Dossier Las Provincias des-unidas en debate

Arte, educación y secularización. Argentina en la década de1820

Roberto Di Stefano
CONICET - Universidad Nacional de La Pampa, Argentina

Investigaciones y Ensayos

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina

ISSN: 2545-7055

ISSN-e: 0539-242X

Periodicidad: Semestral

vol. 74, 2022

publicaciones@anhistoria.org.ar

Recepción: 03 Octubre 2022

Aprobación: 17 Octubre 2022



Resumen: El texto comenta la ponencia “Las artes, la cultura y la enseñanza entre 1820 y 1830” tomando como eje su abordaje de las transformaciones que experimentó la religión católica en las primeras décadas del siglo XIX. A partir de la problemática conceptual de la historia de la secularización y de la laicidad, ofrece algunas observaciones sobre la visión que brindan los autores de la reforma eclesiástica de Buenos Aires de 1822 y de las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado provincial durante la década de 1820.

Palabras clave: Argentina, Siglo XIX, Secularización, Laicidad.

Abstract: The text comments the paper “Arts, Culture and Education between 1820 and 1830” taking as axis its approach of the transformations experienced by the Catholic religion during the first decades of the 19th century. Starting from the conceptual problems of the history of the secularization and the laicité, it offers observations on the perspectives offered by the authors of the ecclesiastical reform of Buenos Aires in 1822 and of the relationships between the Catholic Church and the provincial State during the decade of 1820.

Keywords: Argentina, 19th Century, Secularization, Laicité.

La ponencia que me toca comentar analiza un conjunto de cambios muy significativos que tuvieron lugar en diferentes ámbitos -la arquitectura, la educación, las artes plásticas, el urbanismo y la música- tras la ruptura política con España, en el contexto de la construcción de la institucionalidad republicana y con el proceso de secularización en marcha. Por esa amplitud de miras y por su brevedad, se trata de un texto temáticamente muy rico y de un gran esfuerzo de síntesis.

Con esta intervención me propongo aportar algunas observaciones sobre las transformaciones que experimentó la religión católica tras la ruptura revolucionaria. Es decir, sobre el proceso de secularización. Espero que puedan ayudar a los autores a repensar, a futuro, algunas ideas que a mi juicio merecerían un mayor desarrollo o alguna reconsideración. Pido disculpas, desde ya, si alguno de mis comentarios nace de una deficiente interpretación mía.

Primer comentario: el problema de la secularización

La ponencia afirma que “desde comienzos del XIX, en un proceso general de secularización cultural, decrecieron de manera notoria las pinturas de temas religiosos ante la paulatina caída de la demanda de la iglesia, aunque dentro de ella se mantuvo la costumbre de los encargos para el culto”. Creo que en este pasaje convendría explicar cuál es la relación que se propone entre el “proceso general de secularización cultural”, la disminución de “las pinturas de temas religiosos” y “la paulatina caída de la demanda de la Iglesia”. ¿La secularización habría producido el decrecimiento de pinturas? ¿Esa disminución reflejaría la secularización? ¿La secularización habría inducido la caída de la demanda de la Iglesia, que a su vez habría provocado la merma de las pinturas? Entran en juego en este pasaje categorías –“secularización”, “Iglesia”- y relaciones entre diferentes fenómenos que valdría la pena profundizar, porque de acuerdo al contenido que otorguemos a esas categorías y a la manera en que pensemos esas relaciones vamos a comprender de un modo o de otro la secularización y su nexo con el consumo de obras de arte.

El trabajo cita una página de Sarmiento que afirma que la revolución “venía ensañándose contra los emblemas religiosos” y que “familias devotísimas escondían sus cuadros de santos por no dar muestras de mal gusto en conservarlos”. Por un lado, el pasaje sarmientino pone en evidencia que el interior no fue refractario -o lo fue menos de lo que pretende un difundido relato nacionalista católico- a las “novedades” estéticas e ideológicas: Sarmiento nos las muestra muy bien recibidas en la recóndita San Juan, al subrayar que sus hermanas, apenas tuvieron la posibilidad de hacerlo, las adoptaron con fervor (Sarmiento, 2011: 183). Pero lo más importante es que el testimonio nos enfrenta al problema de la naturaleza de la secularización y al de la relación de los fieles con las imágenes: ¿qué factores entran en juego en el retiro de los antiguos cuadros españoles de Santo Domingo y de San Vicente Ferrer de las paredes de la casa de Sarmiento? ¿Expresa ese gesto la “impiedad iconoclasta del siglo XVIII” a que alude el sanjuanino? ¿Nos puede decir algo acerca de “la caída de la demanda de la Iglesia”?

Empecemos por la naturaleza del evidente proceso de secularización, que numerosas obras historiográficas -no sé si es el caso de la ponencia- siguen interpretando implícitamente como un retroceso de la religión frente a lo secular y de lo sagrado frente a lo profano. La secularización, tal como la entiende la literatura sociológica que más aprecio, no implica una pérdida de las creencias o una marginación social de la religión, sino su permanente transformación. El proceso de secularización es el continuo reacomodamiento de la religión que acompaña a la disolución del régimen de unanimidad confesional. Es el proceso que transforma la religión en una esfera de valor, al tiempo que contribuye a conformar otras que paulatinamente se van autonomizando de ella, como la política, la economía, la ciencia y el arte. La relación entre secularización y religión no es un juego de suma cero, en el que uno de los términos gana lo que el otro pierde. En definitiva, nuestro concepto actual de religión requiere de la experiencia de la secularización, porque es a partir de la disolución del régimen de unanimidad confesional que esa categoría deja de referir a una realidad que impregna todas las manifestaciones de la vida para pasar a designar una posibilidad, un ámbito de libre elección, que es lo que representa hoy la religión. Lo religioso, en su sentido contemporáneo, sólo cobra su sentido en relación con lo secular (Asad, 2003: 30-37).

En segundo lugar, ¿cómo se relaciona el proceso de secularización, así comprendido, con el arte religioso? Ante todo, cabe observar que la secularización no necesariamente se traduce en una disminución de la demanda de obras de arte sacro. Más probable es que cambien el lugar en que se colocan las imágenes -espacios públicos o privados, emplazamientos más o menos importantes- o la relación íntima que el creyente establece con ellas que el número de las que se producen y circulan. El proceso de secularización no se relaciona de manera directa, tampoco, con una disminución de la demanda eclesiástica. A fines del XIX el clero encarga numerosas obras de arte en un contexto de secularización cultural mucho más profundo que el de las décadas de 1820 y 1830. Pensemos, por ejemplo, en las que requirió la construcción de los grandes santuarios marianos de Luján y de Catamarca y en las ricas diademas con que fueron coronadas sus imágenes. Pensemos en la masificación de las estampas a partir de la difusión de la prensa a vapor o en la demanda de imágenes que generó la multiplicación de templos que acompañó la expansión de la frontera colonizada. Si miramos la prensa confesional, a partir de la década de 1880 aumentan llamativamente los anuncios de negocios que ofrecen paramentos litúrgicos, vasos sagrados, imágenes, campanas y demás. Por otro lado, convendría tener en cuenta que en época colonial, e incluso en el siglo XIX, el consumo de arte religioso no dependía sólo de la “demanda de la Iglesia”, ya que muchas piezas eran encargadas o adquiridas por familias, como bien muestra el mismo ejemplo de Recuerdos de provincia.

La disminución del número de obras de arte religiosas que se advierte en las décadas de 1820 y 1830, entonces, debería ser explicada teniendo en cuenta otros factores. En principio, creo que el texto de Sarmiento nos habla de una transformación de la sensibilidad religiosa: de la difusión, en ciertos estratos sociales y culturales, de una devoción ilustrada, más cerebral e introvertida que la barroca, que transformó las prácticas religiosas y en particular el vínculo entre creyentes e imágenes. Cabe aclarar, aunque a quienes están familiarizados con la problemática religiosa pueda parecerles obvio, que esa diferente relación con las imágenes no implica, o al menos no necesariamente, que los hombres y mujeres del siglo XIX fueran menos devotos que sus ancestros coloniales.

Por otro lado, conviene tomar en consideración la hispanofobia revolucionaria, que también afectó la relación con los símbolos religiosos y con las devociones que en el imaginario de la época se asociaban a la herencia española. Es lo que pasa, por ejemplo, con la Inmaculada Concepción. Juan Manuel Beruti no dejó de anotar en 1810, en su célebre diario, que el 8 de diciembre,

Día de la Concepción de la Virgen como patrona de España e Indias, siempre asistían a la función de misa y sermón que se hace en la Catedral todos los años el virrey y demás tribunales; pero este año, no ha concurrido la junta ni tribunales, sino el Cabildo solo; lo que se ha extrañado, y no sabemos el motivo; aunque sí hubo bandera en el Fuerte y éste por la mañana y a la tarde hizo sus tres salvas de artillería (Beruti, 2001: 156).

No es que los miembros de la Primera Junta hayan dejado de creer en el misterio de la Inmaculada Concepción. Lo más probable es que no supiesen qué hacer con una devoción característicamente española. Tan española que cuando Pío IX, tras definir el dogma en 1854, decidió erigirle a la Inmaculada un monumento en Roma, eligió como lugar de su emplazamiento la Piazza di Spagna, donde se encuentra la sede de la embajada del reino.

Algo similar ocurrió con los discursos anti-inquisitoriales que proliferaron en la prensa periódica y en las piezas de teatro revolucionarias. La Inquisición era, en el imaginario insurgente de la época, un símbolo de la opresión religiosa muy connotado políticamente, por su asociación con la dominación española. Hablando de la representación de Cornelia Bororquia, una obra de teatro anti-inquisitorial de Luis Gutiérrez que se estrenó, significativamente, el día de Santa Rosa de Lima de 1817 (Santa Rosa era la patrona de la revolución americana), Juan María Gutiérrez clasificó a sus críticos y a sus simpatizantes a partir de criterios políticos a la par que religiosos. Los detractores de la obra expresaban el “espíritu añejo y colonial” de “aquella jente que no asiste al teatro”, de las beatas y de los frailes que eran “numerosos é influyentes todavia, puesto que la reforma eclesiástica no tuvo lugar hasta siete años mas tarde”. Los entusiastas, por su parte, creían que la pieza teatral era una manifestación más de la revolución, que tampoco era meramente política. Una “dama que asistia á aquella funcion", interrogada sobre “el efecto moral” que le había producido la obra, contestó: “San Martin ha pasado los Andes y ha triunfado de los españoles en Chile" (Gutiérrez, 1871: 42-44).

Es decir, ciertas prácticas e instituciones religiosas fueron objeto de rechazo por el hecho de simbolizar la dominación española. Lo vemos en el mismo recuerdo de Sarmiento sobre la suerte impiadosa que corrieron en su casa las imágenes de Santo Domingo y San Vicente Ferrer. Allí dice que la revolución, “ignorante y ciega en sus antipatías, había tomado entre ojos la pintura, que sabía a España, a colonia, a cosa antigua e inconciliable con las buenas ideas” (Sarmiento, 2011: 184, cursivas mías). Esta oración, que no aparece citada en la ponencia, merecería ser tenida en cuenta por la luz que arroja sobre el peso de lo político en la gestión de las imágenes y devociones.

Por último, conviene advertir que algo tan banal como la moda influyó también en esos cambios: Sarmiento mismo dice que se rechazaba lo que sabía “a cosa antigua” y que “familias devotísimas escondían sus cuadros de santos por no dar muestras de mal gusto en conservarlos” (Sarmiento, 2011: 184, cursivas mías). No dice que habían dejado de ser devotísimas y que por esa razón escondían los viejos cuadros, sino que lo hacían por no dar muestras de mal gusto” al exponer un objeto que sabía “a cosa antigua”. Se trata entonces de un cambio en la valoración estética, no de un debilitamiento de las creencias religiosas. Como he dicho antes, los cambios en la relación con las imágenes no necesariamente nos hablan de un retroceso de la religión.

Todos esas transformaciones -el influjo de la religiosidad ilustrada, la hispanofobia revolucionaria, los avatares de la moda, quizás otros más- incidieron en la relación entre religión y arte en el nuevo contexto que se abrió con el siglo XIX y que sintetizamos en el concepto de secularización. Un proceso que, insisto, no comporta un debilitamiento de lo religioso ni una caída de la demanda eclesiástica -al menos no necesariamente-, sino una transformación de las creencias y de las prácticas que -entre otras cosas- puede afectar el vínculo afectivo de los fieles con las imágenes y las formas en que, más en general, se relacionan con ellas.

Segundo comentario: el problema de la laicidad

En otro pasaje el trabajo alude al “contexto de secularización de las instituciones estatales hispanoamericanas y de descomposición del modelo educativo escolástico, en un ámbito cultural cargado de una creciente impronta de carácter laico”. Creo que la idea de una “secularización de las instituciones estatales” merecería ser relativizada y que el adjetivo “laico” aplicado a la época es problemático. Ese vocablo y sus derivados, de hecho, no comenzaron a usarse con su sentido actual hasta las postrimerías de la centuria. Sus primeras apariciones, según creo, se dieron a mediados de la década de 1880, en el marco turbulento de los debates por las llamadas “leyes laicas”. Sin embargo, dado que es cierto que la cosa nombrada suele preexistir al término que la designa, vale la pena que nos interroguemos acerca de la pertinencia de la noción de “laicidad” para hablar de los cambios de la década de 1820.

Pisamos un terreno en el que es fácil incurrir en anacronismos y en lecturas teleológicas. Se encuentra muy difundida la idea, a mi juicio errónea, de que la reforma eclesiástica de 1822 (por tomar el ejemplo más clásico) respondió a una intencionalidad laicista. Es una lectura que se explica, en buena medida, por el contexto en que fue acuñada: el de la polémica creciente, durante la segunda mitad del siglo XIX, en torno a lo que se llamaría más tarde “laicidad”. La paralela construcción del Estado y de la Iglesia con su fisonomía contemporánea planteaban por entonces -a mediados del siglo- problemas inexistentes en el antiguo régimen de unanimidad: los conflictos propios de la “cultura jurisdiccional” dejaban paso a disputas políticas entre las dos instituciones que estaban cobrando forma dialécticamente. Digo disputas políticas porque hacían a un problema central del siglo XIX como lo fue el de la soberanía. ¿La soberanía política le confería al Estado derechos patronales sobre la Iglesia? ¿Era la Iglesia tan soberana como el Estado en su propia esfera? Tal era el corazón de la polémica. Al recurrir a la historia para fundar sus posiciones, quienes intervinieron en defensa de las “prerrogativas del Estado” y de los “derechos de la Iglesia” leyeron en esa clave los hechos de la década de 1820. Pero la actual historiografía debe esforzarse por superar esos condicionamientos.

¿Qué significa hablar de una “impronta de carácter laico” en 1820, cuando el régimen de unanimidad confesional permanecía prácticamente intacto? Si calificamos de “laico” lo que es autónomo o independiente de la autoridad religiosa, es discutible que las instituciones que nacieron en ese período hayan sido fruto de una intencionalidad “laicista”. Veamos algunos ejemplos. El cementerio del norte, llamado “público”, tenía muy poco de “laico”, aunque su creación se haya visto acompañada de la prohibición de las inhumaciones en las iglesias. Era un cementerio confesional, porque era el prelado diocesano -el obispo o el vicario en sede vacante- quien decidía quiénes se sepultaban dentro de su perímetro y quiénes, en cambio, debían ser privados de la sepultura en sagrado. Por eso no se podían enterrar en él los disidentes, que tuvieron en esos mismos años su propio cementerio. El prelado eclesiástico, además, designaba a un capellán para que rezara los oficios, para lo cual proponía el nombre de un sacerdote al gobierno. Éste aprobaba el nombramiento y a partir de entonces le pagaba un salario. Se trataba entonces de una institución de jurisdicción “mixta” en la que la gestión de lo espiritual correspondía al obispado. La Universidad de Buenos Aires también tuvo poco de institución “laica” en sus inicios. Su administración se confió a rectores eclesiásticos hasta 1852, contaba con un Departamento de Ciencias Sagradas y cabía suponer que los principios católicos conformaban los contenidos (como muestra el célebre conflicto entre el rector Antonio Sáenz y el profesor de Filosofía Juan Manuel Fernández de Agüero). Lo mismo puede decirse del Colegio de Ciencias Morales.

La Sociedad de Beneficencia, por otra parte, tampoco era exactamente una “institución estatal”, aunque haya sido creada por el gobierno de Martín Rodríguez y haya recibido algunos aportes financieros del tesoro (que se sumaban a las donaciones y a otros ingresos). Tanto a nivel económico como administrativo, la institución funcionó de manera crecientemente autónoma respecto de los gobiernos. Tampoco hay muchos motivos para considerarla “laica”. Tampoco los hay para interpretar, como se ha hecho a veces, la disolución de la Hermandad de la Caridad como un avance del “Estado” sobre “la Iglesia”. Es un equívoco ver en la Hermandad de la Caridad a “la Iglesia” por el mero hecho de que fuera una corporación religiosa. Si alguna institución puede considerarse “la Iglesia”, es la curia del obispado, a la que el gobierno de Martín Rodríguez y de Rivadavia, conviene recordar, entregó parte de los bienes de la hermandad tras haberla disuelto. Es decir, la curia se benefició con la supresión de la hermandad. Además, el lugar de la religión en los establecimientos que administraba la Sociedad de Beneficencia no difería mucho del que ocupaba en los tiempos de la Hermandad de la Caridad. Las niñas y niños de sus escuelas y asilos siguieron estudiando la doctrina, rezando varias veces al día y asistiendo cada mañana a las misas celebradas por sus capellanes.

Lo que se ve en las reformas rivadavianas en relación con la religión difiere mucho de lo que cabe conceptualizar como “laico”: es más bien la fusión de lo religioso y de lo cívico en una fórmula galicana que recuerda la “religión del ciudadano” de Rousseau, sin por ello renunciar del todo a la “religión del sacerdote”. Una fórmula galicana y episcopalista que se manifiesta claramente en la catedral porteña, en cuyo interior se exponían las banderas arrebatadas a los enemigos y en cuyo frontis se reflejaba esa fórmula eclesiológica: sus doce columnas representaban, a la vez, a los doce apóstoles y a todas las Iglesias de la comunión católica, consideradas parte de una suerte de confederación eclesiástica presidida por el papa como primus inter pares.

Con estos comentarios espero haber aportado elementos de juicio para pensar o repensar algunos de los temas que aborda la ponencia.

Referencias Bibliográficas

Asad, T. (2003), Formations of the Secular. Christianity, Islam, Modernity, Stanford: Stanford University Press.

Beruti, J. M. (2001), Memorias curiosas, Buenos Aires: Emecé.

González Bernaldo, P. (2001), “Beneficencia y gobierno en la ciudad de Buenos Aires (1821-1861)”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, tercera serie, núm. 24, pp. 45-72.

Gutiérrez, J. M. (1871), Estudio sobre las obras y la persona del literato y publicista argentino D. Juan de la Cruz Varela, Buenos Aires: Imprenta y Librería de Mayo.

Sarmiento, D. F. (2011), Recuerdos de provincia. Mi defensa, Buenos Aires: Emecé.

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