Dossier Las Provincias des-unidas en debate

Comentario al artículo de Marcela Ternavasio

Darío Roldán
CONICET/ Universidad Torcuato Di Tella, Argentina

Investigaciones y Ensayos

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina

ISSN: 2545-7055

ISSN-e: 0539-242X

Periodicidad: Semestral

vol. 74, 2022

publicaciones@anhistoria.org.ar

Recepción: 02 Noviembre 2022

Aprobación: 16 Noviembre 2022



Antes que nada, quisiera agradecer a la Academia, a los organizadores de estas Jornadas y, sobre todo, a Marcela Ternavasio por habernos regalado un texto tan conciso, sutil y con tantas ideas para comentar.

Como ya se ha evocado, el texto se ocupa de los dilemas de la representación política entre la caída del poder central en 1820 y la concertación del Pacto Federal. De este modo, se distingue de la década revolucionaria y del largo período de hegemonía del Rosas. Ahora bien, el período se ordena por un conjunto de rasgos por todos conocidos y por una sólida masa de trabajos recientes que se interesaron por abordar las trayectorias republicanas y las prácticas representativas, por los debates desplegados en el congreso de constituyente, por las polémicas en el periodismo, las ideas políticas, las formas de concebir la ciudadanía[1], etc.

En este contexto, el primer comentario que querría exponer remite a la invitación que Marcela nos propone: “un camino posible para abrir la conversación, argumenta, es ensanchar el foco de atención” y poner en diálogo un conjunto de procesos que tuvieron lugar en América y en Europa. Ese camino se inscribe, así, en la creciente internacionalización de los estudios que recuperan problemas que estaban en juego en el mundo Atlántico.

De ningún modo, quisiera objetar este abordaje que entiendo productivo y pertinente. Solo querría incorporar un pequeño matiz en relación con el “mundo Atlántico”. Mi punto es buscar una fórmula que permita incorporar una dimensión más “conceptual” a la vez que histórica para este programa de investigación que Marcela nos propone.

El ciclo de revoluciones del siglo XVIII en Europa legó una serie de cuestiones centrales para reflexionar y resolver la política en las sociedades post-revolucionarias: el enigma de pensar y ordenar la sociedad igualitaria; la incertidumbre de la nueva sociedad, tanto en términos historiográficos, como en términos de la reconstrucción de un lazo social que reprodujera formas de cohesión social; un nuevo principio de legitimidad asociado con la noción de “poder social”; la cuestión de cómo dar forma institucional a los gobiernos que deberían ordenar la vida social y política; las formas de la representación de lo social y de su transmisión al régimen político, entre otras.

Ese frondoso legado formó parte del debate político durante décadas. Ahora bien, el ciclo revolucionario fue seguido por un reflujo y por un reacomodamiento institucional. Por un lado, en Europa, se restauraron las antiguas casas reinantes y se experimentaron diferentes regímenes políticos. Las antiguas monarquías restauradas adoptaron dispositivos institucionales que recibieron diversos nombres: gobiernos representativos, monarquías constitucionales, gobiernos parlamentarios, en un proceso en el que el notable dinamismo político y constitucional compitió con un fascinante debate intelectual. Como es evidente, esta experimentación no se limitó al continente europeo; también se extendió, al unísono, a todos aquellos espacios en los que las revoluciones habían dejado sus huellas. Si bien, en Europa, la mayoría de las experiencias giraron en torno de diferentes formas de monarquía, en América, fue la forma republicana la que arropó las experiencias institucionales. Entre otras razones, ello fue debido al éxito más perdurable que acompañó al ciclo de revoluciones de Independencia que, como se sabe, quedó al margen de la reversibilidad política que implicó la Restauración respecto de la Revolución. Esa reversibilidad se expresó en el período de la Restauración y en los dilemas políticos y sociales que implicó; pero también, y es imperativo recordarlo, en la creación de una institución supranacional que buscó consolidar el acción

En este contexto político-institucional (intentos de readaptación del principio monárquico en Europa y de construcción republicana en América)[2]- es preciso comprender el primer capítulo del desenvolvimiento de uno de los nudos conceptuales significativos del siglo XIX: el proceso progresivo de aclimatar el nuevo principio de legitimidad, derivado de la soberanía popular. Ese principio, jalona buena parte del siglo XIX. Pero, al mismo tiempo, su aceptación y aclimatación se produjo en presencia de otro principio de legitimación, antiguo pero coincidente con el nuevo.

Si bien esta “discusión” se produjo en torno de la monarquía en Europa y de la República en América (por supuesto, con la excepción de Brasil y con los vaivenes imperiales de México), ello no oculta que el nudo conceptual en discusión es el mismo, a saber, el desafío de integrar la soberanía popular como principio de legitimidad. Tal como ha señalado M. Gauchet, “(…) desde el instante en que, con la abolición de la legitimidad conferida por la heredabilidad y garantizada por divinidad, la comunidad de hombres recupera pleno poder sobre ella misma, ese poder, en teoría recuperado y controlado, tiende, en realidad, más radicalmente que nunca, a escapársele”[3].

Uniendo y comparando experiencias y autores a la vez disímiles y similares, la perspectiva aquí adoptada (y que quisiera resaltar), se inscribe en un marco en el que, paradójicamente, la naturaleza específicamente histórica del problema se puede captar mejor si se prescinde de las diferencias geográficas, temporales y de tradición política o ideológica. Dicho de otro modo, estimo que la cuestión que se enfrenta en la primera mitad del siglo XIX es la misma a pesar, por supuesto, de hacerlo en geografías distintas, en marcos históricos disímiles e inscripta en tradiciones intelectuales también ellas diferentes. Estas diferencias dan cuenta de la diversidad de las respuestas y, en muchos casos, de la viabilidad o inviabilidad de algunas de ellas. Pero si la naturaleza del problema es la misma es porque él afecta un aspecto constitutivo de todas las sociedades postrevolucionarias, a saber, la comprensión y adaptación de la noción de soberanía. El contexto ya no es el de la crítica al absolutismo –como había sido el caso durante al menos dos siglos- sino el del riesgo liberticida de la soberanía popular y, aún más profundamente, el de las consecuencias de la des-encarnación del poder que supone el reemplazo de la monarquía por el pueblo.

Uno de los mejores observatorios para analizar cómo se procesó esta cuestión es el régimen político. Muchos liberales fueron partidarios de formas republicanas que reemplazaron con el correr de los años por una revalorización de la monarquía[4]. Esta revalorización no supone, sin embargo, abdicar de la legitimidad de la soberanía popular ni, menos aún, reconsiderar, a la manera de los reaccionarios, la reconstitución de un poder absoluto o dictatorial. Al contrario, si este esfuerzo es significativo y locuaz es, precisamente, porque es un intento de pensar la soberanía popular en el marco de un impulso igualitario y democratizador. Es decir, mi punto es que el período enfrenta un mismo problema, cualquiera sea su geografía, o sus coordenadas temporales. Algunos tópicos del debate político son compartidos por todas las sociedades post-revolucionarias mientras que las soluciones se relacionan con las tradiciones, los hábitos, la cultura política, etc. Como es evidente, entonces, quisiera insistir sobre el hecho de que en todas experiencias estamos frente al mismo problema, frente a un mismo problema conceptual.

*

En segundo lugar, querría referirme a otro aspecto está fuertemente relacionado con la cuestión de la soberanía y con la comparación a la que Marcela nos invita al comparar, de la mano de Botana, los proyectos constitucionales bolivarianos y rioplatenses. Los proyectos mencionados se expresan en una combinación de formas republicanas de la antigüedad y el modelo británico, como un compuesto de aristocracia, república y monarquía. Esta combinación, también, se expresó con el surgimiento de una suerte de consenso en torno de la nueva legitimidad de la soberanía popular, que acompañó la pervivencia de otras formas de legitimidad, provenientes del principio de la heredabilidad. La comparación con Europa revela que en la mayor parte de los casos, se impone una forma de gobierno mixto que coincide con una combinación de soberanía de derecho divino y de soberanía popular que es imposible de sostener en el marco de la república.

Es el caso de España y de los avatares políticos y constitucionales que caracterizaron la década del 20 entre la revolución “liberal” de Riego, la reimplantación de la constitución de Cádiz y la llamada segunda restauración de Fernando VII. Restauración que fue apoyada por un ejército francés que coincidió con el viraje político de Luis XVIII, comenzado luego del asesinato del Duque de Berry.

El otro ejemplo surge de la comparación de la Charte de 1815 con la de 1830 que no solo expulsó a la rama principal, evitó la república y consagró un reinado en el que el principio hereditario se vio semi-vulnerado puesto que, finalmente, Luis Felipe provino más de la calle que de los títulos familiares. La evolución política de la Restauración estuvo siempre acechada por la indefinición constitutiva de la Charte, que nunca pudo ser superada. El “diálogo” entre Carlos X y la Asamblea (en los primeros meses de 1830) reveló hasta qué punto esa indefinición marcó el fin de la experiencia, aunque cuando la indefinición tampoco pudo ser superada.

No obstante, esta coexistencia de formas de gobierno mixto no es privativa de algunos países europeos. En las repúblicas de América, el federalismo puede ser considerado como un gobierno mixto pero de otro tipo. Permítanme citar un párrafo iluminar de El Federalista en la pluma de Madison para medir la envergadura de la experiencia de gobierno “mixto”: “la constitución propuesta no es nacional ni federal, sino una combinación. Desde el punto de vista de su fundamento, es federal, no nacional; por el origen de donde proceden por poderes ordinarios del gobierno, es en parte federal y en parte nacional; por la actuación de estos poderes, es nacional, no federal; por la extensión de ellos, es, otra vez, federal y no nacional y, finalmente, por el modo que autoriza para introducir enmiendas, no es totalmente federal ni totalmente nacional” (p. 163). No hace falta insistir, recurriendo a otras formas de gobierno mixto instalado en el envoltorio federal. Del mismo modo que ocurría con la soberanía popular, las soluciones políticas se ordenaron sobre la base de una combinación, de una forma mixta.

*

Mi último comentario remite a las opciones de institucionalización republicana que, según nos advierte Marcela, se refiere a la centralización/descentralización territorial del poder y el que remite a la concentración/limitación de funciones en el registro del principio de la división de los poderes. Me voy a limitar solamente a hacer un par de anotaciones marginales sobre este problema. Por supuesto, se trata de un debate que se expandió en todos los territorios a la hora de diseñar los dispositivos institucionales. Ambos, la centralización y la división de los poderes poseen una vinculación estrecha: podríamos caracterizarla pensando en los límites el poder soberano desde una perspectiva vertical (el espacio que separa la Unión o el gobierno federal) y el último estadio, constituido por los municipios, separados por provincias o estados y una perspectiva horizontal, entre los tres poderes legislativo, ejecutivo y judicial.

Ambas perspectivas llamaron profundamente la atención de Tocqueville, a la vista del doble ordenamiento del poder soberano en Estados Unidos. Todo este ordenamiento fue relevante puesto que se fundó en una distinción entre centralización y descentralización y gubernamental y administrativa. Dicho de otro modo, esta distinción se funda en la separación de la política de la administración. El punto me parece importante puesto que habilita un lugar para incorporar, al vínculo entre la forma de organizar e integrar las atribuciones, la financiación y el reparto de los ingresos que reúnan a los estados/provincias, el vínculo entre el Estado y la Sociedad. Este vínculo resalta la centralidad que el debate confiere no sólo a la separación entre política y sociedad sino, tan o más relevante, los lazos que se tejen entre el Estado y la Sociedad.

Por último, la cuestión de los límites requiere incorporar un último elemento presente en la teoría, de la mano de Constant, y en varios intentos constitucionales, tanto en México como en Brasil. Se trata de la conceptualización del Poder Neutro. La relevancia no podría ser mayor: es probable que la imposibilidad de aclimatar el Poder Neutro a una república haya sido la razón mayor por la que Constant abandonó sus convicciones republicanas y que esa dificultad le confiriera una marcha a la hora de pensar el vínculo entre la República y el Poder Neutro. Quizás sea por eso que la experiencia mexicana (el período de las Siete Leyes 37-41) y la brasileña (1824) lo incorporaron con más o menos vigencia. Más allá de la noción de Poder Neutro importa resaltar la voluntad de construir un poder que regulara a los otros poderes. Sabemos que eso no fue posible.

*

La coexistencia inevitable de formas de concebir la soberanía, el gobierno mixto y las formas de lidiar con el ordenamiento más o menos centralizado de los poderes, (del mismo modo que otros problemas) constituyen nudos conceptuales que, como se evocó, forman parte de los desafíos que enfrentaron todas, insisto, todas las sociedades post-revolucionarias. La tarea de construir los lazos que las unen y las separan, según la geografía y el tiempo, no obstaculizan pensarlos como un mismo problema general cuya realización práctica difiere pero no su dimensión conceptual.

Notas

[1] Permítaseme recordar que me he ocupado de la cuestión de la representación en los años ’20 en una ocasión anterior. Me permito hacer esta referencia, por un lado, porque M. Ternavasio ha tenido la deferencia de citar mi trabajo y, por otro lado, porque eso me permite no repetir argumentos que ya he expuesto en el artículo de marras. Al respecto, cf. Roldán, D., "La crisis de la representación en el origen de la política moderna. Una perspectiva comparada, 1770-1830", en Hilda Sabato y Alberto Lettieri (comp.), La vida política en la Argentina del siglo XIX. Armas, votos y voces, Buenos Aires, FCE, 2003.
[2] Por supuesto, la gran excepción a esta generalidad es el caso brasileño del que no podemos ocuparnos aquí.
[3] Gauchet, M., Préface. Benjamin Constant: l’illusion lucide du liberalisme », en Constant, B., De la liberté chez les Modernes, Paris, Hachette, 1980, p. 24
[4] Entre tantas otras alternativas de análisis, quisiera señalar que muchos de ellos también ofrecieron reflexiones detalladas y minuciosas acerca de la forma que el poder ejecutivo debía adquirir. Retomando la comparación de la que parte este trabajo, estimo que sería muy revelador comparar, por ejemplo, las consideraciones que Tocqueville elabora sobre el poder ejecutivo en ocasión del debate en torno de la reforma constitucional a fines de los años ’40 con las reflexiones que, sobre el mismo tema elabora Alberdi en la misma época, en ocasión de la elaboración de Bases.
Modelo de publicación sin fines de lucro para conservar la naturaleza académica y abierta de la comunicación científica
HTML generado a partir de XML-JATS4R