil y criminal que, con ciertos cambios, se movía dentro de lo que habían sido los cánones capitulares. En síntesis, se instituyó una primera instancia con autoridades subordinadas en ciudad y campaña, además de otras judicaturas (vgr. Defensor de pobres, menores y esclavos, juzgados mercantiles, fuero militar, etc). Para la segunda instancia se crearon las denominadas Cámara de Apelaciones, Cámara de Justicia, Alta Corte o Corte Suprema[38], y empezó a desaparecer la alta autoridad local del Juez de Alzada. Estas transformaciones muestran diferencias entre la administración judicial porteña y la del Interior, por un lado, la ex capital virreinal con tribunales de ganado prestigio y con un funcionamiento de justicia letrada, y por otro, la organización de provincias que llevaban adelante las innovaciones con serias dificultades económicas y falta de letrados, carencia que favoreció la prioridad de una orientación más lega que letrada (Tau Anzoátegui, 1973, p. 233). En tal sentido, la exigencia de ser abogado fue un requisito para la justicia superior, pero el cumplimiento fue arduo en la mayoría de las localidades, y en algunos casos dio pie a claras incompatibilidades[39]. Desde los comienzos patrios, a estos jueces se les reconoció inamovilidad por buen comportamiento, permanencia que se vio interceptada por la guerra interna o por la propia legislación, como ocurrió en San Juan que fijó períodos de duración para los jueces. En cuanto a la nominación para la alta justicia fue, en general, decisión del ejecutivo con anuencia del legislativo o de una terna o lista que le elevaban sus tribunales, designación para la que se les exigía entre 25 y 30 años de edad, y en algunos ordenamientos se agregaban calidades económicas o profesionales.

Esta organización de los tribunales locales y su adecuación al medio, con avances y regresiones[40], fue afirmando principios sustentados en innovaciones y pervivencias. Se impuso el principio de legalidad, y en pocos casos se incluyó la interpretación legislativa[41]. En la retroversión de la soberanía al pueblo halló fundamento la trilogía tripartita del poder, y en esta soberanía se asentó la idea de una justicia de origen popular, lega, en que el acusado fuera juzgado por sus iguales, esto es, el juicio por jurados que -dependiendo de las circunstancias- fue propuesto en proyectos de 1813, en la Constitución de 1819 (art. 114), en el Reglamento de Córdoba[42], en la Norma Suprema de 1826 (art. 164), y en el proyecto bonaerense de 1833 (art. 128); con entusiasmo exhortaba al mismo el jurista francés G. Bellemare en 1822 en Buenos Aires (Levene, 1949, p.380), aunque las disposiciones no llegaron a efectivizarse. En Córdoba, también se hizo expresa la idea del “juez natural”, contracara de las comisiones especiales[43], y la Carta de Corrientes incorporó en 1821 el principio de cosa juzgada, excepto para los recursos de nulidad e injusticia notoria (Secc. V, art. 7). Asimismo, Córdoba y Catamarca subrayaban que en causas criminales el juez debía pronunciar sus sentencia “por el texto expreso de la ley” con severa sanción si lo incumplía, pero a continuación lo habilitaba para imponer penas según su prudente arbitrio[44]. Este criterio, que reiteraba lo expresado por el Reglamento de 1817, fue igualmente adoptado por Mendoza luego de una cuestión bastante litigiosa que dejó al discernimiento de los jueces “la distinción de los delitos y el destino del lugar donde deben ser [recluidos] los soldados milicianos”[45]; en suma, se combinaban presupuestos modernos y tradicionales, y en un mismo magistrado convivía un cometido legal de cuna iluminista y un margen de discrecionalidad con confianza en el juez afín a una cultura jurisdiccional. También se preservaba en el Reglamento de Catamarca una puntual justicia de cercanía, estatuyendo el aumento de alcaldes pedáneos en “toda la campaña para que no falte uno en cada lugar de cien vecinos en distancia de tres leguas cuadradas” (art. 116). Por otro lado, es de notar que en esta normativa constitucional se omite toda referencia al indígena, siendo que la Carta de 1819 los declaraba iguales en dignidad y derechos (art. CXXVIII). Pesaba la callada razón de una fuerte confrontación, de amenaza de malones, de guerra en la frontera y planeadas expediciones militares, un conflicto muy presente a nivel de gobierno, que puso en vilo a la autoridad al par que coadyuvaba al fuerte ascendiente militar y político de muchos agentes locales.

IV - Afirmación constitucional de bloques regionales

Las Repúblicas de Tucumán y Entre Ríos como intentos

Con la emergencia de las nuevas provincias hubo además voluntad de normar y afianzar espacios regionales; lo que fue también particularidad de la década[46]. Obró como base territorial el ex diseño intendencial y/o la razón geográfica, jugando intereses políticos y económicos sobre los frutos de la experiencia.

En 1820, Tucumán se abocó a consolidar el bloque territorial que desde 1814 componía con Santiago del Estero y Catamarca. Con este objeto y a impulso del gobernador Bernabé Aráoz, se elaboró una Constitución que fue producto de una representación menguada por la ausencia de Santiago del Estero que se autoproclamó independiente con el gobierno provisorio de Felipe Ibarra. No obstante este desgajamiento, las representaciones de Tucumán y Catamarca sancionaron el 6 de setiembre de 1820 la Constitución de la República de Tucumán[47], de efímera existencia dada las desavenencias internas y lógicamente por la escisión del bloque provincial. Concluyó su vigencia con la asonada militar del 21 de agosto de 1821, que depuso al gobernador Bernabé Aráoz y barrió con la Norma Suprema. La violencia de los sucesos determinó que el magistrado destituido abandonara precipitadamente la ciudad temiendo por su vida, y tras sucinta elección, asumió la gobernación el jefe rebelde general Abraham González, quien pocos meses después sería también derrocado. Así fue discurriendo en Tucumán un caldeado ambiente político y de presión militar, donde el poder pasaba velozmente de manos. Sin embargo, estos conflictos no obstaculizaron el dictado de un plexo normativo de organización institucional[48].

El proyecto de 1820 reglaba la división tripartita del poder, e instituía -dijimos- una legislatura unicameral con costado corporativo y las clásicas atribuciones. Un ejecutivo denominado “Presidente Supremo de la Provincia”, electo por la Sala y también con las consabidas facultades de gobierno. Completaba una Alta Corte, vitalicia y remunerada, compuesta por tres jueces y un fiscal, que debía resolver causas entre los Pueblos de la Provincia, entre el gobierno y un particular, las que derivaban de tratados, y los tradicionales recursos de segunda suplicación nulidad e injusticia notoria, principalmente. El articulado contemplaba el rol de los Gobernadores Intendentes de los Pueblos, como adelantamos, junto a un listado de derechos que tenía a la Constitución de 1819 como base de la mayoría de las cláusulas; y entre las reformas se suprimió el Cabildo, medida que no llegó a concretarse. Todo redundaba en una significación más doctrinaria que práctica (Levene, 1956, p. 468) y, como subraya Tío Vallejo, usos y principio sobrevivientes del Antiguo Régimen coexistían con presupuestos del liberalismo, un claro sincretismo que atravesó esta etapa (Tío Vallejo, 2001, p. 354).

Dada la corta vida del Texto de 1820, la provincia apeló a orientarse por la Constitución de 1819 y el Reglamento de 1817, configurando un régimen institucional que eliminó definitivamente al Cabildo y dictó una pertinente legislación mediante los trabajos de una Sala “extraordinaria y constituyente” (Melo, 1946, p. 13). La normativa reguló el establecimiento de tribunales, el sistema impositivo, la libertad de prensa, ley de elecciones (Sosa, 1945, p. 49), etc. Y consecuentemente, cada jurisdicción de este bloque procuró afianzar su organización y dictar sus Leyes Fundamentales[49].

A raíz de la victoria de Cepeda, también Francisco Ramírez concibió la idea de crear la República de Entre Ríos en territorio mesopotámico (Pérez Colman, 1946 y Sagarna, 1946). Como Jefe Supremo y General en Jefe del Ejército Federal, emitió en setiembre de 1820 un bando de buen gobierno de inmediata aplicación. Igualmente dio a luz el Reglamento para el orden de sus Departamentos de la República Entrerriana, y para el orden militar[50]. Este extenso y detallado documento, propio de una conducción verticalista, pautaba una completa organización militar, política y económica. Sin contemplar la tripartición de poderes, dividía el territorio en Departamentos, cada uno bajo el mando de un Comandante militar nombrado por el Jefe Supremo. Fijaba las obligaciones político-administrativas del Comandante, quien nombraba en los Partidos de los Departamentos un Juez Mayor -que recaía en un vecino mayor de edad, de probidad e instrucción- y jueces menores. Estos funcionarios resolvían asuntos contenciosos según montos y jerarquía del juez, y las apelaciones se planteaban escalonadamente: de los jueces menores se recurría ante los mayores, de éstos ante los comandantes y de los comandantes ante el Gobierno Supremo.

Esta entidad regional tuvo corta vida. La sorpresiva muerte de Francisco Ramírez en julio de 1821 puso término a su proyectada República de Entre Ríos.

Voces regionalistas desde el discurso y la réplica

La idea de configurar estos diseños de planta regional, fue opinión de varios actores políticos, entre ellos es de consignar la voz de Juan Bautista Bustos. En función de hacer conocer su plan de organización política y antes de saber el resultado de Cepeda, el cordobés difundió sus primeras ideas en nota del 3 de febrero de 1820, enviada a los mandatarios de las intendencias de Tucumán y Salta, Bernabé Aráoz y Juan M. de Güemes respectivamente, y poco después la hizo llegar a la ex capital cuyana. La misiva justificaba las razones de Arequito, señalaba la aspiración de cumplir con la meta emancipadora y las exigencias de constitución. A continuación proponía un pronto congreso “reunido en este pueblo por primera vez” e integrado por los distritos jurisdiccionales mayores, es decir, relegaba a un segundo plano a las ex ciudades subalternas y, de hecho, no les remitía la circular. Expresó su desacuerdo con la separación de La Rioja, pero aclaró que lo toleró para no caer en contradicción con sus principios federales; y esto lo hizo manifiesto cuando Catamarca le pidió consejo a fin de sacudir su dependencia de Tucumán (23-IV-1820) (Segreti, 1982 y 1970). En esta oportunidad, Bustos le respondió:

dígame usted si Catamarca se halla en aptitud de ser un País independiente. No me traiga usted por ejemplar (sic) a La Rioja y Santiago. Yo soy muy persuadido que estos Pueblos en nada menos han calculado que en las cargas que les esperan. Yo he tolerado la independencia de La Rioja, porque no se diga que mis operaciones desmienten lo mismo que acabo de detestar de Buenos Aires con respecto a Santa Fe; pero estoy cierto que Rioja, Santiago, San Juan y San Luis absolutamente no son capaces de reducirse a su círculo. Sus producciones por dondequiera que toquen fuera de sus territorios se llenarán de pechos y desmembraciones: y he aquí el producto único de su libertad. En este supuesto, la libertad de los pequeños Distritos me parece una farsa[51].

Su verbo era terminante ante la inviabilidad de ciertas autonomías, y esta respuesta frenó momentáneamente el arranque rupturista de Catamarca. De acuerdo con lo sostenido, también opinó ante la mutación político-semántica del vocablo provincia. A fin de aventar dudas expresó:

Un territorio, o distrito, sea cual fuere su extensión y población para considerarle libre e independiente respecto de otro distrito, debe contar en su seno con todo aquello que haya de necesitar para constituirse civil, eclesiástica y militarmente: de lo contrario, por cualquiera de estos tres aspectos tendría que depender de otro país, y por lo mismo dejaría de ser libre. En lo civil debería contar, cuando no fuese con literatos [letrados], al menos con funcionarios que supiesen llenar sus deberes: en lo eclesiástico, cuando no con mitrado, al menos con abad y párroco de buena doctrina; en lo militar con aquella fuerza dotada, que en todas circunstancias le acarrease una respetabilidad al país, que no osasen los otros invadirla. A más de esto, debería también contar con fondos públicos suficientes para la dotación de otras instituciones[52].

Por otras razones, este cuestionamiento volvió a encenderse con el debate sobre régimen político, en la constituyente reunida en 1826 en Buenos Aires. Aquí tomó intervención Manuel Dorrego, ardoroso defensor de la federación, quien sostuvo que las provincias estaban en aptitud de organizarse pese a la objeción que se les hacía por la falta de ilustración, de población y de recursos. Avanzó con una contra argumentación, enfrentando también el dictamen de la Comisión, al que atacó por ser “una disertación académica [más] que una obra de convencimiento”, expresión que aludía al docto discurso de los unitarios (Ravignani, 1927, p. 139). Con el fin de atenuar asimetrías, Dorrego apeló a una suerte de regionalización sosteniendo:

Por ejemplo, la Banda Oriental podría formar un estado; Entrerrios, Corrientes y Misiones otro, de lo que ya hay un ejemplo, en que mandando al (sic el) coronel Ramírez formaron una provincia: otra la provincia de Santa-Fe con Buenos Aires bajo tal organización que su capital se fijase en San Nicolás o en el Rosario o en el punto que se considerase más céntrico. La de Córdoba tiene todas las aptitudes por su riqueza, y todo lo necesario para ser sola; Rioja y Catamarca otro Estado; la de Santiago del Estero y Tucumán otro, y la de Salta se halla en el mismo caso que Córdoba; la de Cuyo otro; y he aquí vencidas todas las dificultades ¿Se tiene una resistencia de las provincias en este caso? No Señor, porque en este caso ni una tiene dependencia de otra ni se sujetan a otra, sino que entran en igualdad de derechos a formar un Estado, y sería consumar en ellas el ultimátum del capricho y de la tenacidad el creer que no se sujetasen a tal organización. Dígase ahora si en estas provincias en este estado hay población y riqueza e instrucción cual es necesario? Yo digo que sí. Se me había olvidado -agrega- indicar que el Paraguay se halla en el mismo caso que la de Salta y Córdoba[53].

Lo expresado por este “geógrafo travieso”, al decir de Palcos” (Palcos, 1960, p.83), buscaba terminar con las objeciones a la federación y a los juicios inflexibles sobre las provincias más débiles. Pero esta hipotética configuración de espacios cuasi “intendenciales”, que se compensaban en una suerte de equilibrio, quedó en el plano de la retórica.

Un reiterado federalismo cuyano

En la década del veinte, la articulación generada por los pactos, fue consolidando un sistema contractual que buscaba sellar la unión mediante un congreso general y una Constitución estadual que sólidamente fijara el régimen político. Por eso, al no cumplirse la convocatoria propuesta en el Tratado del Pilar, sería Córdoba -por el Tratado de Benegas y la férrea obstinación de Bustos- la que en 1821 reuniría el congreso bajo signo federal; convocatoria exitosa al inicio pero detenida en las tareas preparatorias por la acción porteña, y definitivamente clausurada por el Tratado del Cuadrilátero.

También en este tiempo y dentro de la lógica del régimen sinalagmático, las tres provincias de Cuyo se lanzaron a firmar acuerdos bilaterales arribando al ejercicio de un poder constituyente regional, porque “creen -decían los cuyanos- que la disolución accidental a que fueron conducidos por los acontecimientos del presente año no han cortado los vínculos con que la identidad de origen, la de la causa que sostienen y el interés común de la defensa los une tan estrechamente, a los demás de Sud América”[54]. Estas palabras, eran parte del Manifiesto que precedía al Reglamento Provisional de Gobierno para los Pueblos de Cuyo, concluido en abril de 1821[55]. Dicho texto proponía instituir una asamblea compuesta por tres diputados de cada pueblo cuyano, con funciones legislativas y constituyentes, pudiendo decretar la guerra y la paz, reglar el comercio, contraer deudas, proteger la educación, conocer en las desavenencias entre los pactantes, etc. Siguiendo la clásica estructura tripartita del poder incluía un ejecutivo -el Presidente de los Pueblos Unidos de Cuyo- con facultades de gobierno y administración como las otorgadas en general a este tipo de órgano, más un Poder Judiciario -especie de Corte regional- integrada por tres jueces y un fiscal, con movilidad temporal, abocados a las causas entre un Pueblo y un particular, además de las competencias propias en la materia y como tribunal de apelaciones. A este poder constituyente lo cerraban las legislaturas de cada una de las provincias firmantes, ya sea ratificando o rechazando el Reglamento. Mendoza puso reparos de índole económica para su aplicación, razones en la que coincidieron San Juan y San Luis, por lo que se concluyó con la imposibilidad de ponerlo en ejecución. Pese al resultado, la moción pro unión cuyana siguió en pie, y lo evidencian unos meses después los prolegómenos y el Pacto de San Miguel de las Lagunas (22-VIII-1822), que convocó a este bloque andino tras la idea de reunir un congreso general. En las instrucciones dadas al delegado mendocino Francisco Delgado se le puntualizó “Ratificar entre los tres pueblos de Cuyo esa amistad recíproca y buena armonía… protestando una alianza mutua y defensiva” y se agregó que si no se conseguía el objetivo congresional se concentrara en la forma que más convenga dar a la de Cuyo”[56]. Mandato imperativo que se cumple con la convocatoria a congreso y al establecer que “quedan comprometidos los pueblos contratantes a celebrar con la posible brevedad una convención que establezca las bases por que ha de regirse en adelante la provincia de Cuyo” (art. 5°). Un lustro después el Tratado de Guanacache (1-IV-1827) reiteró este interés regional a fin de cooperar a la paz, apoyar la guerra contra Brasil y conservar “derechos y libertades, hasta la adopción de la Constitución que deba regir la República”.

Acorde con esta meta de unión y organización se realizó el Congreso Constituyente de 1824, que en función de los objetivos constitucionales decidió consultar a las provincias sobre la forma de gobierno preferente: unidad de régimen o federación; opción que movía a que las Salas respondieran. En Mendoza, el dictamen fue elaborado y firmado por los diputados Tomás Godoy Cruz y Juan Gualberto Godoy. En sustancioso escrito, ambos autores demolían los argumentos esgrimidos contra la federación e introducían un sesgado planteo regional. Apoyándose en el modelo norteamericano, apartaron la dicotomía “anarquía versus orden”, señalando que el gobierno federal pone a los pueblos a cubierto de la anarquía y el despotismo, extremos a los que conduce el gobierno de unidad mejor trazado. Describían la heterogénea geografía rioplatense, sus enormes distancias y las diferencias locales, considerando que a los pueblos no les habían faltado recursos para sostener sus gobiernos, y se detenían en temas institucionales que enlazaban la órbita provincial y la nacional. En este dictamen aparece la propuesta regional como recurso intermedio de las instancias judiciales y, con este enfoque, inquirían: “¿En que manera podrá perjudicar a la independencia del gobierno local de Mendoza, por ejemplo, que existiese un Tribunal de segunda instancia, dentro del Departamento que se ha llamado provincia de Cuyo, para la comodidad de los tres pueblos y otro de tercera en Buenos Aires,…, para las últimas apelaciones de las causas iniciadas en las provincias?”. Y brevemente explicaban: “Al mismo tiempo que por este medio se consulta la economía de gastos, y mayor sencillez en la administración de justicia se conectan últimamente los pueblos a las provincias y éstas al Estado”. En rigor, se rescataba para la unión un nivel regional intermedio, ensamblado dentro de la estructura piramidal de la justicia, esto es, una variante o expresión de federalismo mixto, que no llegó a discutirse (Seghesso de López, 1994). Poco después, la Constitución de 1826 sostendría la unidad de régimen, y con ella desataría la impugnación de los pueblos. Paralelamente, la formación de un Estado Cuyano siguió latente, reiterada en 1834 fue rechazada por el gobernador Pedro Molina (Daña Montaño, 1938, p. 18). Y un largo siglo después, reaparecería modificada como proyecto, con la creación del Nuevo Cuyo.

V – Breve reflexión final

La segunda década patria fue el tiempo y el espacio de las “provincias históricas” el escenario, donde afinca nuestro primer federalismo, que rompe con la conducción centralista y aleja toda idea de monarquismo de la etapa anterior; distinguiéndose también de la “confederación ejecutiva”, como categoriza Botana (2021) al período siguiente. A partir de este quiebre, una pluralidad de nacientes entidades locales procedieron a declararse independientes y soberanas. Delegaron de hecho las relaciones exteriores en el gobierno de Buenos Aires y se abocaron al ordenamiento de sus regímenes internos sin propósitos secesionistas, pues claramente respondían a un federalismo de integración. Y en este fragmentado territorio, republicano por decisión, se desenvolvió el ejercicio de un originario poder constituyente, que admitiendo algunos condicionamientos sentó las bases del derecho público provincial. Se inició así un agitado itinerario fundante, en el que cada provincia -convertida en gabinete experimental de la política- instituyó un esquema tripartito de poder, que estrenado en el país del norte había difundido desde 1789 la Universal Declaración Francesa de Derechos.

El nuevo orden transitó momentos críticos, con decidido afán de labrar la institucionalidad y cumplir prácticas de ciudadanía, que fuertemente anudaban vínculos identitarios. Asimismo, la ausencia de gobierno central potenciaba la autonomía local, pero a esa acefalía se la percibía como accidental o transitoria, “de por ahora” se decía; de ahí que pactos y congresos mostraran insistente preocupación por reconstruir un nuevo Estado y coronarlo con una Ley Suprema; objetivo que no consiguió la reunión de congresos, tampoco la Constitución de 1819, ni la Carta de 1826 que terminó rechazada con abrumador consenso. En esta realidad, el régimen sinalagmático fue conexión fundamental de unión y de relaciones interprovinciales.

Es de consignar, que la fractura territorial de 1820 generó un doble diseño espacial. En primer lugar, surgieron las provincias con su organización, y con ellas la resignificación del vocablo “provincia” que procuró emigrar de su concepción tradicional. Casi paralelamente, aparecieron propuestas de región, espejadas sobre piso intendencial, que los pactos ayudaron a conjugar; pero, con singular intento, en dos casos se recurrió al texto constitucional que reportaba un nexo más orgánico, y por el cual se instaló el ejercicio de un inusual poder constituyente regional. En esta experiencia, los proyectos afianzaron la relación provincia-región, que articulada con el nivel estadual dio lugar a la formulación de un federalismo mixto.

En este marco, las jurisdicciones emergentes adoptaron y adaptaron presupuestos similares. La declarada soberanía del pueblo fue principio legitimante, y en ella echó anclas el mencionado e innovador formato trinitario del poder, que tuvo dificultades para asegurar la separación de funciones. La novedad advino con el legislativo, al que se le otorgó supremacía y estructura unicameral. Nació con las Salas o Juntas Representativas -del “Pueblo Soberano” le adosó Mendoza- que tuvieron facultades restringidas al comienzo, pero a corto plazo pasaron a legislar. Y en razón de las circunstancias, se convirtieron en cuerpos legislativos y constituyentes. En cuanto al gobernador, la normativa le fijó mandatos breves y fuertes límites en la reelección, en sostenida búsqueda de periodicidad y alternancia. Hubo ciertos logros en Mendoza, pero en la mayoría de los casos el acceso al cargo estuvo alterado por luchas facciosas y asonadas militares, que desencadenaron desequilibrios y falta de gobernabilidad. En este devenir el fortalecimiento del Ejecutivo fue una constante, en la que jugó el precedente colonial con la concentración de causas o funciones, ya sea de hecho o por legalización, como sucedió -por ejemplo- en Santa Fe con la injerencia del gobernador en la justicia. A esto cooperaron los casos de permanencia casi vitalicia en el cargo y la presencia de caudillos en la conducción; pero el robustecimiento del ejecutivo tuvo mucho que ver con la delegación de facultades ordinarias y extraordinarias, que iniciadas con cierta moderación en la década del veinte se vieron profundamente incrementadas en el período siguiente. Al esquema tripartito lo completó el Poder Judicial, del que fue parte el Cabildo en los primeros tiempos, pero con la desaparición de esta corporación se ordenaron las instancias judiciales. Se insistió en la sujeción a la ley, pues -como decía Montesquieu- los jueces eran sólo “la boca que pronuncia las palabras de la ley”, aunque en la órbita del derecho penal se filtraron residuales de una cultura jurisdiccional, al admitir confianza en el arbitrio del juez para imponer penas, distinguir delitos o decidir destinos de reclusión. En este contexto, gestionar el poder local fue acción clave en la formación de la dirigencia, reclutada por el rédito económico de poseer un capital, trabajo útil o nivel profesional que la hacía independiente; y dentro de estas coordenadas, la Sala Legislativa -nuevo centro político de poder- dio base a la configuración de esa elite.

Acorde con innovaciones y pervivencias, se concibió una concepción antropológica ampliada que, por un lado, privilegiaba al ciudadano, y por otro, al “hombre de bien”, cuyo prestigio y representación provenía del mundo doméstico patriarcal. Paralelamente, Reglamentos y Estatutos afirmaron un plexo de derechos y libertades, proclamando y reiterando la soberanía del pueblo, la citada separación de poderes, el principio de legalidad, la igualdad ante la ley, en algunos textos la interpretación legislativa, la necesidad del juez natural, la garantía de la cosa juzgada, y la promesa de introducir el juicio por jurados, principalmente. Un cuerpo normativo fundamental que, con altibajos, conformaba el orden jurídico provincial.

Cabe por último señalar, que las fuentes analizadas han puesto a la luz problemas y rasgos propios de la década del veinte, en la que halló sustento la primera fase de nuestro federalismo. Una etapa poblada de incertidumbres, en la que se abrió paso un orden dinámico y complejo, con cambios y continuidades detectados en las prácticas de convivencia política, en el lenguaje y en el derecho. Fue un renovador proceso instituyente que capitalizó resultados en la construcción de las provincias, y también en los fallidos intentos por recrear la región. En resumen, parafraseando a Pedro Frías convenimos en que el federalismo es una oferta de la Historia y, como tal, requiere siempre revisión, deliberación y actualización del planteo.

Referencias Bibliográficas

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Notas

[1] El autor sigue las voces federal y confederal en el discurso jurídico político de la primera mitad del siglo XIX, consigna la distinción de la palabra y el concepto, los cambios operados y la carga significante; un análisis que recorre desde el pasado teoría y casuística del federalismo.
[2] Horacio Iturrez señala la ausencia del término autonomía en la Constitución de 1853, por no estar en el léxico de la época, cf. Brügge y Moonet (1994).
[3] Sobre el ejercicio de las relaciones exteriores a partir de la década del veinte ver Víctor Tau Anzoátegui (1996) en la que el autor analiza el manejo de estas relaciones por la autoridad bonaerense, su legalización en 1825, el debate congresional, la asunción de dichas facultades por el gobierno porteño, los pactos de Buenos Aires con las provincias, las gestiones habidas, y la temática en los acuerdos interprovinciales como la Liga del Interior (31-VIII-1830) y el Pacto Federal de 1831 con la frágil Comisión Representativa. Esta delegación de las relaciones exteriores en Buenos Aires se dio con las mismas características en Mendoza, pero también fue fluida la vinculación de esta provincia con Chile, como de soberano a soberano, aunque con límites en sus potestades, expresa Dardo Perez Guilhou (1997, p. 25).
[4] Sobre la obra constitucional del federalismo anterior a 1853, remitimos a Juan P. Ramos (1914).
[5] También se encuentran estos contenidos en las instrucciones a los diputados para la Asamblea de 1813.
[6] Texto del Estatuto y Manifiesto en Carlos Alberto Silva (1937).
[7] Este Reglamento se difundió por Bando solemne en febrero de 1821, pero no fue impreso hasta setiembre de 1832, y con la reforma de 1847 rigió en Córdoba hasta 1855, cf. Ernesto H. Celesia (1932, p. 20-27)
[8] Obraban los tempranos reclamos jujeños por la igualdad legal de los pueblos y su separación de Salta, dentro de la agitada historia que compartían en la lucha por la emancipación, cf. Gustavo Paz (2016). Esta constitución se hallaba perdida, siendo encontrada y publicada por Emilio Ravignani (1927, tomo II, p. 376).
[9] A este Estatuto lo precedieron en 1820 un Bando y luego el Reglamento para el orden de los Departamentos de la República Entrerriana y para el orden militar que dictó Francisco Ramírez para la República de Entre Ríos.
[10] Actas de la Legislatura de Mendoza (en adelante ALM), Bs.As., ANH, 1988, tomo I, sesión del 21-III-1826, p. 281.
[11] Estatuían religión católica oficial los Textos de Tucumán en 1820 (art. 1°); Córdoba que en 1821 le otorgaba rango de religión del Estado, no permitiendo “otro culto público, ni enseñar doctrina contraria a la de Jesu-Cristo” (Sección Segunda, Cap. V); Corrientes establecía en el Texto 1821 que la infracción de los artículos sobre esta religión estadual era “una sacrílega violación de las leyes fundamentales de la provincia” (Sección I) y en el Texto de 1824 (Sección I); Catamarca en 1823 (Capítulo IV, arts. 35 a 39). En la década del treinta se sumaron las Constituciones de San Luis (1832, art. 1) y Jujuy (1839, art. 3, reiterado en el proyecto de 1835), más el proyecto de 1835 de Santiago del Estero (art.6). Cf. Zorroaquín Becú (1981, p.204)
[12] Cf. El Nacional del 10-III-1825, en Biblioteca de Mayo, Tomo X, Bs.As., Senado de la Nación, 1960, p. 9425.
[13] Este Texto sólo arbitraba que la provincia quedaba sujeta “en lo espiritual y eclesiástico de su religión, al gobierno episcopal de Buenos Aires; y cuanto además en este respecto se disponga por el Congreso y Gobierno central de la Nación” (art. 125).
[14] Fue abolido por reforma del 12-VIII-1826, siendo restablecido en 1832, cf. Celesia (1932, p. p. 246-251, 376-377).
[15] Ver sesiones del 11 y 13-IX-1826, en Asambleas Constituyentes Argentinas (en adelante ACA), Bs.As., Peuser, 1937, tomo III, 1826-1827, pp. 590 y ss. Con el texto del culto, la Constitución de 1826 se distanciaba de lo estatuido por la de 1819.
[16] Este cabildo fue disuelto por Francisco Ramírez en 1820, restablecido por el Reglamento Constitucional de 1821, y suprimido desde el 1° de enero de 1825, según disponía la Constitución de la Provincia de Corrientes en 1824 (Sección VII, art. 1°), cf. Juan P. Ramos (1914, p. 241).
[17] Nos referimos al caso de Santa Fe donde se introdujo una escala jerárquica que distinguió la superioridad de la nueva representación y la subalterna de los capitulares, cf. Sonia Tedeschi (2000).
[18] Archivo Histórico de la Provincia de Mendoza (en adelante AHPM), Carpeta n° 754, doc. 3 (7-03-1825).
[19] Sobre la desaparición de los cabildos bonaerenses cf. Ternavasio (2000).
[20] En el Reglamento de Córdoba (1821) era ciudadano a todo hombre libre, nacido y residente en territorio del Estado, con 25 años o emancipado (Secc. Tercera, Cap. VI, art. 1), en el de Corrientes (1821) debía ser nacido y residente en la provincia (Secc. II, art.1) y en 1824 agregaba tener 25 años o ser emancipado (Secc. II, art 1), los Textos de Entre Ríos (1822, art. 109) y Catamarca (1823, art. 29) determinaban que fuera nativo y americano.
[21] Reglamento Provisorio de Córdoba de 1821 (Secciones Tercera y Cuarta, cap. VIII)
[22] Ibid., Sección Primera, Cap. III, art. 4 y Reglamento de Catamarca de 1823 (art. 17). También con connotaciones de antiguo régimen el Reglamento Provisorio de Corrientes de 1821 expresaba: “La persona del hombre es la cosa más hermosa del mundo” (Sección VIII, art. 1).
[23] Decreto del 1-VII-1822, en Ricardo Levene (1949, p. 305).
[24] Ibid., p. 321, decreto del 6-X-1824.
[25] Nos referimos a los casos de Buenos Aires, que fue primero Junta Electoral. En Mendoza y San Juan, nació con carácter consultivo; y en los tres casos asumió poco después la facultad legislativa, cf. Ternavasio (2000, p.56), Pérez Guilhou (1997) y Ramella de Jefferies (1985).
[26] El bicameralismo apareció en la rechazada Constitución de 1826 y, en el proyecto de 1833 para Buenos Aires.
[27] Ley de 1821 innovó con el voto directo para elegirlos, cf. Ternavasio (2011).
[28] En 1823, se le otorgó a la Corte de San Juan intervenir en las residencias y en 1827 en los juicios políticos, ibid. p. 153.
[29] Tempranamente la Junta de Representantes de Buenos Aires emitió la resolución del 6-VI-1820, distinguiendo claramente las funciones y los límites a las potestades del gobernador.
[30] A partir de 1836, Nazario Benavides se instaló en el poder con reelecciones, y recién al caer Rosas la reelección fue prohibida.
[31] Se exceptúa Santa Fe que omite el tema, San Juan donde inferimos se aceptaba la reelección, y La Rioja de la que se carece de información.
[32] En Mendoza se estableció el “Registro Ministerial” en 1822, ver AHPM, Carpeta 751, doc. n° 2 del 4-VI-1822.
[33] Esta cláusula inserta por obra de Alberdi en la Constitución de 1853 (art. 110) es hoy objeto de cuidada interpretación, como lo señala Gabriela Ábalos (2020).
[34] Sobre la casuística de estas facultades en las provincias remitimos a Víctor Tau Anzoátegui (1961, pp. 66-105) Para el caso de Mendoza en la década del veinte ver nuestra Historia Constitucional de Mendoza, cit., pp. 37-38.
[36] Cf. debate en ACA, tomo III, cit., p. 961 y ss. (sesión del 6-X-1826).
[37] Sobre la difícil independencia del poder judicial en provincias remitimos a Víctor Tau Anzoátegui (1973).
[38] La Constitución de Corrientes (1824) estatuía que las sentencias del alcalde mayor se llevaran a una comisión eventual que desaparecía al finalizar el recurso (Sección VI, art.10) y el Reglamento de Santiago del Estero (1830) que el Tribunal de Apelación lo componen el gobernador y dos vecinos nombrados por cada litigante (art. 20).
[39] En 1823 y 1826, se admitió en Mendoza asumir funciones de juez y diputado, cf. nuestra Historia Constitucional de Mendoza, cit. p. 52. Y el Reglamento de Corrientes (1821) que por la falta de agentes no pudo constituir un tribunal de apelación, dispuso que la sentencia promovida por el gobernador la resolviera el propio ejecutivo con dos capitulares (Sección VI, art. 17).
[40] A título de ejemplo, citamos la aplicación de azotes en la cárcel para “indagar la verdad”, medida represiva e intimidatoria, que fue decisión de un fiscal en Mendoza, en Acevedo (1979, p. 86).
[41] Reglamentos de Córdoba (1821), Sección Sexta, Cap. XII, art. 4; de Salta (1821) art. 3°, inc. 2.; de los Pueblos de Cuyo (1821) art. 15; de Santiago del Estero (1830) art. 15; y Reglamento de Justicia de Tucumán (1825), principalmente.
[42] Reglamento de 1821, secc.7ª, cap. XIX, art. 1.
[43] Ningún ciudadano podía “ser juzgado en causas civiles y criminales por ninguna comisión sino por tribunal competente, determinado con anterioridad por la ley”, decía el Texto cordobés de 1821 (Secc. 7ª, cap. XIX, art. 2); el Reglamento de Catamarca fugazmente preveía jueces naturales para delitos inferiores (Providencias varias).
[44] Reglamento de Córdoba de 1821 (Secc. Octava, Capitulo XXI, arts. 6 y 7) y Texto de 1823 de Catamarca (arts. 104 y 105). También el proyecto bonaerense de 1833 dejaba “al prudente arbitrio de los magistrados” imponer penas y multas “para castigar delitos leves, hasta que se dé el Código penal” (art. CXLVI).
[45] ALM, cit.,, sesión del 4-VII-1823, p. 112.
[46] Sin entrar al análisis y discusión sobre la categoría de región, remitimos a la compilación de Sandra Fernández y Gabriela Dalla Corte (2001), rincipalmente capítulos de Daniel Campi, “Historia regional, por qué” y Sara Mata de López, “El noroeste argentino y el espacio andino en las primeras décadas del siglo XIX”.
[47] Texto en Silva (1937, p. 390). Este documento constitucional permaneció largamente desaparecido, en 1930 fue hallado por E. Celesia que editó la reproducción facsimilar.
[48] Sobre este proceso remitimos a Gabriela Tío Vallejo (2001).
[49] Catamarca ya se ha dicho con la citada Constitución de 1823, Tucumán tardíamente en 1834, y Santiago del Estero con el Primer Reglamento de Organización Política en 1830, seguido del proyecto de 1835 (en prórroga de sanción). Cf. Díaz Ricci (2006), Melo (1946), Lizondo Borda, (1946) y Gargaro (1946).
[50] Bando y Reglamento para el orden de sus Departamentos…, en Biblioteca digital Wikisource.
[51] Cita completa en Vega Díaz (1946, p. 281)
[52] Las indicaciones se completaban con las obligaciones que demandaba ser miembro de la futura Federación. Cita en Segreti (1982, p. 377).
[53] ACA, tomo III, cit., sesión del 29-IX-1826, pp. 813-814.
[54] AHPM, Carpeta n° 229, doc 11.
[55] Ibid., Carpeta 29, documento 1 (Revisión y reparos) del 4-V-1821 (remite al acta del 29-IV-1821).
[56] ALM, cit., pp. 71-72, sesión del 13-VIII-1822.
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