Artículos

Historiografía y Archivología: mutuas influencias en el acercamiento al patrimonio documental

Beatriz I. Moreyra
CONICET - Universidad Católica de Córdoba, Argentina
Silvano G. A. Benito Moya
CONICET - Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

Investigaciones y Ensayos

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina

ISSN: 2545-7055

ISSN-e: 0539-242X

Periodicidad: Semestral

vol. 73, 2022

publicaciones@anhistoria.org.ar

Recepción: 02 Marzo 2022

Aprobación: 02 Mayo 2022



Resumen: Este artículo se propone reflexionar sobre la conceptualización, relevancia y uso que las distintas perspectivas de las ciencias humanas, y en particular de la Historia, hicieron del patrimonio documental disponible, revalorado y/ o “desempolvado” en los diferentes repositorios, para el complejo proceso de construcción del conocimiento socio-histórico a lo largo del siglo XX y XXI, destacando las mutuas influencias entre el devenir historiográfico y la adopción de metodologías innovadoras en el tratamiento de la riqueza documental proveniente de la Archivología como ciencia. Es decir, este enfoque mancomunado intenta dilucidar cuándo y cómo se entrecruzaron la historia, entendida como investigación del pasado y el archivo, entendido como testigo de los tiempos pasados o recinto privilegiado de la memoria, de acuerdo a las distintas corrientes historiográficas.

Palabras clave: patrimonio documental, Historiografía, Archivología, fuentes históricas.

Abstract: This article tries to consider the conception, relevance and perspective of the human sciences, History in particular, in the use of the available documentary heritage for the construction of socio-historical knowledge in the 20th and 21st centuries. It is important to point the mutual relationship between historiographic advances and the novel methods in the analysis and treatment of the rich documentary materials offered by archivistics as a science. The joint efforts of Historiography and Archivistics aim to see when and how historical research and the archives, where historical records are stored, come together during the different historiographic periods.

Keywords: documentary heritage, Historiography, Archivistics, historical sources.

En tanto realidad, con entidad social y cultural, el patrimonio se ha vuelto objeto de un creciente interés desde distintos enfoques disciplinares y también ha motivado diversas formas de acción y políticas para su salvaguarda, recuperación y restauración, incluyendo manifestaciones reivindicativas que reclaman a las autoridades responsables por la gestión de los bienes culturales patrimoniales.

A lo largo del siglo XX, el patrimonio se ha multiplicado en una diversidad de denominaciones y clasificaciones según diferentes perspectivas: natural y cultural, material e inmaterial; histórico, arqueológico, industrial, documental, mundial, nacional, local, regional. Todos ellos comparten el hecho de ser bienes que poseemos o que hemos heredado de nuestros ascendientes y que, a su vez, traspasamos a las siguientes generaciones, pudiéndose tratar de objetos materiales o inmateriales, derechos y obligaciones, entre otros. Incluso, podemos hablar del término en un sentido menos materialista, más abstracto o espiritual (Ballart Hernández y Tresserras, 2001, p.11). Según Pierre Nora, de ser un bien que procede de los padres, a propiedad transmitida por los antepasados, el patrimonio ha pasado a ser un bien cultural de las comunidades, los países y la humanidad en su conjunto, con un carácter simbólico y de identificación. Una construcción cultural sujeta a cambios en función de circunstancias histórico-sociales determinadas, un conjunto extenso de bienes resultantes de una selección cultural y una agrupación de valores que le son conferidos por los seres humanos, que cambian en función del tiempo y de los diferentes contextos. De allí, que la dimensión humana y social del patrimonio es central, ya que son los individuos y las comunidades quienes le confieren valor. Y al ser compartido por conjuntos sociales actúa como base de la identidad individual y colectiva.

En el mundo actual, marcado por el crecimiento de la desigualdad, marginalidad y exclusión, donde los medios masivos de comunicación y el internet se erigen en canales de participación y democratización, las cuestiones ligadas al patrimonio, su conocimiento, conservación y difusión se convierten en un desafío.

El patrimonio histórico documental -entendido en un sentido amplio, y no solamente circunscripto a los documentos propiamente de archivo, generados por la administración pública o privada- es un insumo nodal para la investigación sociohistórica. Los archivos y los documentos, desde la irrupción a finales del siglo XX en lo que ha dado en llamarse sociedad de la información o sociedad del conocimiento, han cobrado un nuevo rol, pues la información se ha convertido en un capital de valor indiscutible para el desarrollo sustentable de los pueblos. Por ello han atraído a nuevos usuarios, no necesariamente ligados al campo histórico: geógrafos, economistas, climatólogos, lingüistas, médicos, demógrafos, juristas, arquitectos, e ingenieros, entre muchos otros.

Esto ha generado la transformación de los roles tradicionales de los profesionales de la información -archiveros, bibliotecólogos, documentalistas y museólogos-, ligados al papel pasivo de servicio de la información, por agentes activos y creativos, no solo organizadores de la información sino productores de la misma.

Ese patrimonio documental remite a un conjunto de registros textuales, icónicos, gráficos, audiovisuales y sonoros, en diferentes soportes, que posibilitan conocer sobre la vida social, económica, intelectual, cultural y política de una comunidad. En tanto huellas de sociedades pretéritas, son vínculos del presente con el pasado, ya que en ellos queda reflejado el contexto histórico y un conjunto de características estéticas, simbólicas e informativas, que permiten reconstruir la identidad de una comunidad. En función de ello, el patrimonio documental es valorado, conservado, restaurado y resguardado para que las próximas generaciones lo hereden, sucesión que se da por vía institucional debido a la relevancia que poseen para la construcción y mantenimiento de las sociedades. Son los archivos, las bibliotecas, los museos, entre otras instituciones, los encargados de custodiar esta riqueza y diversidad de bienes culturales que lo conforman, expresión de las sociedades y culturas que le han dado vida.

Para lograr el reconocimiento del patrimonio documental local, regional y provincial es necesario incrementar las actividades relacionadas con su preservación como son despertar una mayor conciencia sobre el valor de los fondos documentales, identificar, catalogar y organizar sus acervos, establecer secciones de conservación en las instituciones, fomentar programas de formación de personal calificado, promover la investigación entre los propios agentes encargados de su conservación y preservación, la adopción de políticas, programas cooperativos, acciones de normalización, congresos, conferencias y publicaciones tanto impresas como digitales sobre el tema.

La situación de los archivos ha incidido directamente en la producción historiográfica general y local, advirtiéndose el nacimiento y desarrollo de algunas líneas temáticas y la completa ausencia de otras. Si bien, las tendencias historiográficas han venido influenciadas por los diferentes movimientos y corrientes que en uno u otro momento han tenido lugar dentro del ambiente científico, también es cierto que el desarrollo de las diferentes perspectivas de abordaje ha estado relacionado muy estrechamente a las posibilidades de acceder, conocer e interpretar determinadas colecciones y fondos documentales. De allí que no podamos desvincular al patrimonio documental del quehacer de los historiadores[1].

Este artículo se propone reflexionar sobre la conceptualización, relevancia y uso que las distintas perspectivas de las ciencias humanas, y en particular de la Historia, hicieron del patrimonio documental disponible, revalorado y/ o “desempolvado” en los diferentes repositorios para el complejo proceso de construcción del conocimiento socio-histórico; sin descuidar las mutuas influencias entre el devenir historiográfico y los desarrollos de la Archivología como ciencia. Esta preocupación ya estuvo muy presente desde Collingwood -entre otros autores-, quien afirmó que lo que la historia sea, de qué se trata y para qué sirve eran cuestiones que serían contestadas de diferentes maneras. Una revisión de los libros que se han ocupado de este tipo de cuestiones teórico- metodológicas bastaría para confirmar que diferentes corrientes y/o historiadores han manifestado diversas reflexiones sobre estos interrogantes. En efecto, desde las primeras décadas del siglo XX, y de distintas perspectivas teórico-metodológicas, se postulaba una nueva historia que se conceptualizaba como más científica al incluir concepciones fuertes de la causalidad social, la determinación social, de la totalidad social y de la prioridad analítica del contexto social; en las década de los ‘80 y ‘90 de ese siglo se debatieron los supuestos y producciones de las denominadas posturas revisionistas que implicaron un creciente cuestionamiento crítico al modo de hacer historia con capacidad para determinar causalmente la subjetividad y la conducta de los individuos, restituyendo la clásica preocupación de la historiografía por los procesos, los agentes, el cambio y la consiguiente demanda por una investigación empíricamente fundada acerca de las particularidades sociales y culturales.

Durante mucho tiempo, la cultura del resguardo sufrió las consecuencias de las prácticas hegemónicas de descentramiento del Archivo y de las políticas de su insignificancia social, que se tradujeron en el deterioro de sus propios acervos e instituciones (Pittaluga, 2006-2007, p.1). Actualmente, hay una revisión respecto a la situación predominante por más de un siglo, tendiente a la recuperación y construcción de los archivos sostenida en una preocupación que abarca a sectores más extensos de la sociedad. Una inclinación nueva, que también se aprecia en ciertas predisposiciones en distintas esferas estatales. Se trata de modificaciones todavía tenues de las actitudes de la sociedad y de algunos sectores estatales pero, en la medida en que se produzcan, abren un campo de debates novedoso que dialoga con las prácticas historiográficas consagradas y con el nuevo campo de producción de memorias sobre el pasado. Estos cambios han conducido a repensar nuevamente la cuestión del archivo (Pittaluga, 2006-2007, p.2).

Desde hace unas décadas, con la inclusión y el impacto de las nuevas tecnologías en las tareas de los archivos, estos han ganado importancia por su destacado papel en la reconstrucción de la memoria colectiva, por la garantía que significan para los derechos ciudadanos, por la transparencia que exigen de las administraciones públicas o privadas, y por lo que atañe al rescate del patrimonio documental (Marín Agudelo, 2010, p.337).

François Hartog (2007, p.128) ha expresado que el archivo no se estudia como una entidad dada o aislada, sino como una entidad inscrita en una serie de mediaciones -investigación histórica, archivística, memoria y patrimonio nacional- y como el producto histórico de la sociedad. Además, se destaca la relación que se entabla entre paradigmas historiográficos y concepción del archivo. En este mismo sentido de revalorización, Lila Caimari (2020, p.225) insiste en que “el archivo ya no es la mera acumulación y descubrimiento de lo que permanece esperando, no es la fase menos prestigiosa del quehacer constructivo de lo socio-histórico, sino una instancia de creatividad para la reflexión y la escritura”.

Actualmente, como ha expresado Oliver Poncet (2019), las publicaciones y los programas de investigaciones sobre la historia de los archivos, sus actores, sus métodos y su significación social, política y cultural se ha expandido. Más aún, este interés ha destacado de una manera diferente la relevancia de la relación entre la historia y el archivo desde la temprana Edad Moderna. Y hoy se asiste a dos giros no siempre convergentes: el archival turn, surgido del campo de los archiveros y antropólogos y el documentary turn de los historiadores que consideran a los archivos y documentos no simplemente como materiales sino como objetos históricos productores de significado social, político y cultural. Ambos giros se están encaminando hacia una hibridación mutua consistente en la profundización de la contextualización por los historiadores y la historización de los fundamentos archivísticos sobre los que se asienta parte de nuestro conocimiento histórico.

La relación entre los archivos, las prácticas de investigación y la construcción del conocimiento socio-histórico

Toda forma de pensar la Historia se encuentra, necesariamente, atravesada por la cuestión del archivo. Antes de las respuestas a las preguntas que se haga el investigador, existe el momento del archivo, la práctica que diseña el espacio social de producción historiográfica. Lugar físico y lugar social, decía de Certeau (1985), pues la institución historiadora -de la cual el archivo es parte central- construye las fuentes a través de ciertos parámetros, en una concatenación de operaciones veritativas que hacen de la huella una prueba documental para uso historiográfico. Entonces, las reglas y los criterios de la archivación son ya parte inseparable de la operación historiográfica. El modo como este es consagrado o degradado en la búsqueda de diversas maneras -convergentes y conflictivas al mismo tiempo- de sustentar generalizaciones, teorías, métodos y técnicas relativos a la voluntad de historiar, no dejan de apuntar hacia la variedad de voces que buscan dar sentido a lo que del pasado reverbera en el presente.

Pero cuándo y cómo se entrecruzaron la historia, entendida como investigación del pasado, y el archivo, entendido como testigo de los tiempos pasados o recinto privilegiado de la memoria, ha ido modificándose de acuerdo a las distintas corrientes historiográficas.

Las prácticas archivísticas se encuentran atravesadas por cada período de la historia, con sus particularidades y características propias. Las tendencias actuales plantean nuevos paradigmas, donde la importancia del derecho a la información o el derecho a saber es mencionada cada vez más por quienes ejecutan proyectos de desarrollo, por la sociedad civil, la academia, los medios de comunicación social y los gobiernos.

Durante el siglo XIX, con el auge de los modelos lineales de explicación histórica en sus diversas reformulaciones, sus cultivadores, desde el punto de vista epistemológico, adherían al reconstruccionismo, modelo de conocimiento que aludía a la tradición empirista transmitida desde el siglo XVIII. Así la perspectiva occidental de la escritura de la historia constituyó un consenso fundado, hasta la primera mitad del siglo XX, en la teoría de la correspondencia del empirismo firmemente anclada en la creencia que el conocimiento verdadero podía ser inferido de las fuentes primarias. En efecto, ella sostenía una creencia fundamental en el empirismo y en un tipo de significado histórico derivado de la experiencia y mediatizado a través de la construcción de narrativas. El pasado es real y la verdad se corresponde con esa realidad a través del mecanismo de la referencialidad y la inferencia, esto es, el descubrimiento de los hechos en la evidencia.

Esto dio lugar a lo que Francisco Gimeno Blay llamó fetichismo documental del siglo XIX y gran parte del siglo XX. Esa falsa idea que el tiempo, en la historiografía positivista, habría liberado a los documentos de la subjetividad inherente del propio contexto en que fueron producidos y que pasados los años, representarían la objetividad por excelencia (Gimeno Blay, 1999, p.17).

La historia, de acuerdo con Elton, Marwick y Stone, se ocupaba de lo concreto histórico, no de las construcciones especulativas de los científicos sociales y, menos aún, de las de los filósofos deconstructivistas de la historia y el lenguaje. Imponer paradigmas o modelos de explicación a la evidencia, implicaba que el pasado no podía ser pensado como existiendo independientemente del historiador que trabaja para interpretarlo (Elton, 1991 y Marwick, 1989).

A diferencia de los científicos sociales, los historiadores reconstruccionistas no proponían teorías generales ni postulaban hipótesis de trabajo para ser verificadas a través de la investigación empírica. La inferencia inductiva concebía que las teorías explicativas provenían del descubrimiento de la evidencia, la cual se transformaba en un hecho significativo después de ser situada en su contexto histórico.

En síntesis, consistencia, coherencia y correspondencia con los hechos observables eran las consignas de la historia reconstruccionista. Las corrientes positivistas concebían al documento escrito, no solo como un elemento esencial para conocer el pasado, sino como la materia prima imprescindible para hacer historia. Se concebía el estudio de las fuentes escritas y la producción histórica como un hecho objetivo, en el cual el historiador era un mediador neutro entre el tiempo pretérito y el documento. El despliegue del positivismo llevó al interés por la construcción de la historia nacional, probada gracias a la documentación conservada en los acervos del Estado. En efecto, a partir del surgimiento del Estado-nación en el siglo XIX y de la escuela positivista de fines de ese siglo y principios del XX, aquello que el documento enseñaba no era otra cosa que el fundamento o la prueba del hecho histórico considerado esencial: el Estado-nación. Ranke planteó la necesidad de acudir a los documentos para saber con seguridad qué había ocurrido y dijo que el historiador debe dejar que sea el pasado el que hable; puso énfasis en la narración histórica especialmente política y militar y un compromiso para escribir la historia como realmente fue. No creyó en las teorías generales que pudieran cortar el tiempo y el espacio y, por el contrario, planteó que la aproximación al tiempo histórico se hacía por fuentes primarias. Así, en el siglo XIX, época marcada por el apogeo de los Estados nacionales, los archivos fueron comprendidos como caldo de cultivo para el trabajo y la legitimación de las operaciones historiográficas, animadas por la voluntad de ordenar y fijar prácticas de identidad cultural comunes para las diversas colectividades nacionales.

Esta concepción fue la que dio gran impulso a la Archivología -considerada por entonces “ciencia auxiliar” de la Historia. De ser un conocimiento meramente técnico, con saberes prácticos que pasaban de un archivero a otro, se desarrollaron los primeros principios teóricos considerados hoy fundamentos de la disciplina (Cruz Mundet, 1999, p.25). Nos referimos al concepto de fondo de archivo y a la obra de los archiveros holandeses Müller, Feith y Fruin en 1898: Manual de ordenación y descripción, que recogía y sistematizaba la teoría de Natalis de Wailly en 1841 de la enunciación del principio de procedenciay respeto al orden original. Sin embargo, continuó siendo un saber asociado a la burocracia estatal y los archivos, en muy raras ocasiones ingresó en el ámbito universitario durante el siglo XIX.

Ahora, ¿qué se entendía por archivo? Solamente los archivos públicos de gestión estatal, y, principalmente, los históricos; no había prácticamente lugar en la teoría para los archivos de gestión o administrativos. El interés creciente por la historia nacional y la constitución del Estado-nación activó la creación de los archivos nacionales. Ranke y sus discípulos sostenían que el hecho histórico sobrevive en los documentos, por lo que solo había que localizarlos y darles un buen uso. En Francia, el archivo nacional se constituyó luego de la Revolución Francesa; mientras, en Argentina, el Archivo General se originó en 1821, por iniciativa del ministro Bernardino Rivadavia, a escasos treinta años de aquellos sucesos revolucionarios. Fue el primero de toda Latinoamérica en su tipo (Swideski, 2015, p. 31)[2]. El Public Record Office del Reino Unido en 1851; en España el Archivo Nacional en 1866, al que van a ir a parar toda la documentación de monasterios y conventos suprimidos por la desamortización de Álvarez Mendizábal de 1835, y que luego incrementó sus fondos con otra desamortización de 1869; esta vez, sobre los fondos de las catedrales, cabildos eclesiásticos y órdenes militares (Contel Barea, 1993, pp.238-241). En Italia, el Archivio di Stato de Roma es de 1871, por citar solo algunos ejemplos.

También, el movimiento que implicó el desarrollo de la investigación por eruditos en archivos, contribuyó al desarrollo de una incipiente política de apertura de los mismos: en España la real orden de 1844, dispuso que los archivos se declararan abiertos a nacionales y extranjeros (Contel Barea, 1993, pp.236), en Argentina la apertura fue fluctuante, pero apareció hacia 1830 con Pedro de Angelis, y más tarde con la figura de Bartolomé Mitre, aunque el proceso se aceleró desde la federalización de 1884 (Swiderski, 2015, pp. 46, 156). No olvidemos, desde luego, la apertura del Archivo Secreto Vaticano que permitió la consulta pública en 1881, por el papa León XIII (Pérez Ortiz y Vivas Moreno, 2008, p.223), entre otros.

El siglo XIX también fue rico en la creación e investigación en legislación de archivos, que se empalmó con disposiciones legales respecto a cambios administrativos del Estado- nación, pero también con la necesidad de organizar la masa documental para el servicio de los usuarios eruditos. Por citar un ejemplo, en España la Colección de los reales decretos, órdenes y reglamentos […] para la creación y organización de la Junta Superior Directiva de Archivos y de las demás subalternas del Reino (1849) (Contel Barea, 1993, pp.235) y en Argentina, la Revista del Archivo General de Buenos Aires, de azarosa vida, cuyo primer volumen nació en 1860 (Swiderski, 2015, p. 59). Se crearon asociaciones y escuelas en Lisboa, París y Viena que regulaban la actividad, pues el Estado necesitaba de personal especializado: paleógrafos, diplomatistas, archiveros. En España el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos nace en 1858 (Torreblanca López, 1993). Sobre las Escuelas de enseñanza se crearon en toda Europa: Italia, Estado del Vaticano, Francia, Portugal, y Austria, por citar algunas muy renombradas. Encuentra un incipiente asidero la “profesionalización” del archivero, al igual que lo hacía la del historiador, son influencias recíprocas, pues la misma erudición que se pretendía del historiador se buscaba en el archivero: una fuerte formación filológica, en derecho, y en la erudición del momento: paleografía, diplomática, y, por supuesto, historia. Los propios teóricos de la Archivología eran los mismos que trabajaban sobre la metodología histórica: Eugenio Casanova (Italia), Hylary Jenkinson (Gran Bretaña), Adolf Brennecke y Leopold Ranke (Alemania) (Montilla Peña y Mena Mujica, 2013).

El historicismo alemán, con estos historiadores como modelos, concebía a la historia como un triunfo de la burguesía. De esta manera se puede explicar el gran interés por la Historia política y militar y la despreocupación del historiador por el campo de lo social. Además, la misma Historia era considerada una disciplina vital para la formación del hombre político, todos cultivaban la historia por afición y como formación para analizar los problemas políticos de su tiempo. El Estado veía en la Historia su legitimación (Iggers, 2000).

Es por ello, en parte, que la figura del archivero quedó reducida a un inventariador y catalogador de documentos para el servicio de la Historia; en el mejor de los casos un descubridor de documentos, un transcriptor de los mismos con sus aparatos eruditos para su edición. Había que explicar el origen del Estado- nación y cuanto más lejos se adentraran en el tiempo, más fructíferos eran los resultados en orden a los debates que se generaban por los orígenes del ser europeo. En Francia, L’Ecole de Chartres emprendió la publicación de la obra: Documents inedits relatifs à l’histoire de France y en Alemania la gran empresa de los Monumenta Germaniae Historica.

La descripción documental se incrementó, pero hacía hincapié en los aspectos políticos, militares y eclesiásticos de la documentación, como exigían los usuarios de la corriente historiográfica imperante. Esto no quiere decir que antes no se hubieran elaborado instrumentos descriptivos de este tipo. En España, por ejemplo, baste recordar el Inbentario General de todos los papeles que tiene el thesoro de esta Santa Iglesia Catedral de León… (1704), elaborado por el canónigo y archivero de la catedral Gerónimo Valbuena (Mendo Carmona, 1993, p.223); pero no se realizaron en la cantidad que empezaron a producirse.

En síntesis, los postulados historiográficos sostenían que las fuentes escritas eran condición sine qua non para el conocimiento y transmisión del pasado; los archivos constituían los laboratorios para el ejercicio de historiar y sus fondos documentales permitían armar narraciones históricas con certeza, fiabilidad, objetividad y transparencia. Es decir, la escritura histórica fundada sobre un buen varillaje documental era considerada como equiparable a lo realmente acontecido.

El eclipse del acontecimiento, del individualismo metodológico y la extensión de la investigación documental

Las reglas de juego entre documento, conocimiento científico y poder empezaron a cambiar desde fines del siglo XIX con los análisis históricos de Karl Marx y, luego en el siglo XX, con los nuevos movimientos sociales revolucionarios, la formulación de la teoría de la relatividad y el desarrollo de la mecánica cuántica. Paralelamente, las ciencias sociales se diversificaron y fueron mostrando la necesidad de miradas y metodologías diversas para abordar el estudio del hombre en sociedad.

Aún, cuando en los albores del siglo XX los modelos lineales de construcción del conocimiento histórico siguieran prevaleciendo, “el asalto al positivismo” comenzó también a insinuarse. En esa línea, la New History, la modernization theory, la cliometría norteamericana, el marxismo y, en Francia, la centralidad de la escuela historiográfica de los Annales jugaron un papel de gran importancia en la renovación historiográfica.

Si bien, desde el positivismo como desde la corriente de Annales y el marxismo se valoró la utilización de documentos escritos como medio para validar el hecho histórico, lo que varió fue el modo de acercarse a las fuentes escritas y las metodologías implementadas. El abordaje pasó de la utilización del documento como algo objetivo, neutro y útil por sí mismo para narrar los hechos del pasado, a realizar una crítica del documento, valorar su subjetividad y, a raíz de ello, problematizar, no un hecho histórico aislado sino un proceso histórico complejo. De este modo cobró vigencia la concepción que la historia no es reproducción sino construcción y, por ende, cambió la actitud frente al archivo y sus documentos.

Esta postura se desarrolló en el curso del siglo XX, a raíz de la debilidad emergente del tradicional paradigma reconstruccionista. En efecto, la derivación comenzó con el reconocimiento de la debilidad del empirismo y la insatisfacción interpretativa con la simple y descriptiva narración lineal de eventos singulares y discretos. Por el contrario, para los nuevos enfoques, la historia podía explicar el pasado únicamente cuando la evidencia era inserta dentro de un esquema explicativo que permitiera formular reglas generales de la acción humana como patrones de comportamiento y los eventos singulares como parte de un patrón discernible. Los construccionistas entienden el pasado a través de una variedad de métodos, econométricos y estadísticos, empleando generalizaciones deductivo-inductivas antropológicas y sociológicas.

En el campo historiográfico, en la opinión de Bloch, la historia debía ser una ciencia, pero no una positivista al estilo de Comte. Con esto Bloch quiso significar dos cosas: que la historia no se preocupaba ni de leyes evolutivas universales ni de proveer una narrativa interpretativa de eventos obvios. Más bien la idea de ciencia en el pensamiento de Bloch -es decir, en la época de una ciencia más flexible y menos precisa- apuntaba a penetrar por debajo de la mera superficie de las acciones, rechazando no solo las tentaciones de las leyendas y de la retórica, sino aún los más peligrosos terrenos del empirismo. La ciencia significaba intentar descubrir las condiciones y mecanismos estructurales de la historia, profundos y escondidos; es decir, las estructuras geográficas, económicas, demográficas y culturales. En la misma perspectiva, Febvre concebía a la historia como un intento totalizador de reunir tantos datos como sea posible, excavando y extrayendo los depósitos de las sociedades pasadas. Pero se oponía a la idea de acumulación de hechos en sí, sino que apuntaba a su organización. La segunda característica atañía al objeto de conocimiento y consistía en un ensanchamiento de las dimensiones de la Historia, que tenía que tener ahora como objeto la actividad humana en su conjunto. Al individualismo metodológico, los Annales oponían la tesis de que el objeto de la historia no era el individuo agente sino el hecho social en todas sus dimensiones humanas (Lloyd, 1986). Por otra parte, a la noción de acontecimiento, como salto temporal, oponían un tiempo social, cuyas categorías principales -coyuntura, estructura, ciclo, crisis, crecimiento- tomaban de la economía, la demografía y la sociología. Esta concepción no provenía de una especulación o reflexión teórica sobre la acción y el tiempo, sino de una desviación del eje de la investigación histórica desde la historia política a la historia social y económica. En este sentido, la postura de Annales hizo suyo el postulado central de los construccionistas, que el hecho aislado no significaba nada; el mismo no era dado sino construido de manera de integrarse en unas series que permitieran determinar unas regularidades y unos sistemas de relaciones.

Otro de los aportes esenciales y de crucial importancia fue la extensión de la investigación documental, afirmando el carácter multiforme de la documentación histórica. Esta característica va a estar presente en toda la evolución de esta corriente, con la apertura de nuevas fuentes y con la relectura y significación de las tradicionales. Los documentos oficiales, emanados de ministerios y cancillerías se volvieron insuficientes para responder a las preguntas de los historiadores sobre los nuevos objetos de estudio. Una amplia variedad de vestigios pasan a constituirse en testimonio de la memoria colectiva. Lucien Febvre afirmaba que la historia se hacía con documentos escritos cuando los hay, pero con todo lo que la ingeniosidad del historiador le permita utilizar (Iggers, 2000). Adviértase, también, que la reflexión histórica hoy se aplica incluso a la ausencia de documentos o a los silencios de la Historia. Michel de Certeau analizó sutilmente los descartes del historiador hacia las zonas silenciosas de las que da como ejemplo la brujería, la locura, la fiesta, la literatura popular, el mundo olvidado del campesino.

Pero, más allá de la expansión documental, un aspecto central para el significado y el papel del archivo en relación con las prácticas de investigación orientadas a la gestación de conocimientos socio-históricos, fue que se postulaba una aproximación a lo social que era globalizante en su proyecto, pero fundamentalmente empírica en su gestión. Con ello se significaba que la historia se ocupa de realidades, no de abstracciones. Lo que rechazaban era la construcción teórica y la epistemología prescriptiva que sustentaba el proyecto sociológico.

Del mismo modo, cabe destacar que las temáticas estudiadas por los historiadores se fueron ampliando notablemente y esto se debió a su estrecha vinculación con las demás ciencias sociales y humanas y a los aportes que estas le brindaron. Ya no solo la historia política-institucional fue de interés, sino que se expandió el estudio de la historia económica, social, cultural e, incluso, de las mentalidades y de la vida cotidiana, lo cual se debió no solo a una ampliación de las fuentes escritas sino especialmente a una nueva lectura de la documentación diferente de la mirada del individualismo metodológico. (Pozzaglio, Cabanillas y Svriz Wucherer, 2018, p.98).

La historia fue sujeta a los procedimientos de números y series; fue inscripta dentro de un paradigma de conocimiento que Carlos Ginzburg en un famoso artículo designó “galileano”. Esto implicó la cuantificación de los fenómenos, la construcción de datos seriados y el uso de las técnicas estadísticas para trazar una formulación rigurosa de las relaciones estructurales que fueran el verdadero objeto de la historia. Gracias a ella, la disciplina de la historia abandonó una cartografía pura de particularidades y un simple -y siempre incompleto- inventario de casos individuales y hechos únicos. Hacen su irrupción en el trabajo de los historiadores los ordenadores, sobre todo para la demografía histórica usada como herramienta metodológica para acceder a nuevas fuentes seriadas: los censos de población, listas de levas militares, de contribuyentes, para ver la movilidad social y los procesos económicos. En Francia, la historia serial trabaja con cadenas de datos sobre el clima, precios, salarios, los nacimientos y las defunciones.

La imposición paulatina, gracias a los Annales, de una historia económica y social, basada en los conteos, la constitución de series, y el procesamiento estadístico de los datos y la computación, aumentaron más que nunca la visita a los archivos. Pero lo que en ellos se buscaba eran registros parroquiales, actas notariales, series demográficas. De allí, que como expresa Hartog, los historiadores modernistas fueron los pioneros de esa nueva archivística(Hartog, 2007, p.130).

Para todos ellos, lo importante era conservar un afinado sentido crítico que les permitiera inquirir y leer críticamente los documentos, descubriendo e interpretando sus contenidos, para así poder construir interpretaciones multicausales de los hechos singulares y colectivos. Si bien, los archivos fueron abriéndose a la investigación, fue solo a partir de la Segunda Guerra Mundial cuando la noción de accesibilidad, hasta entonces casi exclusivamente vinculada con la investigación histórica, adquirió toda su significación y los ciudadanos y los medios de información recurrieron cada vez más a los archivos.

Por su parte, en el campo de la Archivología, hubo una obra que fracturó la tradición historicista: la de Theodore Schellenberg, Archivos modernos. Principios y técnicas de 1958. La administración que había sido olvidada en las décadas anteriores en función de lo histórico, se consolidó a partir de estos años ’50. Con la Segunda Guerra Mundial se logró superar el desequilibrio entre archivos históricos y los archivos administrativos y la Archivología se integra a las nuevas tecnologías y a los nuevos soportes y a la necesidad de ordenar el crecimiento de la burocracia y la producción documental.

El acuciante problema de la acumulación de ingentes masas documentales hacía imposible la conservación íntegra y también la información era difícil de manejar. Como estos problemas afectaban fundamentalmente a los Estados Unidos, es allí que se dieron los principales desarrollos frente a la crisis del ’29 y la Segunda Guerra Mundial, que afectaron a la administración. Surgió así la doctrina del management (gestión) y del record management (gestión de documentos). Esto supuso la intervención del archivero, no solo en el archivo histórico, sino desde que se origina el documento. La doctrina del record management provocó dos nuevos principios: el nacimiento del archivo intermedio, a donde se transfiere la documentación que no tiene valor administrativo, en espera de la evaluación para determinar lo que va a los archivos históricos, y el principio del ciclo vital de los documentos. Cambia el concepto del archivo aislado, por un archivo integrado a la organización.

A su vez, el creciente interés de los historiadores por lo contemporáneo, desde la Segunda Guerra promovió la investigación para la internacionalización y la homologación del conocimiento archivístico, pues se impulsó la producción teórica y la promoción de la apertura de nuevos campos de investigación, tratando de superar la dicotomía archivos históricos/ archivos administrativos (Bonal Zazo, 2001, p.22; Barbadillo Alonso, 2011, p.26).

Esto desafió a los historiadores y a los archiveros a recuperar nuevos recursos documentales en consonancia con las nuevas perspectivas.

Hubo un evidente cambio de la descripción documental y en los instrumentos descriptivos producidos al interior de los archivos históricos, pues, a requerimiento de los investigadores, se desempolvaron las series cuantitativas que estaban ocupando espacios olvidados de los archivos. Desde el punto de vista de las series demográficas, cobraron gran impulso los archivos parroquiales. Por ello los instrumentos descriptivos cambiaron el acento, antes puesto en lo individual (genealógico), político y militar, para ahora ponerlo en lo colectivo, en lo económico, y en lo social. Muchas veces se trataba de las mismas fuentes, por ejemplo, los protocolos notariales que, por las nuevas demandas de los usuarios, fueron descriptos poniendo el acento en lo colectivo, y en nuevas temáticas como objetos y lenguajes relacionados con la muerte, las devociones, lo mental. Se abrieron nuevos repositorios a la consulta de los historiadores: archivos municipales, archivos eclesiásticos, de hospitales, de gremios, de catastro.

Desde el punto de vista de la construcción del conocimiento histórico-social, la historia cuantitativa constituyó un giro en la concepción misma de la agenda del historiador. Le permitió, siguiendo la exhortación de Simiand, renunciar a la inmensa indeterminación de su objeto de saber. Acreditó poderosamente un modelo de gestión constructivista que selecciona sus fuentes en función de un objetivo explicitado, de una hipótesis de investigación, que aprende a criticarlas y a manejarlas de manera homogénea y controlable, que ubica en primera fila las operaciones de formalización y la puesta a prueba de la coherencia de los datos en el seno de una serie con relación a la crítica tradicional de las fuentes. En una palabra, lo que se propone es la definición de un protocolo de experiencia generalizable.

Esta historia victoriosa en los años ‘50 y ‘60 del siglo XX, había privilegiado el estudio de los agregados lo más masivo posible; la prioridad de la cuantificación en el análisis de los fenómenos; la elección de una duración suficientemente larga que permitiera observar las transformaciones globales y, como corolario, el análisis de las temporalidades diferenciales.

De estas exigencias planteadas como punto de partida surgieron un cierto número de consecuencias que signaron, de manera duradera, los procedimientos empleados. La elección de la serie y del número exigía no solo el descubrimiento de fuentes adecuadas, sino también la definición de indicadores simples o simplificados que sirvieran para extraer del archivo un número limitado de propiedades, de rasgos particulares, de los cuales se proponía seguir las variaciones en el tiempo (precios o rentas, luego, niveles de riqueza, distribuciones profesionales, nacimientos, matrimonios, muertes, firmas, títulos de libros o tipos de ediciones, gestos de devoción, etc.). Se hacía posible estudiar las evoluciones de estos índices; pero y, sobre todo -así como ya lo había hecho Simiand y luego Labrousse a propósito del salario-, utilizarlos en la construcción de modelos más o menos complejos.

Las tendencias historiográficas de fines del siglo XX e inicios del XXI: insuficiencias explicativas de los modelos macro teóricos

Las tendencias historiográficas posteriores a la década de los ‘70 del siglo XX, pusieron en tela de juicio el alcance explicativo de los modelos macro teóricos y cuestionaron que la mayoría de estas promesas en el campo del análisis de lo social, no se habían cumplido o se habían rectificado en cierta medida sustancialmente de otro modo.

En este sentido, Terrence J. Mc Donald (1996, p.5) afirmó en la introducción de su libro sobre el giro histórico en las Ciencias Sociales que “con una ventaja de más de treinta años de historia, en realidad, uno lee sobre algunas de las promesas más seguras de las ciencias humanas enmarcadas en lo científico con un interés casi arqueológico, como si se tratase de cascos de barro dejados por una civilización destruida por un terremoto”.

La aparición del movimiento por los derechos civiles, el redescubrimiento de la pobreza, y el enjuiciamiento de la guerra de Vietnam, revelaron a la vez la incapacidad de las teorías de la obtención de status y consenso, de la abundancia y de la modernización para explicar esos procesos. Los movimientos sociales nacionales emergentes en respuesta a estos hechos -por ejemplo, los derechos civiles, la antiguerra, los derechos sociales, y los movimientos paralelos por los derechos de las mujeres y otros- reubicaron a la agencia y a la historia nuevamente en la agenda.

El campo historiográfico no estuvo exento de virajes que pusieron en tela de juicio el alcance explicativo de los modelos macro teóricos. Las propuestas de una historiografía entendida como ciencia social, antinarrativa y antiepisódica, de corte funcionalista y con pretensiones de explicación global, dominantes en el marxismo, los cliometristas norteamericanos y la escuela francesa de los Annales, comenzaron a ser cuestionadas. Estas corrientes revisionistas surgieron a causa de la insatisfacción con el enfoque exclusivamente estructuralista y el fuerte cuestionamiento al descentramiento del sujeto. En este sentido, se impugnó la concepción de las estructuras como entidades macro- reales independientes de la acción y conciencia de los individuos agentes y se ponderó que las estructuras eran simplemente formalizaciones de las múltiples relaciones de los hombres con la naturaleza y con los otros hombres. Con esta revalorización de la agencia, una amplia corriente de nuevas historiografías -de afroamericanos, obreros, mujeres, inmigrantes, y otros- fluyó en gran medida a partir de estos hechos y a través de fronteras disciplinarias. Y ellos interactuaron dialécticamente con teorías sociales anti funcionalistas. A medida que estas nuevas historias interactuaban con nuevas teorías, el balance entre estructura y función era casi totalmente reemplazado por el de estructura y agencia (Dirks, Eley y Ortner, 1994).

El primer reflujo fue la desilusión con las concepciones holistas que consideraban a la acción y conciencia individual y colectiva como fusibles de poderosos mecanismos sistémicos y ponderar que la acción es socialmente estructurante. En efecto, un tema convocante en la mayoría de las escuelas contemporáneas es la insistencia en el carácter activo, reflexivo de la conducta humana. Los historiadores, sensibles a los nuevos enfoques antropológicos o sociológicos, trabajaron para restaurar el rol de los individuos en la construcción de los vínculos sociales; como ha afirmado Roger Chartier, el desafío es rehabilitar la parte explícita y reflexionada de la acción. El análisis de la acción, de la acción individual y colectiva, la capacidad y límites de la racionalidad humana, las restricciones del contexto, reglas y prácticas, serían algunos de los elementos básicos del tratamiento dado al tema por las ciencias sociales. En otras palabras, las transformaciones de la historiografía de los últimos 30 años patentizan un desvío gradual de la necesidad a la libertad. Este movimiento condujo a varios cambios fundamentales: desde estructuras a redes, desde sistemas de posiciones a situaciones vividas, desde normas colectivas a estrategias individuales. El sujeto del que comienza a hablarse a partir del 68 no es esa entidad abstracta y garante de la historia: aparecen en escena diferentes grupos sociales con demandas alternativas y contradictorias: las mujeres, las minorías sexuales y raciales, los marginales, etc. Según Simona Cerutti,

el acento debe ser desplazado de las respuestas sociales a las imposiciones normativas a la capacidad de los actores sociales para manipular tales normas. Así los actores sociales no son más los vectores inconscientes de las normas sociales; ellos son unos agentes dotados de competencias y capacidades de elección, de los cuales la libertad de acción es el resultado de su localización en los intersticios existentes entre diferentes sistemas normativos (Moreyra, 2011).

El segundo deslizamiento fue un giro desde los problemas demográficos y económicos a los culturales y mentales, giro que involucró una fuerte influencia de la antropología y la psicología. La reacción contra el determinismo económico inspiró el giro antropológico. Esta reorientación de signo culturalista explica el interés de estos historiadores por aproximarse a una antropología, por entonces de reconocido prestigio, en detrimento de aquellas disciplinas que habían sido cultivadas intensivamente por la historia social (v. g. demografía, economía). Hacía así su entrada en la escena del campo historiográfico la historia sociocultural -en su variante de los Annales en Francia, en la versión culturalista del marxismo anglosajón, y en la de la microhistoria italiana, la Alltagsgeschichte alemana etc.- apostando por una reorientación de la investigación histórica hacia el estudio de los dispositivos culturales, simbólicos y de mentalidad.

Las preguntas que preocupaban a los historiadores no eran ya con exclusividad las usuales y claras categorías analíticas -la producción, la economía, la población y la estructura social- sino todos los aspectos del comportamiento y también los sistemas de valores. Esto llevó a una extraordinaria expansión de las fronteras de la historia. Es decir, prevaleció un policentrismo que expandió los límites de la indagación histórica hasta abarcar a la mujer, a la niñez, a la vejez, al cuerpo, al consumo, al trabajo y al ocio, al sexo, a la criminalidad, a la prostitución, a la homosexualidad, a la brujería, el carnaval, los rituales, mitos y leyendas sin obviar a lo limpio, lo sucio y los perfumes. En otras palabras, se dio un nuevo soplo al trabajo extramural en la historia como señaló Raphael Samuel y las cuestiones consideradas periféricas se desplazan al centro de la disciplina. Por su parte, el intento de dilucidar la causación a nivel de los pequeños grupos llevó a descomponer, a deconstruir las sociedades globales en parcelas de la realidad que adquieren plena relevancia: ciudades, barrios, instituciones, lugares de marginación. Además, se desestructuraron los grandes colectivos sociales como las clases en elites, grupos e individuos, cuyas vidas, actividades, costumbres, derechos y valores fueron objeto de análisis históricos.

Las explicaciones estructurales debían ser abandonadas en favor de una aproximación que pusiera el acento en la acción en situación y volviera a dar a la diacronía el lugar que había perdido en el análisis de las ciencias sociales.

En lugar de persistir en la explicación de la sociedad como un todo, la historiografía que se abrió paso en los años ‘80, optó por fragmentar el objeto de conocimiento y otorgó al individuo la centralidad de su análisis. En lugar de interpretar los procesos sociales, el énfasis se sitúa en la comprensión de las acciones humanas. Una historia en la que se interroga por los significados y procura hallar una lógica de las motivaciones (Piqueras, 2000), la exploración de la historia social en sus dimensiones experienciales y subjetivas. Todo aquello que dejó afuera la historia política y la historia socioeconómica y estructural. Lütke insiste en la necesidad de una sistemática descentralización del análisis y de la interpretación a través de una cuidadosa construcción de los micro fenómenos históricos (Lüdtke, 1995).

Por su parte, el giro cultural, desde el punto de vista de la explicación histórica implicó el cuestionamiento de la existencia de una jerarquía clara de explicación, desde la economía y la sociedad hasta la política y la cultura que estuvo presente en la Escuela de los Annales, en el marxismo y en la modernization theory. Es decir, el giro cultural, con el énfasis en la cultura y el lenguaje, socava este enfoque jerárquico y postula como supuesto esencial que toda realidad social está culturalmente construida y constituida discursivamente.

Con respecto al estatuto concedido a las observaciones empíricas los micro historiadores desconfían de las categorizaciones a priori de las tipologías y optan por unas aproximaciones “sobre medida” de su objeto, más conformes con una verdadera contextualización histórica; es decir, manifiestan la voluntad de las aproximaciones asidas a datos empíricos y opuesta a una causalidad mecanicista: “yo entiendo trabajar en una disciplina en la cual la teoría y los datos empíricos sean confrontados en unos niveles múltiples” (Barth, 1981, p.8).

Estos cambios han supuesto un retorno remozado a las fuentes, no en el sentido positivista en donde el documento escrito es expuesto como verdad, sino un abordaje del documento para criticarlo y, a raíz de esto, problematizarlo. Esta faceta epistemológica del lenguaje empírico ha conducido, luego de la insuficiencia explicativa de los modelos de explicación macrosociales y atemporales imperantes en las décadas posteriores de la segunda guerra mundial, a ponderar la importancia de los factores culturales y subjetivos en la causación histórica.

Este giro culturalista y hermenéutico condujo a la necesidad de abordar nuevos archivos inexplorados anteriormente, para encarar su ordenamiento, para bucear en la documentación ignorada que le permita al investigador y a los diferentes usuarios responder a los nuevos interrogantes que se planteó la historiografía contemporánea y a releer las evidencias históricas con nuevos enfoques teórico-metodológicos. Pero también al nacimiento de nuevos archivos: los archivos de la palabra o archivos orales, no considerados como tales por las perspectivas tradicionales. En este sentido, Argentina fue pionera en Latinoamérica y uno de los pocos países a nivel mundial al reconocer el valor de los documentos no textuales para la investigación histórica y generar una política pública al respecto creando el Archivo Gráfico en 1939, que alojó los documentos fotográficos y fílmicos. Con el tiempo se sumó el Archivo de la Palabra, que incluyó documentos sonoros (Swiderski, 2015, p.124,127).

Los mismos principios archivísticos pueden ser aplicados a los archivos de la palabra, aunque su contexto de producción sea diferente, pues nacen en el concierto de proyectos de investigación de grupos interdisciplinarios, ya para constituirlos como tales, ya para hacer historia oral y, luego, la documentación producida se constituye o se anexa a un archivo de la palabra como una sección o fondo (Garay, 1994).

Todo lo expuesto justifica la tarea emprendida de sondeo y normalización de la descripción de los fondos documentales. Actualmente, hay un reconocimiento de la vitalidad de los archivos como lugares desde donde ampliar los horizontes de comunicación y conocimiento acerca de los complejos y heterogéneos cruces de lo local, regional, nacional y global que atraviesan las cartografías identitarias de nuestros entornos contemporáneos.

En este sentido, a partir del siglo XX y ante el aumento de la producción documental, los archiveros se encuentran obligados a modificar sus prácticas, pasando de ser meros receptores de documentos a convertirse en protagonistas activos para la puesta en servicio de los documentos generados por las instituciones productoras. En convertirse en verdaderos investigadores, no solamente servidores de la información. La necesidad de información específica para la resolución de los asuntos cotidianos de las administraciones y para las demandas de la investigación histórica, impulsan a los archiveros a fijar su mirada en las necesidades específicas de sus usuarios y a la búsqueda de nuevas formas de investigación que aseguren el servicio informativo a las instituciones. Además, la acelerada transformación de la sociedad hacia el modelo de sociedad de la información -debido al desarrollo de las nuevas tecnologías-, ha tenido un gran impacto en el modo en que las organizaciones -tanto públicas como privadas-, incorporan e implantan nuevos métodos de comunicación, adquisición de la información y gestión de las evidencias de sus actividades. Para la Archivología, según afirma Marín Agudelo, el impacto de las nuevas tecnologías de la información debe ser establecido en relación con los archivos y muy especialmente con los documentos generados en soporte electrónico (Marín Agudelo, 2010, p.354).

Una tarea imprescindible en las dinámicas archivísticas es que los archiveros lleven a cabo prácticas de contextualización de los acervos documentales, mediante la investigación y análisis de sus respectivos procesos de creación. De allí, que los archivos nacionales, concebidos como espacios neutros, custodios de pruebas irrefutables para rescatar la “verdad” del pasado y con ello la construcción de memorias históricas e identidades sociales y culturales hegemónicas y homogéneas, fueran perdiendo su rango privilegiado. Tales lugares de memoria, se han confrontado con la expansión de otros soportes que sirven, como “vehículos y expresiones” de acciones inscritas en memorias individuales y colectivas. Las trayectorias biográficas, la oralidad, los monumentos, las prácticas conmemorativas, la arquitectura, los paisajes, los cuerpos, y las emociones se han constituido en “poderosos continentes y superficies”, desde donde pensar nuestra relación con el pasado; lo que conlleva a que nuevas políticas de interpretación histórica entren en juego, ceñidas de diversos modos a condicionamientos sociales, étnicos, raciales, de género, políticos, éticos, epistemológicos, etc. El cuestionamiento a las tesis lineales de explicación implicó el “descubrimiento” de diversos resquicios temáticos, teórico-conceptuales, metodológicos y técnicos de acuerdo con realidades de experiencias tan dinámicas y plurales como los pasados que los informan. De allí que los archiveros se familiarizan con las prácticas de interpretación histórica y desarrollan competencias en el examen de las transformaciones operadas en las dimensiones de lo social, cultural, institucional y tecnológico y sus efectos sobre las sociedades en las que ejercen como intermediarios en el procesamiento de acervos documentales de valor histórico (Flores Collazzo, 2011, p.19-27).

Enfoques historiográficos posmodernos

A partir de la década del ‘90 del siglo XX, en diferentes ámbitos intelectuales y científicos eclosionaron propuestas que comenzaron a cuestionar los principios de la epistemología representacionista (Estrella González, 2005, pp.147-179).

En efecto, la adopción del giro culturalista dio lugar a dos enfoques diferenciados en la producción historiográfica. Por un lado, la de aquellos que si bien insistían en la necesidad de pensar la esfera de la subjetividad desde nuevos parámetros e introdujeron importantes matices respecto a la teoría de la sociedad con la que trabajaban, no anidaban una vocación rupturista con prácticas precedentes. Por el otro, una segunda actitud fue abiertamente rupturista y llevó a borrar las diferencias entre el giro cultural y el giro lingüístico (Moreyra, 2011).

Estos enfoques historiográficos posmodernos cuestionaron los cimientos de la historiografía tradicional como disciplina basada en la búsqueda e interpretación de las fuentes y en la concepción de la escritura de la historia como la correspondencia más ajustada posible entre los hechos y su descripción (Fernández Sánchez, 2010). En efecto, recogiendo la herencia del pensamiento crítico, constitutivo de las disciplinas humanísticas de nuestro tiempo, con nombres tan influyentes como Foucault, Derrida o Ricoeur, los historiadores posmodernos -Hayden White, Keith Jenkins, Alun Munslow, F. R. Ankersmit, entre otros- no cuestionan la realidad histórica sino cómo accedemos a ella y también su significado. Al diferenciar entre representación y referencialidad, afirman que el pasado solo existe como historia y que precisamente porque existe una diferencia entre la historia entendida en el sentido de interpretación narrativa y el pasado o realidad histórica, es posible que haya más de una historia, sobre todo por la implicación textual e ideológica del propio historiador (Munslow, 1997, p.188). De allí, que el conocimiento histórico no se relacione únicamente con una serie de contenidos, sino también con prácticas discursivas determinadas culturalmente. En este contexto general, estos enfoques posmodernos se acercan a las fuentes, no con la idea de que nos revelen una verdad oculta de un pasado que está por descubrirse, sino, muy por el contrario, teniendo presente su naturaleza incompleta y parcial, la cambiante valoración que con el paso del tiempo pueden haber experimentado y poniéndolas siempre al servicio de la interpretación narrativa elegida por el investigador (Munslow 1997, p.235). Esta perspectiva, laxamente denominada deconstruccionista, deriva de la comprensión histórica posmoderna. La fuerza inicial del giro lingüístico en el trabajo de un importante, aunque de ninguna manera universal grupo de historiadores fue, en teoría, desordenar los postulados convencionales de la historia positivista, debilitando sus ideas principales sobre la evidencia, la “verdad” y la objetividad. En efecto, en los últimos 30 años, la explicación histórica de tinte positivista ha sido rechazada en favor de la narración. Los significados que designan las cualidades de lo real dejan de considerarse como representaciones de esta y pasan a entenderse como efectos de las formas y contenidos de la matriz discursiva.

Esta postura es identificable en los trabajos de un creciente número de historiadores y filósofos de la historia como Hayden White, La Capra, David Harlan, Allan Megill, Keith Jenkins, F. R. Ankersmith, Philippe Carrard, Joan W. Scott, Patrick Joyce y muchos otros pertenecientes a la nueva generación de historiadores culturales e intelectuales, trabajos donde se promueve el viraje lingüístico, la atención preferencial al lenguaje como clave explicativa y las prácticas discursivas como estructuradores de la realidad social. Desde el pensamiento posmodernista se considera que la realidad viene definida por el lenguaje, que es el que da lugar a los significados, los cuales, a su vez, constituyen y conforman nuestra imagen de lo real. En una palabra, lo que define a ese nuevo paradigma es, al menos en el planteamiento inicial, la importancia del lenguaje y “su papel generativo en la constitución, tanto de los significados, como de las relaciones sociales”. Aunque los discursos no son fijos ni estables, sino que cambian, e incluso son abandonados cuando tiene lugar una “ruptura discursiva”, los cambios no son “ni el fruto de la creatividad cultural humana, ni el efecto causal de las transformaciones sociales” o lo que es igual, no son “transformados por los propios individuos”, sino por otros discursos.

Para autores como P. Joyce y G. S. Jones, el lenguaje, en las múltiples formas que adopta -un sistema de signos que abarca formas verbales y no verbales y, a la vez, significados literales y simbólicos-, construye la realidad social, crea las estructuras de pensamiento y sentimiento a través de las cuales la gente otorga un sentido a su mundo. Consideran que, previamente a la experiencia o a la conciencia de clase, se encuentra el lenguaje, que desempeña una función constitutiva, organizando la comprensión de esas situaciones y dotándolas de un determinado contenido. El lenguaje, así visto, no es un simple medio, es algo material, que concibe y define los intereses y aspiraciones fundamentales (Stedman Jones, 1989). En síntesis, esta postura pone el énfasis, menos en el tradicional empirismo o en la explícita teorización científico social y más en la relación entre forma y contenido, entre fuente e interpretación y en el inevitable relativismo de la interpretación histórica. Sostiene, que el contenido de la historia, lo mismo que la literatura, es definido tanto por la naturaleza del lenguaje usado para describir e interpretar tal contenido, como por la investigación en las fuentes documentales. Fue esta creencia en el carácter fundamentalmente lingüístico del mundo y nuestro conocimiento sobre este, lo que desarrolló la esencia del desafío semiótico(Spiegel, 2005).

De acuerdo con estos supuestos, esta tradición considera a la historia y al pasado como una serie compleja de productos (artefactos) literarios que derivan de las cadenas de significados provenientes de la naturaleza de la estructura narrativa o formas de representación, tanto como de otros factores ideológicos culturalmente conformados.

En este sentido, Foucault cuestiona la creencia o supuesto que los historiadores puedan situarse fuera de la historia y capturar el contexto y ser objetivos, argumentando, por el contrario, que la escritura de la historia es un acto de creación de acuerdo a las condiciones impuestas por el historiador al entramado de los datos y ese acto de creación es, en cierto grado, un producto ideológico de su tiempo.

Para esta postura, la evidencia no se refiere a una realidad pasada recuperable y susceptible de un conocimiento cierto, sino que las evidencias son cadenas de interpretaciones. El giro deconstructivo, sostiene que el pasado existe como historia únicamente a través de la estructura narrativa impuesta a la evidencia por el historiador. En otras palabras, los “actos de significación” implícitos en la investigación histórica no vienen determinados por la naturaleza de los hechos mismos, sino por la mediación de estos con la matriz discursiva. Por tanto, el criterio de verdad como correspondencia debe sustituirse por un criterio que atienda a la operación retórica mediante la que se han organizado significativamente los hechos históricos y se ha elaborado una trama con ellos. En síntesis, los planteamientos introducidos por el posmodernismo suponen en general una desorientación y una deformación de lo que tiene que ser la construcción de una historia renovada. Es imposible analizar la realidad suponiendo que no existen relaciones causales entre sus diferentes elementos. Es la negación misma de la racionalidad histórica (Erice, 2020).

Antes del trabajo de interpretación y argumentación, antes de desarrollar ese ejercicio racional de escritura, tiene que haber un trabajo empírico; el trabajo del historiador, que siempre es un trabajo de investigación sobre las fuentes y los documentos, no puede ser sustituido por la pura retórica. Cuando el historiador se enfrenta a una fuente hay una realidad pasada que tenemos que reconstruir a través de una serie de métodos, de protocolos de actuación sobre esos documentos, restos del pasado que nos ofrecen algo tangible para argumentar en favor de nuestra reconstrucción. No se puede hacer una buena historia sin un buen manejo de las fuentes, porque se supone que estamos interpretando procesos reales y por tanto tenemos que reconstruirlos, reinterpretarlos, reinsertarlos, pero atenernos a ellos para acceder al pasado.

Con respecto a la radicalidad de las impugnaciones posmodernas, un análisis de la historiografía de los últimos treinta años sugiere que los historiadores y los científicos sociales están más precavidos respecto a sus creencias en la autoridad de la ciencia; es decir, ya no defienden una epistemología de la correspondencia y son conscientes de la brecha que existe entre el pasado y su representación, entre las realidades desvanecidas y la forma discursiva que apunta a representarlas y comprenderlas. Pero frente a las pretensiones textualistas, instaura una serie de frenos o regulaciones no retóricas al uso de la matriz discursiva. A diferencia de la literatura, el pasado, cuando se aborda desde el campo de la historiografía, no admite una libre manipulación retórica, toda vez que el documento histórico posee un carácter recibido y no inventado. Además, el carácter práctico y no exclusivamente discursivo de las técnicas propias de la historiografía, diferencia entre el uso de prácticas discursivas y las no discursivas. Es decir, se trabaja con la convicción de que los investigadores sociales tratan con un pasado real y no imaginario, accesible a través de una lógica de la indagación. Si la historia es escritura, el razonamiento histórico no puede reducirse ni a una duplicación de la realidad ni a una mera disposición lingüística.

Los denominados Annales contemporáneos sostuvieron en este aspecto, que la historia es conjuntamente discurso y técnica de investigación, narración y puesta en obra de los procedimientos críticos (Le Petit, 1995). Los historiadores sostienen que el mundo no es un texto, que existe una realidad fuera de ellos, un pasado real por conocer e interpretar a través de los fragmentos que de él han quedado, rechazando el carácter no referencial de los textos.

En 1998, en el prefacio a su libro Sobre la historia, Eric Hobsbawm indica:

es esencial que los historiadores defiendan el fundamento de su disciplina: la supremacía de los datos. Si sus textos son ficticios, y lo son en cierto sentido, pues son composiciones literarias, la materia prima de estas ficciones son hechos verificables. Los historiadores sostienen la ilegitimidad de la reducción de las prácticas constitutivas del mundo social a los principios que gobiernan los discursos (Hobsbawm, 1998).

De acuerdo con Chartier, de lo que se trata es de articular la construcción discursiva del mundo social con la construcción social de los discursos. La primera está limitada por los recursos desiguales (lingüísticos, conceptuales, materiales, etc.) de que disponen quienes la producen, pero ella remite, necesariamente, a las posiciones y a las propiedades sociales objetivas, exteriores al discurso (Chartier, 1992, 1996, 1997).

En el mismo sentido, Gabrielle Spiegel sostiene que no debe pasarse por alto el hecho de que todo texto nace en un contexto real. Roger Chartier, reafirmando estos supuestos epistemológicos, insiste en que el historiador no hace literatura, debido a dos dependencias: una, con el archivo, por lo tanto, dependencia en relación con el pasado del cual el archivo es la huella y otra, en relación con los criterios de cientificidad y las operaciones técnicas relativas al oficio, que permiten producir un conocimiento controlable y verificable. Esto involucra la existencia de una serie de criterios, gracias a los cuales un discurso histórico -que es siempre un conocimiento sobre rastros e indicios- puede ser tenido por una reconstrucción validada y explicativa de la realidad pasada escogida como objeto de conocimiento. Al respecto, Giovanni Levi ha expresado que la investigación histórica no es una actividad puramente retórica o estética y una de las contribuciones específicas estriba, precisamente, en el rechazo del relativismo y la reducción de la tarea del historiador a una actividad puramente retórica de interpretación de textos en lugar de la explicación de los acontecimientos mismos. Si bien el historiador escribe de una manera literaria, él no produce literatura; su trabajo depende de una investigación archivística y opera con una noción de verdad, a pesar de la complejidad y opacidad que el camino hacia ella implica. La historia es la disciplina de lo concreto, reconstruido parcial, indirecta y oblicuamente mediante indicios.

Este realismo crítico es, en este sentido, especialmente liberador tanto del ingenuo empirismo como del relativismo extremo. Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob (2000, p.417) afirman en este sentido: “aceptando cierto grado de incertidumbre, los estudiosos del campo realista se levantan temprano para escrudiñar los archivos, pues pueden descubrir indicios, tocar vidas extintas y ‘ver patrones en acontecimientos que de otra manera resultarían inexplicables”.

Por otra parte, esto es relevante para la necesidad de conservar y organizar archivos que hagan viable la pluriculturalidad y las posibilidades archivísticas de minorías y las respuestas a problemáticas que han cobrado vigencia contemporánea como los aspectos de la vida cotidiana, religiosa, las dimensiones culturales, las subjetividades, emociones y silencios de personajes ilustres y de los olvidados, entre otros, de un mundo polisémico mayormente invisibilizado detrás de las grandes narrativas.

A pesar de la radicalidad de los abordajes exclusivamente discursivos de las realidades sociales, es importante ponderar que constituye un fenómeno minoritario por ser intrínsecamente contrario a la comprensión y experiencia de la investigación histórica (Zagorin, 1999, p.9).

Simultáneamente, en la década de los ’80 y de los ’90 se ha dado toda una discusión al interior de la Archivología sobre su estatuto epistemológico como ciencia; eso ha contribuido a mejorar sus métodos de abordaje, mediante el préstamo metodológico (Cruz Mundet, 1999).

Al igual que la fragmentación de los macro modelos y la expansión de nuevas temáticas que se han experimentado en la historiografía, de igual modo el contexto científico e histórico ha provocado una fragmentación del archivo. Además del nacimiento de documentos considerados fuera del ámbito administrativo, como los documentos orales y la historia oral, que han dado lugar a los archivos de la palabra, la irrupción del cine y la televisión, como documento para el conocimiento del pasado, ha revalorizado los documentos en soportes no textuales, que han generado la creación de los archivos audiovisuales propios de las empresas cinematográficas o televisivas. Aunque la discusión es álgida, estos documentos según Marc Ferró son susceptibles de un análisis crítico al igual que los tradicionales. Igualmente, por los reclamos mundiales por los derechos humanos, sobre todo en Latinoamérica luego de las dictaduras militares, se han creado los archivos de la memoria, o por los movimientos identitarios de las minorías sexuales, se han creado los archivos de la memoria gay o archivos de la memoria trans, unidos a toda una corriente de estudios de género. Este tipo de archivos desafían la teoría tradicional, lo que ha motivado intensos debates y nuevas propuestas teóricas. Sin dejar de lado, y poniéndolo como eje, a la irrupción del documento digital, que es un desafío a la investigación desde lo legislativo hasta la conservación.

El giro social y pragmático en las ciencias sociales y humanidades

Como se ha expresado, a fines de los años ’90 del siglo pasado, se intensificó el cuestionamiento al culturalismo cada vez más despolitizado, que convirtió “en fetiche el discurso y la textualidad”. Lo cierto es que veinticinco años después de la adopción del giro lingüístico, hay una creciente insatisfacción con esta aproximación sistemática de la operación lingüística en el dominio de los emprendimientos humanos de cualquier tipo; es decir, pocos están dispuestos a llevar ese compromiso hasta sus formulaciones más extremas y afirmar que “el lenguaje no solo modela la realidad histórica, sino que la constituye” o, que “la creación de significados es impersonal y opera a espaldas de unos usuarios del lenguaje”. En otras palabras, se asiste a un movimiento de remisión sobre la historiográfica del giro lingüístico. Lo cual no significa un abandono del giro cultural o un desprecio a la importancia del lenguaje como ordenador de las experiencias y las prácticas de los sujetos. Más bien, se trata de lo que, con mucho acierto, la propia Spiegel ha definido como una “acomodación revisionista”, que al tiempo que mantiene “la creencia en la fuerza mediadora del discurso y la cultura”, trate de evitar “cualquier retorno a la transcendencia, identidad, esencia, teleología, totalidad o a las implicaciones determinantes de la fase constructivista del giro lingüístico” (Spiegel, 2006, p. 45).

En este sentido, frente al reduccionismo cultural de algunas producciones sociales en boga, -especialmente las asociadas a posiciones extremas del giro lingüístico y de la crítica literaria- los historiadores vuelven a relacionar sus temas con estructuras y procesos económicos, sociales y políticos más amplios, con los modos de producción y distribución, con las necesidades básicas de las personas y las limitaciones impuestas por la escasez. Y, en este sentido, la producción historiográfica de los primeros años del siglo XXI denota que los historiadores están abocados a una redefinición y revitalización del concepto de lo social, que fue debilitado, sino ocluido, por el post estructuralismo. Este giro social que revaloriza el contexto involucra también un giro hacia la revalorización de lo material, después de la fuerte desmaterialización de la realidad que produjo la aproximación exclusivamente textualista de los estudios culturales.

Esta reformulación de lo social implica la necesidad de volver a ponderar el poder condicionante y explicativo de las realidades sociales no discursivas que causalmente imponen límites. El viraje hacia lo social también modifica, a su vez, las cuestiones vinculadas con los actores y con el poder estructurante de la agencia. La mayoría de los historiadores acuerdan que, si bien los actores históricos están culturalmente condicionados, ello no significa la muerte del sujeto o que la agencia humana, en un mundo cambiante, sea una ilusión. Así la práctica y el significado son considerados como parcialmente independientes de los mecanismos impersonales de los regímenes discursivos y, por el contrario, vinculados a las intenciones de los agentes humanos insertos en los mundos sociales.

Los actores históricos, en lugar de aparecer como gobernados por impersonales códigos semióticos, son vistos como constructores de la realidad social en términos de una sociología situacional del significado. Los nuevos conceptos principales en la historiografía del giro pos lingüístico y en las ciencias sociales son la experiencia y la práctica. En este sentido, Scott enfatiza la necesidad fundamental de preservar la experiencia como una categoría primordial del análisis histórico. La experiencia representa todas las maneras que las personas tienen de responder a, o de encontrarle sentido, a los eventos tal como suceden; ese proceso mediante el cual la acción en el mundo es construida mediante una “apropiación creativa de las condiciones de la vida diaria”. De manera similar los historiadores que se dedican a la microhistoria y Alttagsgeschichte alemana, ambas interesadas en las experiencias de la vida cotidiana de los actores históricos individuales, tendieron a presentar la experiencia como “la base de un nuevo conocimiento que está situado en condiciones materiales y corporales” de una existencia, “situadas fuera de los discursos transmitidos textualmente en las realidades de la vida cotidiana” (Canning, 1994, p.377).

Tomadas en su conjunto, las recientes iniciativas teóricas están produciendo un conjunto de trabajos históricos que Andreas Reckwitz (2002, pp.243-263) ha agrupado bajo la denominación de Teoría práctica o, por otros autores, como el Giro Práctico.

En líneas generales, esta perspectiva de abordaje, supone una nueva concepción de los procesos sociales y cognitivos, al entender que estos no son proyecciones de las esferas subjetivas u objetivas, ni el resultado de la actualización de códigos semióticos, sino efectos de situaciones de orden práctico. La naturaleza de dichos procesos responde a situaciones activas en las que se dan una serie de interacciones entre los individuos y entre estos y su medio; interacciones en las que aquellos -dotados de unos determinados recursos- eligen entre diferentes cursos de acción, a partir de los cuales construyen espacios de objetividad y subjetividad. El conocimiento deja de entenderse como una representación de lo real y deviene una construcción, cuyas reglas se definen en el curso de prácticas intersubjetivas.

Por su parte, se aborda el problema del lenguaje desde la cuestión de su uso, de las condiciones socialesde su utilización. En este sentido, se entiende que el lenguaje no forma un universo aparte de las relaciones sociales que conforman las diferentes situaciones prácticas. Imbricado en dichas relaciones, deja de concebirse como una estructura o matriz conceptual, para entenderse como uno de los tipos de curso de acción que se le presenta a los individuos en sus interacciones con otros individuos y con el medio; en otras palabras, el lenguaje se constituye como una actividad de orden práctico. Así, la teoría de las prácticas, al poner el acento en la naturaleza históricamente constituida y siempre contingente de las estructuras, retrotrae a la clásica preocupación de la historiografía por los procesos, los agentes, el cambio y la transformación y la consiguiente demanda por una investigación empíricamente fundada acerca de las particularidades sociales y culturales. La potencialidad de la propuesta crítico-práctica es su capacidad para ser percibida actualmente como espacio de confluencia por parte de una amplia gama de historiadores alineados en la tradición de una historiografía crítica: desde los herederos de un materialismo histórico alejados del representacionismo a una historiografía de corte foucaultiano que, alejada en este caso del textualismo, también se aproxima al Giro Práctico. Este espacio de confluencia en el que puede aglutinarse una buena parte de la tradición crítica historiográfica gozaría de reconocimiento teórico y empírico como para consolidarse en el campo historiográfico (Estrella González, 2005, pp.147-179).

Con respecto a la relación entre el nuevo momento historiográfico y el rol y significado del archivo en la construcción de las interpretaciones socio-históricas, la misma alienta una permanente vigilancia para que esas tentativas no conduzcan hacia una dilución de la vocación empírica sobre el pasado en un textualismo poco consistente (Garzón Rogé, 2017, p.6).

Lo que hoy se enfatiza más generalmente es lo que Revel denomina la índole experimental de la actividad historiográfica expresando:

Hablar de experimentación es simplemente una manera de recordar que el historiador debe explicitar las hipótesis que construye y cuya coherencia habrá verificado para luego someterlas a una validación empírica fundada en la explotación de las fuentes. La observación es trivial, lo cual no impide que con demasiada frecuencia haya sido perdida de vista (Revel 2002, p.145).

Esta revisión no constituye un trabajo abstracto, fundado teóricamente, de manera previa a la experimentación; por el contrario, aparece vinculada a los mismos procedimientos de la investigación, del establecimiento del cuestionario a las estrategias seguidas por el investigador. En esto, el movimiento actual permanece fiel al empirismo crítico. En este aspecto, el marxismo renovador, también desde sus peculiares supuestos retiene un lugar central para la autonomía de la evidencia empírica y la variabilidad de la experiencia histórica. A diferencia de los estructuralistas, quienes veían la fuerza para el cambio histórico originándose en la estructura misma, los pensadores renovadores retienen un rol central para el poder estructurante y transformador de la acción y conciencia individual y colectiva, la cual a menudo lleva a consecuencias no intencionales. Gramsci destacaba el sentido de la complejidad de la evolución social, que sustituye a la linearidad de los planteos escolásticos: “la realidad es rica en las combinaciones más extrañas y es el teórico el que está obligado a traducir en lenguaje teórico los elementos de la vida histórica y no la realidad que ha de presentarse según el esquema abstracto”.

La teoría -según Thompson- debía inspirar y orientar la investigación, pero siempre debía estar presente el componente práctico-empírico; es decir, practicaba un permanente diálogo entre concepto-dato empírico, conducido por hipótesis sucesivas por un lado y por investigación histórica, por el otro. Sus trabajos se destacan por combinar una formulación cuidadosa de categorías conceptuales, que son utilizadas de manera flexible, con un fuerte correlato empírico; es decir, sus categorías analíticas son utilizadas solo como expectativas(Thompson, 1984). Hobsbawm reafirmaba la importancia del componente empírico y de la historicidad de las formaciones sociales: “la historia como disciplina se ocupa de formas muy complejas de cambio, interacción y síntesis sociales”. Para lograr esto, la historia requiere

tanto de teorías generales como de técnicas análogas al aislamiento experimental... Como Marx sabía no es suficiente formular los mecanismos de la evolución social humana en su forma más general, sino que los mismos deben ser analizados y especificados en sus estados particulares de desarrollo, sociedades y situaciones.

La historia podría casi definirse como la disciplina que se ocupa de cosas que no son nunca iguales y que no pueden suponerse iguales. Más aún, requiere no meramente de mecanismos de cambio general y dentro de los límites de un estadio particular de desarrollo, sino explicaciones de los resultados específicos del cambio (Lloyd, 1986, p.286).

La discusión sobre las fuentes resulta central, por supuesto, en el enfoque de la historia pragmática. Ellas no constituyen ni receptáculos transparentes de información, como lo pretendió el positivismo, ni construcciones desprovistas de todo referente exterior, como lo propiciaba el posmodernismo (Garzón Rogé, 2017, p.26).

En este sentido, el paradigma indiciario, impulsado por Ginzburg postulaba que la naturaleza referencial de las fuentes “no se sitúa allí en donde el historiador positivista la espera, en la información explícitamente provista, sino en las huellas, reveladoras de una realidad profunda e inconsciente”. En tal sentido, la lectura de las fuentes debe hacerse “a contrapelo” de las intenciones de sus redactores, en la búsqueda de todo aquello que escapó a su control.

Por su parte, Simona Cerruti propone una manera muy diferente de leer a contrapelo las fuentes, evocando también aquella conocida figura de Walter Benjamín tomando recaudos de la creencia de pensar la historia como dotada de coherencia y transparencia. “El anacronismo -explica Cerutti- es centralmente la atribución, a menudo implícita, a los actores sociales de nuestras propias categorías y de nuestros propios lenguajes”.

Esta historia pragmática se propone como tarea la descripción de la acción en situación y en el mismo movimiento de las gramáticas que la hacen posible (Garzón Rogé, 2017). La descripción que se pretende conseguir no es exterior a la realidad social estudiada, sino una actividad atenta a los inesperados malentendidos con que la distancia temporal amenaza nuestra capacidad de extranjeros para aprender qué sucedía (Garzón Rogé, 2017, p.74). Una descripción no es una operación en la que se despoja de todos sus atributos a un hecho social o a un proceso histórico preexistente, sino una captación interna de la acción y de sus contextos indisociables. En concordancia con esta perspectiva, Cerutti ha afirmado su convicción del pasado “como país extranjero” y subrayó que “la historia debe hacerse a contrapelo de las fuentes, creando distancia”, emprendiendo un proceso de extrañamiento para “percibir cosas que de otra manera aparecerían demasiado cercanas”. Es en ese punto, que ella resaltaba que “el empirismo es un resultado de la investigación, no su grado cero” (Gronda y Viola, 2016, p.323).

Algunas consideraciones finales

A lo largo de estas reflexiones hemos querido reafirmar que, independientemente de las diversas perspectivas esgrimidas sobre la construcción del conocimiento histórico, hay elementos estructurantes respecto de su quehacer que nunca han sido perdidos de vista y que ahora son revalorizados Uno de ellos, sino el más importante, refiere a la necesidad de contar con una materialidad que represente una realidad social, cultural, política o institucional en dimensiones objetivas, pero también subjetivas e intersubjetivas. Esta necesidad es la que posiciona al archivo como elemento ancla para la historia y sus distintas acepciones, siendo el registro del pasado y su interlocución el soporte donde esta edifica sus modelos de análisis y de comprensión; afirmación que Revel nos recuerda con énfasis como salvaguarda de la identidad disciplinaria.

La veta investigativa de la historia sugiere la importancia del archivo como rector de su naturaleza científica, advirtiendo que, si bien el pasado no se presenta al historiador como objeto, sí se "observa" en sus huellas documentales, relevando la figura del historiador como un sujeto cognoscente que a partir de problemáticas del presente analiza al pasado intentando encontrar su esquivo sentido. En síntesis, esta renovada perspectiva reafirma que la historia, como empeño científico, crea un sistema de significados basado en modelos teóricos en los que se integra la información empírica que, a su vez, contribuye a definir esos modelos en un juego de reciprocidades (Piqueras, 2000, p.128), reafirmando así la centralidad del poder configurativo de las evidencias empíricas preservadas en sus diversas formas en los acervos patrimoniales.

Sin lugar a dudas, el desarrollo temático y teórico- metodológico de las diversas corrientes historiográficas desde fines del siglo XIX han contribuido a conformar, en buena medida, el corpus teórico de la Archivología y de los postulados respecto al tratamiento del patrimonio documental. Las concepciones acerca de lo que es Historia, las definiciones sobre lo considerado fuente histórica por cada tradición, los avances metodológicos de acceso a las mismas, las nuevas temáticas y las propias necesidades de los usuarios de los archivos han fomentado la reflexión al interior de la disciplina archivística. Las especialidades donde esto se ha evidenciado más tajantemente han sido primero en torno a la concepción sobre el fondo de archivo y, luego, a la revalorización de archivos y fondos documentales olvidados, cuando no de una redefinición constante de lo que se considera documento de archivo. También, sin lugar a dudas, al avance imperioso que la descripción archivística ha tenido en el siglo XXI, desde la década de los ’80 del siglo pasado. Mutuas influencias y, en muchos casos, trabajo mancomunado en este siglo XXI en el que los reclamos de derechos civiles de las minorías étnicas, sexuales y de género; el clamor de las víctimas de regímenes totalitarios y autoritarios; como así también del terrorismo de estado y la ausencia del reconocimiento de derechos humanos básicos que estudia y denuncia la propia historiografía contemporánea, han llevado a la creación de nuevas realidades archivísticas no contempladas en la teoría tradicional o lo que ha dado en llamarse la fragmentación de archivos y el desglose de fondos, que han conformado archivos de la palabra y archivos de la memoria.

Referencias bibliográficas

Appleby, J., Hunt, L. y Jacob, M. (2000). La verdad sobre la historia, Barcelona: Andrés Bello.

Ballart Hernández, J. y Tresserras. J. (2002). Gestión de patrimonio cultural. Barcelona: Ariel.

Barth, F. (1981). Process and form in Social Life. London: Routledge & Kegan Paul.

Bonal Zazo, J. L. (2001). La descripción archivística normalizada: origen, fundamentos, principios y técnicas. Gijón: Ediciones Trea.

Barbadillo Alonso, J. (2011). Las normas de descripción archivística. Qué son y cómo se aplican. Gijón: Ediciones Trea.

Caimari, L. M. (2020). El momento archivos. Población y Sociedad 27(2), pp. 222-233. DOI: https://doi.org/10.19137/pys-2020-270210

Canning, K. (1994). Feminist History after the Linguistic Turn: Historicizing Dis­course and Experience. Signs, 19(2), pp. 368-404.

Cerutti, S. (2008). Histoire pragmatique, ou de la rencontre entre histoire sociale et histoire culturelle. Tracés. Revue de Sciences humaines, (15), pp. 147-168.

Chartier, R. (1992). El mundo como representación. Historia Cultural: Entre práctica y representación, Barcelona: Gedisa.

Chartier, R. (1996). La historia hoy en día: dudas, desafíos, propuestas. I. Olábarri y F. J. Caspitegui (Comps.). La nueva historia cultural: la influencia del posestructuralismo y el auge de la interdisciplinariedad. Madrid: Editorial Complutense, pp. 19-34.

Chartier, R. (1997). On the Edge the Cliff. History, Language and Practices. Baltimore: The Johns Hopkins University Press.

Contel Barea, M. C. (1993). La creación del Archivo Histórico Nacional. En. F. M. Gimeno Blay (ed.). Erudición y discurso histórico: las instituciones europeas (s. XVIII-XIX). Valencia: Universitat de València, pp. 233-246.

Cruz Mundet, J. R. (1999). Manual de archivística. Madrid: Fundación Germán Sánchez Ruipérez.

De Certau, M. (1985). La operación historiográfica. En La escritura de la Historia. México: Universidad Iberoamericana.

Devoto, F., Pagano, N. (2009). Historia de la historiografía argentina, Buenos Aires, Sudamericana.

Dirks, N., Eley, G. y Ortner, S. B. (1994). A reader in Contemporary Social Theory. Princeton: Princeton University Press.

Elton, G. R. (1991). Return to Essentials: some reflections on the present state of historical study. Cambridge: University Press.

Erice, F. (2020). En defensa de la razón. Contribución a la crítica del posmodernismo. Barcelona: Siglo XXI.

Estrella González, A. (2005). Del representacionismo al giro práctico: una reconstrucción del campo historiográfico desde la década de los 90. Pasado y Memoria. Revista de Historia Contemporánea, (4), pp. 147-179.

Fernández Sánchez, M. M. (2010). Sobre el tratamiento de las fuentes en la historiografía posmoderna: archivos, fotografías y memorias de intérpretes en la Guerra Fría. En: R. Rabadán, M. Fernández López, T. Guzmán González (Coords.). Lengua, traducción, recepción: en honor de Julio César Santorgo, León: Universidad de León, vol. 1, pp. 232-246.

Flores Collazzo, M. M. (2011). Archivos, archivistas e historiadores: trilogía retadora para pensar y hacer la Historia. En: Archivos e investigación: la importancia de investigación en los archivos y centros de información. San Juan: Red de Archivos de Puerto Rico, pp. 19-27.

Garay, G. de (Coord.) (1994). La Historia con Micrófono. Textos introductorios a la historia oral. México: Instituto Mora.

Garzón Rogé, M. (Ed.) (2017). Historia Pragmática. Una perspectiva sobre la acción, el contexto y las fuentes. Buenos Aires: Prometeo Libros.

Gimeno Blay, F. M. (1999). De las Ciencias Auxiliares a la Historia de la Cultura Escrita. Valencia: Universitat de Vàlencia, Seminari Internacional d’ Estudis sobre la Cultura Escrita.

Gronda, R. y Viola, T. (2016). Histoires pragmatiques. A conversation with Simona Cerutti and Yves Cohen. European Journal of Pragmatism and American Philosophy, 8(2), Disponible en: https://journals.openedition.org/ejpap/654 [23-10-2021].

Hartog, F. (2007). Archivos e historia (1979-2001). Historia y Grafía (28), pp. 127-142.

Hobsbawm, E. (1998). Sobre la Historia. Barcelona: Crítica.

Iggers, G. (2000). La ciencia histórica en el siglo XX. Tendencias actuales. Barcelona: Idea Books.

Le Petit, B. (1995). Les formes de l’expérience. Une autre histoire sociale: Une autre histoire sociale. Paris: Albin Michel.

Lüdtke, A. (1995). The history of everyday life. Reconstructing historical experiencies and ways of life. Princeton: Princeton University Press.

Lloyd, C. (1986). Explanation in Social History. Oxford: Basil Blackwell.

Marín Agudelo, S.A. (2010). Evolución, tendencias y perspectivas investigativas en archivos: consideraciones sobre la configuración científica de la archivística. Revista Interamericana de Bibliotecología, 33(2), pp. 337-359.

Marwick, A. (1989). The nature of History. Knowledge, evidence, language. London: Palgrave Macmillan Education.

McDonald, T. J. (Ed.) (1996). The historic turn un the human sciences. Michigan: University of Michigan Press.

Mendo Carmona, C. (1993). La investigación erudita en el Archivo de la S.I.C. de León (siglos XVIII-XIX). En. F. M. Gimeno Blay (ed.). Erudición y discurso histórico: las instituciones europeas (s. XVIII-XIX). Valencia: Universitat de València, pp. 223-232.

Montilla Peña, L. J., Mena Mujica, M. M. (2013). Estado de desarrollo de la archivística clásica hasta los años 30 del siglo XX: tres manuales archivísticos de trascendencia universal. Biblios (52), pp. 43-58. DOI: https://doi.org/10.5195/biblios.2013.122

Moreyra, B. (2014). El revival de la historia social en la primera década del siglo XXI: ¿retorno o reconfiguración? História da Historiografia, 7(15), pp.168-186. DOI: https://doi.org/10.15848/hh.v0i15.740

Moreyra, B. (2011). La historia social en los albores del siglo XXI: innovaciones e identidades. N. M. Girbal-Blacha y B. I. Moreyra. Producción de conocimiento y transferencia en las ciencias sociales. Buenos Aires: Imago Mundi.

Munslow, A. (1997).Desconstructing History. London: Routledge.

Pérez Ortiz, M. G., Vivas Moreno, A. (2008). Análisis de la estructura temporal de la Archivística Eclesiástica. Revista General de Información y Documentación, (18), pp. 213-237.

Piqueras, J. A. (2000). Historia social y comprensión histórica de las sociedades. En: C. Barros (Ed.). Historia a debate. t. 1, La Coruña.

Pittaluga, R. (2006-2007). Notas a la relación entre archivo e historia. Políticas de la Memoria (6/7), pp. 199-205.

Poncet, O. (2019). Archives et histoire dépasser les tournants. Annales, histoire, sciences sociales, 74(3-4), pp. 713-743.

Pozzaglio, F. A., Moreno Cabanillas, R. y Svriz Wucherer, P. M. O. (2018). Fuentes y tipos documentales para reconstruir la historia de la ciudad de Corrientes durante la época colonial. Revista Electrónica de Fuentes y Archivos (REFA) 9(9), pp. 97-117.

Reckwytz, A. (2002). Toward a theory of social practices: a development in culturalist theorizing. European Journal of Social Theory, 5(2), pp. 243-263.

Revel, J. (2002). Las construcciones francesas del pasado, México: FCE.

Revel, J. (2005). Un momento historiográfico. Trece ensayos de Historia social. Buenos Aires: Ediciones Manantial.

Spiegel, G. M. (2005). Practicing History. New directions in historical writing after the linguist turn. New York: Routledge.

Spiegel, G. M. (2006). La historia de la práctica: nuevas tendencias en Historia tras el giro lingüístico. Ayer. Revista de Historia Contemporánea, 62 (2), pp. 19-50.

Stedman Jones, G. (1989). Lenguajes de clase. Estudios sobre la historia de la clase obrera inglesa (1832-1982). Madrid: Siglo XXI.

Swiderski, G. (2015). Las huellas de Mnemosyne. La construcción del patrimonio documental en la Argentina, Buenos Aires, Editorial Biblos.

Thompson, E. (1984). La miseria de la teoría. Barcelona: Editorial Crítica.

Torreblanca López, A. (1993). Erudición institucional en el siglo XIX español: la sección de archivos del cuerpo facultativo de archiveros, bibliotecarios y arqueólogos. En. F. M. Gimeno Blay (ed.). Erudición y discurso histórico: las instituciones europeas (s. XVIII-XIX). Valencia: Universitat de València, pp. 247-264.

Zagorin, P. (1999). History, the referent, and narrative: reflections on postmodernism now. History and Theory, 38 (1), february 1999, pp. 1-24.

Notas

[1] Para ver cómo estas características han tomado su forma particular en Argentina son de lectura obligada F. Devoto y N. Pagano (2009) y G. Swideski (2015)
[2] Aunque la federalización del mismo recién data de 1884 (Swideski, 2015, p. 75).
Modelo de publicación sin fines de lucro para conservar la naturaleza académica y abierta de la comunicación científica
HTML generado a partir de XML-JATS4R