Dossier

El federalismo: un problema argentino*

Natalio R. Botana
Academia Nacional de la Historia, Argentina

Investigaciones y Ensayos

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina

ISSN: 2545-7055

ISSN-e: 0539-242X

Periodicidad: Semestral

vol. 72, 2021

publicaciones@anhistoria.org.ar

Recepción: 22 Octubre 2021

Aprobación: 08 Noviembre 2021



Resumen: El artículo analiza e interpreta aspectos claves del federalismo argentino como forma de gobierno en el largo plazo con el fin de examinar el anclaje de su constitución histórica, las transformaciones operadas en los siglos XIX y XX, y los dilemas que enfrenta el tiempo presente. De su lectura emanan nuevos conceptos e interpretaciones sobre el federalismo del siglo XIX temprano, como también de las implicancias del actual funcionamiento del sistema federal en el fortalecimiento o debilidad de la democracia republicana.

Palabras clave: federalismo, Argentina, Historia, Teoría Política.

Abstract: The article analyzes and interprets key aspects of Argentine federalism as a form of government in the long term in order to examine the anchorage of its historical constitution, the transformations operated in the nineteenth and twentieth centuries, and the dilemmas faced in the present time. New concepts and interpretations of early 19th century federalism emerge from its reading, as well as the implications of the current functioning of the federal system in the strengthening or weakness of republican democracy.

Keywords: Federalism, History, Political Theory, Argentina.

Estimado señor Vicerrector de la Universidad Nacional de Cuyo, estimado señor Decano, estimada profesora Beatriz Bragoni, estimados colegas, señoras y señores. Debo expresar, en primer lugar, mi gratitud hacia esta Universidad al pie de los Andes que me ha otorgado esta distinción académica. La recibo complacido en estos años altos de la vida en que se impone la memoria y la revisión crítica de lo que se ha investigado y escrito.

De la expresión de mis sentimientos de gratitud hacia la Universidad Nacional de Cuyo paso a continuación a dar lectura de mi conferencia, en el marco de este encuentro acerca del federalismo, que alude a esta forma de gobierno en tanto proyecto histórico y problema presente: una perspectiva de análisis que hermana, como es habitual en mis trabajos, la historia con la teoría política.

Se me ocurre destacar, para entrar en tema, la explicación y el designio que guiaron la reflexión de Juan Bautista Alberdi. El padre de la Constitución de 1853 observaba que la fractura revolucionaria del orden centralista y burocrático de la monarquía borbónica dejó en suspenso la unidad de un territorio cuya cabeza, por herencia virreinal, era Buenos Aires. El recorrido en el Río de la Plata y en Hispanoamérica era por tanto inverso al de los Estados Unidos. Si en el norte del continente americano las colonias en forma de estados fueron de la dispersión a la unidad, en el sur marchamos de la unidad a la fragmentación.

Se suele destacar actualmente este cruce de caminos olvidando acaso el notable hallazgo de aquella lejana hipótesis alberdiana. Una vez producida hacia 1820 la fragmentación, las provincias que invocaron su independencia hasta tanto se reuniera un congreso constituyente de factura federal adoptaron la forma republicana dejando de lado los proyectos monárquicos del quinquenio anterior. Se invertía, de este modo, el itinerario para perfeccionar la calidad republicana en los Estados Unidos que proponía Madison en El Federalista: el ensanche territorial era para Madison positivo y necesario, tal como estipula la Constitución federal de Filadelfia en 1787; en nuestro territorio, en cambio, el ensanche, la visión nublada de una nación constituida en unidad de régimen, produjo dos constituciones unitarias fallidas en 1819 y 1826.

De estos fracasos surgió una fragmentación que se extendió durante la década de 1820 hasta iniciar, en la década posterior, un periodo confederativo con eje en Buenos Aires. Tal fue la estructura de lo que denominaría una “confederación ejecutiva” pues en ella emergió la conformación del poder ejecutivo que, por carácter delegativo según el Pacto Federal de 1831, abarcó al cabo a todo el territorio. ¿Por qué digo confederación ejecutiva? Por la circunstancia de que dicho pacto, justificado simbólicamente por la divisa federal, careció de un congreso representativo y en funcionamiento sobre la base del voto de todas las provincias para adoptar decisiones. No hubo pues horizontalidad confederativa sino verticalismo proveniente de Buenos Aires que, por delegación, asumió la política exterior y de guerra. Si había unanimidad y de hecho se impuso progresivamente, era porque dentro de esos límites provinciales se desarrollaba un poder ejecutivo de raíz hegemónica y popular con el auxilio del sufragio universal masculino. Entre 1831 y 1852, la confederación ejecutiva no fue por tanto patrimonio de un congreso del cual emanan las relaciones exteriores y las decisiones acerca de la guerra y la paz; fue, al contrario, patrimonio de los gobernadores de provincia que lo delegaron en Buenos Aires. Un pacto entre ellos le dio origen y otro pacto, después de Caseros, marcó su ocaso aunque no eliminó sus legados.

A la caída de Rosas, en efecto, la praxis ejecutiva de la confederación habrá de inspirar, entre otras fuentes, la solución ecléctica de la Constitución de 1853. Alberdi reformuló pues el federalismo de acuerdo con una versión que acentuaba los rasgos centralistas encarnados en el Poder Ejecutivo Nacional. Según la sentencia de Bolívar, tan aplaudida en las Bases… y por lo demás tan citada, “los nuevos estados de la América antes española necesitan reyes con el nombre de presidentes”. Estos rasgos reforzaron el perfil de una república, en la cual el temperamento ejecutivo había pasado del plano provincial al plano nacional, esta vez limitado por una declaración de derechos y garantías, y dotado de los instrumentos de control del estado de sitio y de la intervención federal en las provincias. Estas normas debían poner en marcha la unidad fiscal y la apertura de aquella república en ciernes a la promesa del progreso: inmigración, educación, infraestructura, capitales. La fórmula primigenia del Estado federal suponía transformar una sociedad tradicional y belicosa en una moderna y pacífica.

Tal el propósito de los autores de aquella ley suprema. ¿Qué prevaleció al paso de la historia?; ¿acaso fue la unión nacional como reza el Preámbulo de la Constitución?; ¿quizás fue la descentralización propia del Estado federal?; ¿o, a lo mejor, fue la urgencia de cambiar la sociedad? Es claro para cualquier observador, que prevaleció el primero y se consumaron parcialmente el segundo y el último. Aun así, si volvemos atrás para abordar una grave cuestión persistente, era evidente que los medios políticos de la unidad tuvieron que afrontar un obstáculo mayúsculo, el fantasma que atormentaba a Alberdi, materializado en un poder excepcional superior a los de la Constitución recientemente dictada en 1853. Alberdi lo llamó “el poder de Buenos Aires”; el mismo sumaba poder político, poder fiscal y económico, y gravitación demográfica. Con este tridente, Buenos Aires hizo gala de una resistencia que se tradujo en 1854 en la organización de un Estado independiente mientras no delega su soberanía a un Gobierno federal. La delegación se produjo en la reforma constitucional de 1860 de resultas de la derrota infligida por Urquiza al ejército de Buenos Aires en la segunda batalla de Cepeda (la primera se había librado en 1820).

La reforma del sesenta, unificó fiscalmente al país y a su vez, en línea con lo que pretendían Mitre y Sarmiento en contra de Alberdi, lo descentralizó más, pero no logró desmantelar aquel temible poder de Buenos Aires. Desmanteló, eso sí, durante las presidencias de Mitre y Sarmiento, a las provincias que defendían con celo su autonomía en el mapa federal. Comenzó de este modo, con violentas intervenciones en las provincias, un proceso de reducción a la unidad del Estado federal que culminaría en 1880. En el curso de la presidencia de Mitre, cayeron las provincias rebeldes del norte que se alzaron contra la Guerra del Paraguay; en el curso de la presidencia de Sarmiento, tras el asesinato de Urquiza, cayó la provincia de Entre Ríos y luego Santiago del Estero; por fin, al término de la presidencia de Avellaneda, en 1880, cayó Buenos Aires. La antigua capital de la provincia se federalizó y pasó a ser capital de la república.

La demora en la formación del Estado federal está a la vista. Son ochenta años, a contar desde 1810, que se pueden dividir en seis períodos. Primer período: 1810-1830, fracaso de las constituciones unitarias y emergencia de un concierto de provincias que proclaman su independencia hasta se reúna un Congreso federal; segundo período: 1831-1852, instauración de la confederación ejecutiva del régimen rosista; tercer período: 1853-1862, Estado federal conformado por trece provincias según la Constitución de 1853, con asiento en Paraná, en coexistencia belicosa con el Estado de Buenos Aires; cuarto período: 1862-1880, reducción coercitiva a la unidad del Estado federal de provincias que enfrentan al gobierno nacional; quinto período: 1880-1890, federalización de la Ciudad de Buenos Aires como Capital de la república y ampliación de sus límites; sexto período: 1890 en adelante, nacionalización de la deuda pública y fundación del Banco Nación que, con el tiempo, iría desplazando al Banco de la Provincia de Buenos Aires.

Esta secuencia arrojaría la impresión de que en 1880 había culminado un proceso unificante y se había avanzado en pos de un mayor equilibrio. La provincia de Buenos Aires perdía su centro urbano y pueblos aledaños, cedía al Estado federal el manejo de recursos financieros y achicaba su peso determinante en las Juntas de Electores que elegían cada seis años al Presidente de manera indirecta. Coexistían, por consiguiente, dos tendencias: una tendencia institucional que había torcido en 1880 el brazo potente de Buenos Aires, y una tendencia sociológica que, debido a la geografía, a los recursos económicos y a los movimientos migratorios, impulsaba el régimen federal hacia la centralización. Lo que vino después confirmó esta última tendencia. Con motivo de una visita al país en el Centenario, un publicista español de nota constataba que el equilibrio federal que rompía la Capital de la república era mucho más acentuado que el que rompía Prusia en Alemania. Por entonces no faltaban publicistas locales —Rodolfo Rivarola el más conocido— que alegaban que el federalismo era una fachada que ocultaba la realidad fáctica de un Estado unitario. Más enfático, Estanislao Zeballos sostenía que la república federal era una “mascarada”.

Así comenzó la revancha del siglo XX en materia federal que produjo un nuevo desequilibrio, y dejó atrás los avances que se habían producido hacia finales del XIX hasta llegar a la situación que ahora experimentamos. Hoy, en efecto, el federalismo no es una solución sino un problema. Al comienzo de esta rápida revisión del pasado, la cuestión a resolver radicaba en el punto de partida y en una estructura metropolitana del poder poco compatible con las doctrinas del federalismo entonces en boga. De aquí provino la rivalidad histórica entre el centro y la periferia. ¿Qué era el centro? Ya lo hemos visto: era la fusión entre el poder nacional del Estado y el poder de Buenos Aires; ¿qué era la periferia como la llamó Aristóbulo del Valle?, el conjunto de las trece provincias entre las cuales sobresalían al principio Córdoba y Entre Ríos, y a las que luego se sumaron Santa Fe, Mendoza y Tucumán. Hubo, por cierto, a partir de los años ochenta del XIX, gracias al desarrollo de la infraestructura ferroviaria, fuertes signos de desarrollo; estos, sin embargo, no alcanzaron a contrarrestar esa fusión de poderes con la que se disparaban intervenciones federales, estados de sitio y supresiones drásticas del autogobierno federal debido a la cadena de golpes de Estado que empezó a apretar en 1930 y se prolongó con niveles crecientes de violencia hasta 1983. Los golpes generaron intervalos, cortos o más largos (un total de aproximadamente 22 años), durante los cuales rigió en todo el país un régimen unitario de facto.

Estos datos dieron sustento a la imagen clásica, de tan repetida, de un federalismo que no pudo eludir un motor absorbente montado sobre tres ejes: las vías de comunicación que convergían hacia Buenos Aires; la presencia de un solo puerto, Rosario, capaz de compensar el monopolio impuesto por la geografía; y, por fin, las corrientes demográficas que primero desde el exterior y luego desde el interior, aumentaron velozmente (en cifras que se cuentan por millones) el volumen urbano de los alrededores de la Capital Federal. En una palabra, la megalópolis bonaerense. Claro está que el Estado nacional, gracias a la ley de Territorios Nacionales, disponía de los medios para promover un nuevo equilibrio federal, creando provincias en aquellos extensos espacios. En realidad, el movimiento de provincialización que comenzó en la segunda presidencia de Perón prosiguió en los años sesenta y culminó en la década del ochenta del último siglo generó más distancia entre el centro y la periferia: un rosario de distritos demográficamente pequeños con escasa sustentabilidad fiscal.

Me parece que este punto es significativo para introducir otro problema recurrente. Siempre, desde que se pensó y puso en práctica la teoría del federalismo, la pregunta acerca de la escala geográfica, económica y demográfica de los territorios que participaban en el pacto federal, inquietó a constitucionalistas y legisladores. Volvemos al tema del equilibrio: ¿cuál podría ser la proporción correspondiente en el régimen representativo de las provincias, estados y cantones que intervienen en dicho pacto?

En realidad, jamás lo hubo en términos absolutos. Por eso en 1787 se concibió en Filadelfia al Senado como un recinto de representación colectiva por el cual, como escribió Jefferson en su Autobiografía, “las colonias — futuros estados — deberían de hecho ser considerados como individuos”. Si a ello añadimos que cada estado o provincia, cualquiera fuese su escala, tendría una representación igualitaria en el Senado, el camino estaba abierto para fijar un primer criterio de desigualdad. Con respecto a los de mayor tamaño, los estados o provincias chicas estarían sobrerrepresentadas. En sus Notes on the State of Virginia, Jefferson fue uno de los primeros en denunciar esta disparidad. Como los cantones de dicho estado tenían representación igualitaria en un senado provincial, Jefferson advirtió que un cantón con solamente ciento cincuenta ciudadanos tenía la misma representación que el cantón más populoso. Cada ciudadano del cantón más pequeño tenía pues una influencia en el gobierno equivalente a 17 ciudadanos del cantón más grande. Nada nuevo: Jefferson es el precursor de los estudios estadísticos, tan necesarios, que a menudo se hacen para medir las desigualdades del régimen federal.

Como si esto fuera poco, las manipulaciones normativas de las leyes electorales complicaron entre nosotros en grado superlativo la composición de la Cámara de Diputados. En rigor, trastocaron fuertemente el criterio de igualdad que debía prevalecer en la cámara baja, basado en una representación proporcional al número de habitantes. De este modo, si las provincias grandes y medianas tenían capitis diminutio en el Senado, esa situación debería ser compensada en la Cámara de Diputados. Este resarcimiento fue abolido debido a la cuota de sobrerrepresentación que se asignó en la Cámara de Diputados a las provincias chicas. Pronto hará cincuenta años que vengo criticando estos arreglos sin éxito alguno frente a la persistencia de la sobrerrepresentación. Los proyectos concebidos con ese objetivo nacieron del colapso de las dos últimas dictaduras del siglo pasado que abrieron curso a la democracia. En 1972 la ley 19862 otorgó a los distritos chicos una representación mínima de tres diputados; en 1983 la ley 22847 aumentó esa cuota a un mínimo de cinco diputados. A su vez, por la reforma constitucional de 1994 el mínimo de representantes en el Senado aumentó de dos a tres y, con respecto al sistema fiscal se ordenó un régimen de coparticipación de impuestos cuya ley debería ser votada por casi la totalidad de los miembros de ambas cámaras, lo que de hecho no ocurrió.

La combinación de ambos criterios — la sobrerrepresentación y la coparticipación en materia fiscal — nos ha legado otra versión de la desigualdad. Algunos ejemplos. Seis provincias de las regiones pampeana y patagónica — La Pampa, Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego — con una población en conjunto superior a los 2 millones de habitantes, reúnen treinta diputados, mientras la provincia de Santa Fe, con algo más de 3 millones de habitantes está representada por 19 diputados. Por otra parte, al analizar este cuadro desde el ángulo de la coparticipación comprobamos que las provincias chicas, con excepción de las petroleras, son las más dependientes de las transferencias del Gobierno nacional por coparticipación: Santiago del Estero lo es en un 80%, La Rioja en un 76%, Formosa, Catamarca y Jujuy en un 74%. Compárese con lo que representa la coparticipación sobre los ingresos totales de Córdoba: 47%, Mendoza: 51% y CABA: 24%.

El resultado de esta marcada dependencia es que el empleo público en las provincias chicas, sobrerrepresentadas y con alto nivel de transferencias por coparticipación, ha aumentado considerablemente. Si Córdoba, por ejemplo, tiene un porcentaje de 7.9% de empleo público sobre la población ocupada y Santa Fe y Mendoza respectivamente, el 9.3% y el 11.2%; en Tierra del Fuego, La Rioja y Santa Cruz el volumen del empleo público equivale, respectivamente, al 29.3%, 25.8% y 25.1%. Hay más datos, aunque de hace tres años: en Catamarca hay 171 agentes públicos por cada cien privados, en Formosa 167, en La Rioja 147, en Jujuy 135 y en Santiago del Estero 117.

Estos aspectos del federalismo político y fiscal abren el abanico de varios interrogantes de carácter teórico. Cuando por ejemplo Hamilton o Alberdi pensaron la teoría federal, lo hicieron sobre el supuesto de la autonomía y densidad de la sociedad civil y de su estrecha cercanía con el gobierno local, la contribución fiscal con impuestos directos para el mantenimiento del régimen era cercana; la contribución nacional con impuestos indirectos más lejana. La práctica de nuestro régimen federal ha invertido este circuito. La praxis horizontal ha pasado a ser vertical. En las provincias chicas es muy escasa la contribución directa y muy ligera la densidad de la sociedad civil. Por ende, la ciudadanía fiscal se diluye porque se vota pero no se contribuye. Podría abundar más en torno a este argumento, pero en homenaje al tiempo de que dispongo les propongo pegar un salto en la reflexión y ubicarnos en el otro extremo de nuestra conformación federal. De lo pequeño vamos de vuelta a lo más grande y a las obsesiones de Alberdi en torno al poder de Buenos Aires.

En estos días, la provincia de Buenos Aires es un leviatán demográfico que arrastra el 38.65% de la población total. Un cambio colosal en 140 años. En 1880, la Capital Federal tenía una población aproximada a la de la provincia de Buenos Aires, mientras la relación del número de diputados entre los cuatro distritos más grandes era relativamente equilibrada. En 1910, la provincia de Buenos Aires elegía 28 diputados; la Capital 20; Córdoba 11; Santa Fe 12. Después, a lo largo del último siglo, esa correspondencia desapareció. La Capital Federal (hoy Ciudad Autónoma de Aires) congeló su población en alrededor de 3 millones desde hace 70 años, mientras en la provincia bonaerense se iniciaba un espectacular crecimiento: 2.006.194 en 1914; 10.865.408 en 1980; 13.827.203 en 2001 y 17.196.396 en la actualidad. Esta suerte de proceso de dislocación urbana produjo la megalópolis del conurbano de 11.018.708 habitantes que contrasta con el resto de la población bonaerense de 6.176.688 habitantes.

Paralelamente, en términos electorales la provincia de Buenos Aires también arrastra el 38% del padrón nacional. De esta cifra, los “cinturones” o “cordones” que rodean la Capital retienen el 25% en tanto el porcentaje restante corresponde al interior de la provincia. Se entiende entonces la magnitud del poder electoral bonaerense. Son tan grandes las diferencias que una sola intendencia del Conurbano puede contener en su seno el electorado de varias provincias. Más chocantes son los contrastes con la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe; las tres juntas no alcanzan a la Provincia de Buenos Aires. Habría que sumar a Mendoza, Tucumán y Entre Ríos para igualar la gravitación bonaerense. Así pues por la reforma constitucional de 1994, que estableció la elección directa del Presidente y Vice, la ciudadanía bonaerense se ha convertido en el máximo elector de nuestra democracia, de donde deriva que quien tenga en sus manos el poder electoral bonaerense estará muy cerca de controlar el poder electoral del país.

Empero este diagnóstico, típico del federalismo electoral, empalidece si lo confrontamos con los efectos del federalismo fiscal. Los votos provenientes de la provincia de Buenos Aires son, repito, abrumadores; sus recursos fiscales, en cambio, siempre flaquean. Subrepresentada en el reparto de impuestos de la coparticipación federal desde 1987, la Provincia es un gigante con una frágil columna vertebral. Es una contradicción que se acredita en el escenario propio de una sociedad escindida, como la llamó José Luis Romero, con los mayores índices en números absolutos de pobreza e indigencia del país. En el conurbano es donde estos rasgos de sociedad escindida se manifiestan de manera más pronunciada, en un espacio urbano reconcentrado y reducido en relación con el número de habitantes que contiene.

Esto nos coloca de cara a la megalópolis, la gran esfinge del siglo XXI esparcida por todo el planeta, cuyos interrogantes en cuanto al destino del gobierno republicano en democracia habrán de impactar de lleno en nuestro porvenir cercano. En el diseño de nuestro régimen federal, la cuestión del gigantismo bonaerense se añade a los problemas ya señalados de la sobrerrepresentación y de los efectos clientelísticos de la coparticipación de impuestos en las provincias chicas. Estas cuestiones deberían estar a la orden del día. No lo están porque en estos asuntos persiste un rígido conservadurismo. Volviendo por caso al gigantismo bonaerense, únicamente en los años 80 del siglo XIX, al precio de enfrentamientos sangrientos y sin reformar la Constitución (no era necesario, antes ni ahora) la Provincia de Buenos Aires cedió parte de su geografía en beneficio de la Capital Federal y de los territorios nacionales que se extendían hacia el sur y hacia el oeste de sus fronteras. Después de esos acontecimientos, nada o muy poca cosa; en 140 años la provincia se fue poblando sin plan ni políticas de descentralización.

En el extremo de la indignación, a la que era tan proclive, Ezequiel Martínez Estrada propuso “desmantelar” esa “cabeza de Goliat”. La cabeza ha logrado, sin embargo, sobrevivir al precio de un federalismo mendicante. En los envíos discrecionales por transferencias directas del Tesoro a las provincias, la provincia de Buenos Aires se lleva la parte del león con casi el 46% de dichos envíos, mientras Córdoba obtiene menos del 6%, Santa Fe algo más del 4% y Mendoza el 2.30%. Esta es otra muestra del perfil heterónomo (es decir, sometido a un poder ajeno) que adquiere nuestro federalismo. Sin recursos y sujeta, o en convivencia con el Poder Ejecutivo, la subsistencia fiscal depende del favor de un principado, situado en la cúspide de las decisiones públicas, que dispensa ayuda y retribuye a los aliados hasta formar un séquito de favoritos.

Desde luego, en el contexto de este distribucionismo arbitrario hay ganadores y perdedores. Entre estos últimos me pregunto quiénes son las cenicientas que sobreviven envueltas en estas refacciones asimétricas de poder. Me complace decirlo por esta vía tecnológica en la Universidad Nacional de Cuyo y, por tanto, en Mendoza: las cenicientas son, en efecto, una clase media de provincias, que cubren la franja central de la república, desde el litoral hasta los Andes. Son provincias con capacidad fiscal y espesor de la sociedad civil. Enumero al menos tres: Santa Fe, Córdoba y Mendoza. Podría sumar otras provincias, pero me contentaré con señalar que esta franja podría ser un factor de equilibrio federal si la provincia de Buenos Aires pudiese afrontar algún proceso divisorio entre dos regiones diferentes como son el conurbano y, más allá de sus límites siempre en expansión, el resto de la provincia. Con ello, este territorio de algo más de seis millones de habitantes, correspondiente a la provincia histórica con sede en La Plata, pasaría a engrosar la clase media de provincias, mientras en el Conurbano podrían desarrollarse distritos autónomos equivalentes a provincias, como es el caso de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

No negaré, para concluir, la atmósfera utópica que rodea estas ideas. No obstante: ¿Qué habría sido de nuestro país si en ciertos momentos del pasado no se hubiesen lanzado hacia el porvenir — siento rugir la voz de Sarmiento — un puñado de utopías posibles? Esta acción creadora, que reclama deliberación y consenso, debería convocarnos en estos días sombríos, en los cuales una pandemia planetaria está acelerando lo que es positivo y lo que es negativo en nuestras sociedades. De esto por tanto, se trata, de afrontar y resolver problemas de fondo, no con el artificio de un dilema, sino enfrentando problemas con soluciones que proceden del uso de la razón pública en democracia.

Notas

* Conferencia pronunciada el 6 de mayo de 2021 en la Universidad Nacional de Cuyo con motivo del otorgamiento del Doctorado Honoris Causa en el marco de las V Jornadas de Historia Política “Formas del federalismo latinoamericano y argentino”, organizadas por la Facultad de Derecho de la UNCuyo, el INCIHUSA-CONICET Mendoza y el Programa Interuniversitario de Historia Política, 5 y 6 de mayo de 2021.
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