Dossier Las Provincias des-unidas en debate

Finanzas, economía y estado en Buenos Aires, en la década de 1820: un comentario a Samuel Amaral, “desunión e innovación: fiscalidad, finanzas y moneda en Buenos Aires en la década de 1820”.

Eduardo J. Míguez
Universidad Nacional del Centro de la provincia de Buenos Aires, Argentina

Investigaciones y Ensayos

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina

ISSN: 2545-7055

ISSN-e: 0539-242X

Periodicidad: Semestral

vol. 74, 2022

publicaciones@anhistoria.org.ar

Recepción: 19 Octubre 2022

Aprobación: 25 Octubre 2022



La segunda década del siglo XIX se abrió en Buenos Aires llena de esperanzas. Sectores importantes de las dirigencias porteñas creían llegado el tiempo para cambios profundos. Sin duda, los rasgos de los cambios esperados no eran ni homogéneos ni precisos, pero el entusiasmo dominaba el espíritu en aquellos agitados días. La dura realidad en que se sumió aquella aventura, las grandes dificultades para superar un contexto externo cada vez menos favorable, pero, sobre todo, para construir un poder local legítimo en una territorio definido y unificado parecían cada vez más insalvables, hasta su colapso final, justo al comienzo de la década siguiente.

Sabiamente, Samuel Amaral dejó para otros exponentes de este encuentro el analizar cómo se transformó esa herencia en un proyecto político que fue definiendo sus rasgos centrales de manera bastante más precisa desde finales de 1820, sin resolver, sin embargo, la cuestión territorial, que terminaría marcando su colapso. Su exposición nos muestra, en cambio, de manera muy clara, cual fue el legado de aquella primera y desbordante década en las finanzas públicas porteñas de la siguiente. O al menos, de manera tan clara como es posible, cuando ese legado era, sobre todo, un caos financiero. Una deuda variada, enorme y creciente, de magnitud mal conocida. En buena medida, los papeles que la documentaban circulaban como medio de pago, privado y público, ante la escasez de moneda metálica, que apenas una década atrás había permitido un fluido comercio y alimentado las exportaciones. Y cuya circulación había caído dramáticamente por los avatares de la guerra y la política.

Teniendo en consideración lo ya hecho por trabajos clásicos, algunos más antiguos y otros más próximos a la renovación historiográfica de la segunda mitad del siglo pasado, Samuel opta por dejar de lado los aspectos políticos y sociales de las reformas, para concentrarse en su lógica financiera y monetaria. En este comentario dejaré los aspectos más técnicos a los otros participantes, más calificados que yo en esos temas, para pensar en las relaciones entre las grandes transformaciones financieras introducidas en esa década con el desarrollo de la economía y el Estado.

Si en Buenos Aires la década de 1810 se abrió con fuertes expectativas, la siguiente comenzó con los más sombríos presagios. Una “anarquía” que se extendió por meses, con la ocupación del territorio porteño por fuerzas adversas y una interminable y caótica lucha por el poder provincial. Como ocurre en algunas afortunadas situaciones, aquella desorientación fue el motor para la búsqueda de un consenso que permitiera reestablecer el orden. Y trabajosamente, este se logró hacia finales de aquel convulsionado año. Lo que emergió de él fue algo nuevo y notablemente exitoso, la provincia de Buenos Aires, con unas formas que aspiraban a convertirse en un Estado “moderno”, en términos de su época.

De manera inesperadamente rápida, se intentó sentar las bases para estabilizar la política y las finanzas, establecer una nueva orientación de la economía e insertar al territorio revolucionario en el concierto internacional. En este último aspecto, la benevolencia de dos de las principales potencias mundiales, Estados Unidos de Norteamérica y sobre todo Inglaterra, que firmarían tratados reconociendo la existencia de la nueva nación, parecían iniciar el fin del problema del contexto internacional.

Sin embargo, lo que aquellas potencias reconocían era un Estado en un territorio indefinido. Aun dejando de lado la imprecisión de los límites en la región chaqueña y pampeano-patagónica, la relación entre los centros urbanos y sus hinterlands rurales que habían integrado el Virreinato del Río de la Plata, estaba lejos de estar definida. Para cuando se firmaron los tratados externos, trece provincias habían establecido de manera más o menos precisa su autonomía; Corrientes se habían separado de la República de Entre Ríos a la muerte de Ramírez, pero Jujuy seguiría dependiendo de Salta todavía por más de una década. Las demás fueron las provincias que integrarían la Argentina unificada de 1860. Pero dos territorios que limitaban con imperios vecinos se encontraban en un estado de indefinición. En el Norte, los estertores finales del dominio español dejaban a Tarija en una situación de indefinición, que finalmente se resolvería con su integración a Bolivia. Pero frente a las costas de la nueva provincia de Buenos Aires la situación del Estado Oriental era mucho más compleja. Parte de su territorio era de antigua colonización porteña, y muchas tierras pertenecían a residentes en esa ciudad. Montevideo y su entorno, en cambio, tenían una larga trayectoria de rivalidad con Buenos Aires. Más allá de ello, la rebeldía de Artigas siempre había buscado integrar una confederación rioplatense, sin someterse a Buenos Aires. Este conflicto abrió las puertas para que las antiguas ambiciones portuguesas sobre esos territorios encontraran la oportunidad de ocuparlos.

La lejana Tarija no fue una preocupación para los porteños, la presencia portuguesa (más tarde, brasileña) en tierras aledañas, en cambio, resultaba un desafío inaceptable. Y por más que parte de las dirigencias buscaran desentenderse del problema, la rebelión en la propia Banda Oriental obligó a las demás provincias a definir su actitud. Para entonces, Buenos Aires había logrado (dudoso logro) reunir un Congreso para definir la relación entre los antiguos territorios virreinales. Naturalmente, los rebeldes orientales se integraron al Congreso, lo que inevitablemente llevaría a la guerra con Brasil. En respuesta, liderado por una parte de la propia dirigencia porteña, el Congreso recurriría a crear un poder ejecutivo nacional, y eventualmente, a hacer de la provincia de Buenos Aires un territorio nacional, lo que generó gran descontento en otros sectores porteños. Por otro lado, la legitimidad de ese ejecutivo fuera de Buenos Aires era por lo menos, controversial, y más cuando la guerra obligaba a demandar hombres y recursos.

Teniendo en cuenta esta trayectoria, ahora podemos volver a las reformas financieras. Como bien señala Amaral, estas tuvieron dos aspectos. Por un lado, se trataba de equilibrar las finanzas públicas, y reconocer y unificar la deuda estatal. Siendo los acreedores, en su mayoría, parte de la misma elite porteña, una medida de este tipo no podía dejar de generar cierto consenso. La unificación y ordenamiento de la deuda fue un considerable éxito.

Sin embargo, el nudo ideológico de la reforma no daría los resultados esperados. Adoptando un modelo que en Europa se extendería en intensos conflictos por siglos, se intentó ampliar los impuestos directos para aliviar la carga impositiva sobre los consumidores, que incluían, desde luego, un sector social más amplio. Los resultados serían exiguos. Tal como venía ocurriendo ya desde la década anterior, solo la aduana, que ya venían cobrando peso recaudatorio desde finales de la colonia (Halperín 1982) logró sustituir el flujo de plata altoperuana.

Entre tanto, la apertura comercial, luego de poner fin al monopolio español y bajar intensamente los costos de transacción, junto a la caída de los costos de transporte, permitió una notable convergencia de precios entre Buenos Aires y sus mercados europeos, lo que equivalió a un gran aumento de los montos de las exportaciones, aunque los volúmenes no variaron de manera tan significativa (Míguez, 2009, 2018, tomando datos de Amaral, 1998 y Moutoukias, 1999). Por otro lado, bajaron también los precios de las importaciones. De esta forma, un comercio exterior pujante (Burgin 1975, 61-69) reemplazó con los ingresos de aduana la muy disminuida circulación de metal precioso.[1] Por lo demás, el gobierno de Buenos Aires seguiría recaudando sobre las importaciones destinadas a otras provincias, aunque estas fueran nuevamente gravadas en sus viajes a los centros de consumo. Y al crearse la presidencia supuestamente “nacional”, aunque su poder fuera de Buenos Aires era muy modesto, mantuvo a través del puerto la capacidad de recaudar impuestos que provenían de las economías provinciales.[2]

En cambio, de forma poco sorprendente, los intentos por imponer contribuciones directas e ingresos de las tierras públicas tuvieron resultados de poca significación. Dado que el peso de las clases propietarias no tenía un adecuado contrapeso en la influencia sobre el poder, que la abundancia de tierras les restaba valor, y la capacidad administrativa de la aún menos que incipiente burocracia estatal tendrían escaso control efectivo, incluso sobre el territorio nacional que había sido la provincia de Buenos Aires, la modernización de la estructura impositiva no pasó mucho más allá de ser un gesto. [3]

Pese a ello, como sugiere Amaral, la experiencia porteña bien puede considerarse un éxito. Ya en el momento fundacional logró equilibrar su presupuesto, y para el período 1822-24, este mostraría un superávit del 15,5%, en tanto otro 16,1% era destinado a saldar deudas (Halperín 1982, pp. 185-194). Más aún, un empréstito externo prometía consolidar la deuda a una tasa menor, fortaleciendo a la vez el mercado financiero local al reducir las demandas del Estado (Amaral, 1984).

Otra innovación también mostraba signos alentadores. Un banco particular, apoyado por el Estado, logró colocar sus billetes convertibles en un mercado financiero ávido, fruto de la estabilización política y el crecimiento económico. Amaral señala la rapidez con que estos billetes ocuparon su lugar como medio de pago, lo que seguramente se explica por la escasez de metálico en una economía en crecimiento, y porque reemplazaban como medio circulante a unos bonos públicos poco confiables.

Para explicar lo que siguió, Amaral recuerda la ley de Murphy: “todo lo que puede salir mal, pasará”. Quizás ese resultado no fue tan sorprendente. Si un Estado aún débil resultó incapaz de basar sus finanzas en impuestos directos por un siglo todavía (y aún hasta hoy, los indirectos siguen jugando un papel desproporcionado), la cuestión territorial sería decisiva para que explotaran los problemas que pondrían en entredicho el ordenamiento fiscal y financiero. Esta mostraría dos caras decisivas. Por un lado, las ambiciones del nuevo Imperio del Brasil sobre el territorio Oriental no podían ser toleradas por una sociedad que, desde que tuviera memoria, venía disputando esas y otras tierras con los luso-brasileños.

Por otro, la fragmentación del espacio virreinal en un conjunto aún no totalmente definido de provincias, reunidas por una vocación de unidad o confederación y resueltas a no permanecer totalmente independientes las unas de las otras, no era vista como natural. Y menos aún por las dirigencias de Buenos Aires, que más allá del fracaso de 1820, mantenía intacta su ambición de hegemonizar esa unión. La reunión del Congreso hizo ambos problemas impostergables. Por un lado, la incorporación al mismo de los rebeldes de la Banda Oriental solo podía desembocar en una guerra. Y la unificación forzada del territorio, acelerada precisamente por esa guerra, volvería a provocar los conflictos armados entre y dentro de las desunidas provincias.

En ausencia de aquella guerra externa, ¿podría haber sobrevivido ese ordenamiento fiscal porteño, facilitando un crecimiento ordenado y estable de su economía de base rural? Algunos hechos posteriores, demasiado extensos para tratar aquí, sugieren que alguna posibilidad existía de que ese contrafactual se concretara. Pero eso hubiera demandado no solo abandonar a su suerte la lucha de los orientales, si no renunciar de manera casi permanente a la conformación de una nación más allá de Buenos Aires.[4] Lo cierto es que el intento de unificación nacional y la guerra echarían por tierra el trabajoso equilibrio fiscal, y transformarían la deuda externa, finalmente absorbida por los costos de la guerra, en el primero de la larga serie de “defaults” externos de la Argentina.

El ordenamiento fiscal, sin embargo, no colapsaría totalmente. Las instituciones creadas por aquella “feliz experiencia” de 1821 a 1824 sobrevivirían en buena medida a una paz que en 1828 obligó a renunciar definitivamente a la incorporación de la Provincia Oriental a las nuevamente desunidas provincias, y a la guerra dentro y fuera de Buenos Aires, en la que desembocó el fallido intento constitucional de 1826.

El propio Amaral (1988) ha explicado la clave con la que se hizo frente al nuevo descalabro financiero. El banco, que en sus sanos años iniciales fuera una fuente de crédito para la expansiva economía porteña, pasó a constituirse crecientemente en la nueva fuente de financiación estatal. Para ello debió expandir su emisión de moneda sin el respaldo metálico suficiente para asegurar la convertibilidad, y abandonó el crédito privado (redescuentos) que había sido la base de su emisión anterior. Previsiblemente, el público desconfió de la situación, y fue necesario establecer la inconvertibilidad, absorbiendo el “Estado Nacional” a través del Congreso la deuda, y al propio banco, ahora Banco Nacional. La monetización del déficit, naturalmente, deterioró el valor de la moneda (inflación).

La oportuna referencia de Amaral a la experiencia británica durante las guerras napoleónicas ayuda a comprender lo que siguió. A diferencia de los fracasados “Assignats” de la revolución francesa, o de la moneda emitida por el Congreso Continental norteamericano en la guerra de independencia, que en pocos años perdieron totalmente su valor, la moneda porteña sería la base de un sistema que duraría por largos años, y que empalmaría con la creación de una moneda nacional en la década de 1880. La clave de ese relativo éxito fue la prudencia con que, superada la guerra y sus consecuencias políticas, Rosas manejó a comienzos de la década de 1830 la política de un banco (más tarde, caja de conversión) que volvía a ser provincial.

Dos conjuntos de datos aportados por Amaral marcan, sin embargo, los límites y riesgos de aquella experiencia. La tabla 2, sobre los balances bancarios, nos muestra una casi permanente disminución de las reservas en relación al circulante monetario, lo que desembocaría en la inconvertibilidad. La figura 2 nos muestra que aunque el circulante (y su valor) tienden a estabilizarse desde 1830, la deuda estatal mantiene su tendencia alcista, en tanto el crédito privado sigue cayendo. Esto último es lo que los economistas llaman “crowding out”, la monopolización del crédito por el Estado, restando capacidad de financiación para el desarrollo de las empresas privadas.

Si esto último no tuvo efectos dramáticos de mediano y largo plazo en el crecimiento de la economía se debe seguramente a dos razones. Por un lado, la expansión ganadera no tenía una gran necesidad de crédito, ya que en buena medida se autofinanciaba; las tierras estaban disponibles a bajos costos, y el stock ganadero crecía por su propia dinámica. La caída del financiamiento bancario afectó más al sector comercial, pero este seguramente resolvió sus problemas con formas más tradicionales de crédito bien conocidas desde tiempos coloniales (el crédito notarial en lugar de la intermediación bancaria) y por la presencia de comerciantes extranjeros, que podían apelar al crédito comercial de sus países de origen; sobre todo, Inglaterra.

En cambio, la inestabilidad monetaria, como todos sabemos, se transformó en el rasgo más característico de la economía argentina en toda su historia. Si concluida las guerras napoleónicas, Inglaterra logró volver a la paridad cambiaria fija anterior a la inconvertibilidad, la estabilidad cambiaria de Rosas solo duraría hasta la próxima crisis. Contra su espíritu prudente y conservador, nunca pudo volver a la convertibilidad, y si hubo una moderada devaluación hasta 1836, la emisión, y la consecuente pérdida de valor de la moneda, debieron atender las necesidades de las arcas estatales ante los bloqueos externos en los años siguientes, y nuevamente en la década de 1840 (Olarra Giménez 1976, 28 y 181). Con posterioridad, la política monetaria oscilaría entre la vocación conservadora de algunos gobiernos, el espíritu más dispendioso de otros, y las necesidades provocadas por las guerras y las crisis internas y externas. Y todos sabemos (y sufrimos) en que desembocaría esto ya en el siglo XX y en el actual.

Como nos ha recordado Natalio Botana (2022) en su libro recientemente revisado y reeditado, Vicente Fidel López veía en el experimento rivadaviano más un liberalismo de fines que uno de medios. En lugar de buscar los instrumentos que permitieran ir creando la libertad, sin reparar en las posibilidades reales de la sociedad buscó establecer la libertad misma. Y al hacerlo, esta se volvió una ilusión. Más allá del espíritu conservador de este juicio, los fracasos y los éxitos de las reformas de los años 1820, tan bien sintetizados por Amaral, muestran, en la dimensión fiscal y financiera, las dificultades encontradas en aquella década para la construcción de una nación, dificultades que muchas veces se volverían déficits crónicos.

Referencias Bibliográficas

Amaral, Samuel, 1984, “El empréstito de Londres de 1824”, Desarrollo Económico, 23, 92.

Amaral, Samuel, 1988, “El descubrimiento de la financiación inflacionaria : Buenos Aires, 1790-1830”, Investigaciones y Ensayos, 37.

Amaral, Samuel, 1998, The Rise of capitalism on the Pampas. The Estancias of Buenos Aires, 1785 – 1870, Cambridge: Cambridge University Press.

Botana, Natalio, 2022, La libertad política y su historia, Buenos Aires: Edhasa.

Burgin, Miron, 1975, Aspectos económicos del federalismo argentino, Buenos Aires, Solar Hachette.

Halperín Donghi, Tulio, 1982, Guerra y finanzas en los orígenes del Estado Argentino, Buenos Aires: Editorial de Belgrano.

Míguez, Eduardo José, 2009, “Tierra, fiscalidad e instituciones. El Río de la Plata en la temprana independencia” Investigaciones y Ensayos, 58.

Míguez, Eduardo José, 2018, “Reforma y Primitivismo. Tierra y fiscalidad en el Río de la Plata, de la colonia a la independencia”, en Michel Bertrand y Zacarías Moutoukias (eds.), Cambio institucional y fiscalidad. Mundo hispánico, 1760-1850. Madrid, Casa de Velásquez.

Moutoukias, Zacarías,1999, “Comercio y producción”, en Academia Nacional de la Historia, Nueva Historia de la Nación Argentina, Tomo 3, El Período Español, (1600 – 1810), Buenos Aires: Planeta.

Olarra Giménez, Rafael, 1976, Evolución monetaria argentina, Buenos Aires, EUDEBA.

Notas

[1] Algo de plata altoperuana y oro chileno siguió llegando a Buenos Aires por vía del comercio de las provincias de frontera.
[2] Esto en realidad se mantendría hasta 1852, cuando Buenos Aires dejó de cobrar aranceles a las mercaderías en tránsito al interior, aún durante su enfrentamiento con la llamada “Confederación.”
[3] En verdad, hubo algunos significativos avances en la creación de una burocracia como parte del proyecto político de esta etapa. Sin embargo, la capacidad efectiva del Estado, incluyendo al Estado provincial de Buenos Aires, seguiría siendo muy exigua por largo tiempo, en especial, fuera de la ciudad.
[4] En cierta forma, es lo que hizo Rosas, postergando indefinidamente cualquier proyecto de unión, posiblemente con la esperanza de que la hegemonía que sin duda había logrado en la laxa confederación fundada en el pacto de 1831, eventualmente se transformara en un efectivo sometimiento de las provincias a Buenos Aires.
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