Dosier Debates sobre el federalismo de ayer y hoy. Temas, enfoques y conjeturas sobre un problema recurrente

Liberalismo y centralización. El debate sobre la centralización en Francia (1800-1870)

Darío Roldán
Universidad Torcuato Di Tella, Argentina

Investigaciones y Ensayos

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina

ISSN: 2545-7055

ISSN-e: 0539-242X

Periodicidad: Semestral

vol. 72, 2021

publicaciones@anhistoria.org.ar

Recepción: 15 Noviembre 2021

Aprobación: 10 Diciembre 2021



Resumen: El liberalismo francés confirió una atención privilegiada a la reflexión en torno del vínculo entre la política y la sociedad. La razón es evidente: la transformación política y social que produjo la Revolución obligó a repensar los cambios introducidos tanto por el surgimiento de la “sociedad igualitaria” como por el debate acerca de cómo podría gobernarse la inédita sociedad. Inscripto en este tema, este trabajo explora algunas concepciones tradicionales para comprender el sentido positivo que se le había atribuido a las “libertades locales” pero se centra en tres grandes autores liberales entre 1800 y 1870. Guizot, Tocqueville y Rémusat presenten tres posiciones divergentes: la reivindicación de una forma particular de centralización, la defensa de la comuna como parte del régimen federal, aun cuando no fuera posible imaginar su transposición a Francia y una posición intermedia, centrada en los departamentos.

Palabras clave: Centralización, Federalismo, Guizot, Tocqueville, Rémusat.

Abstract: French liberalism gave privileged attention to reflection on the links between politics and society. The reason is evident: the political and social transformation that Revolution produced urged to rethink the changes introduced both by the emergence of the “egalitarian society” and by the debate about how the precedented society could be governed. This essay explores some traditional conceptions to understand the positive meaning that had been attributed to "local liberties" and focuses on three great liberal authors between 1800 and 1870. Guizot, Tocqueville and Rémusat present three divergent positions: the demand for a particular form of centralization, the defense of the commune as part of the federal regime, even though it was not possible to imagine its transposition to France and an intermediate position, centered on the departments.

Keywords: Centralisation, Federalism, Guizot, Tocqueville, Rémusat.

En un artículo poco difundido, R. Aron propuso un programa para estudiar el federalismo (Aron, 2001)[1]. Redactado en 1952, ese programa parte de una constatación: en esos años, el federalismo había comenzado a adquirir importancia en el debate europeo a propósito de los primeros intentos de reconstruir una fórmula apta para superar los conflictos que habían jalonado enfrentamientos seculares. Por ello, estos primeros intentos podrían considerarse tanto como una reacción a esas conflagraciones, así como un intento de superación de la evolución histórica de los estados nacionales, como si fuera “un reflejo de defensa contra el Estado nacional cerrado” (Aron, 2001, p. 824).

Más allá del hecho de que el proceso había comenzado con los primeros intentos de reflexionar en torno de la posibilidad de estrechar vínculos entre algunos países europeos, el rol de Francia y de Alemania fue determinante como un impulso para que el proceso pudiera desplegarse. Para ambos países, el proceso no era novedoso. Alemania recién había terminado su proceso de unificación a fines del siglo XIX. En el caso de Francia, el largo proceso de consolidación del estado nacional, había comenzado hacía varios siglos, y había incluido una tensión entre la monarquía y aquellos grupos perjudicados con ese proceso. Ambos países podrían, entonces, mirar en sus respectivas historias para que las alternativas posibles de construir alguna instancia soberana superior pudieran beneficiarse de la propia historia.

Pero aún más relevante para el propósito de estas líneas, es que la referencia cronológica de la cita de Aron permite comprender otro aspecto: la discusión sobre el federalismo en Francia posee una dimensión distinta a la que posee en muchos otros países extra-europeos. Dos razones parecen conjugarse allí: por un lado, el debate en Francia discurre en torno de la dupla centralización/descentralización. Con ese nombre, las distintas opciones en torno de cómo organizar el poder central habían comenzado bastante antes de la Revolución francesa; de hecho, se fueron consolidando y desplegando en la medida en la que se fue acentuando, progresivamente, el triunfo de la monarquía con su correlato obvio del debilitamiento de la nobleza. Por otro lado, ese debate de ningún modo precedía la construcción del Estado nacional, como ocurrió en Estados Unidos o en Argentina. En estos casos, como en tantos otros, la discusión se centró en el modo de diseñar y estructurar las distintas formas de soberanía que iban a conservarse y/o cederse para articular el vínculo entre estados “existentes”[2] y el poder federal.

Este trabajo busca interrogar el debate francés en torno de la centralización. Ese debate siempre se ordenó en torno del vínculo entre el Estado y la sociedad. Aun así, es preciso avanzar sobre una especificidad derivada de las consecuencias de la Revolución francesa. Durante el Antiguo Régimen, esa relación opuso a una sociedad cuyo principio radicaba en la desigualdad y a un Estado en vías de racionalización y de secularización. De allí que esa oposición se expresara por el rol reivindicado por la nobleza que, en nombre de las “viejas libertades” y a la vista de la solución inglesa[3], demandaba un acuerdo con la monarquía cuya política lo obstaculizaba o, la más de las veces, lo impugnaba. Basta recordar la instauración del sistema de Intendencias por Richelieu para ejemplificar el argumento. La supresión de la desigualdad y la instauración de una sociedad igualitaria, producto de la Revolución, modificó, sustancialmente, ese tipo de debate alterando su tenor.

El vínculo entre el Estado y la sociedad ya no podía ser comprendido en los mismos términos. El reordenamiento social desarticuló no solo los privilegios; también suprimió las formas de agregados sociales que sostenían la existencia de cuerpos intermedios, entre ellos la nobleza, dejando una sociedad igualitaria, constituida por individuos. Royer-Collard, uno de los principales publicistas del período de la Restauración, miembro relevante del grupo de los Doctrinarios y uno de los más lectores más sutiles de Tocqueville, lo señaló con toda claridad:

Hemos visto perecer la vieja sociedad y, con ella, esta innombrable cantidad de instituciones domésticas y de magistraturas independientes que incluía en su seno. La Revolución no dejó en pie más que individuos; la dictadura que la terminó consumó su obra: disolvió hasta la asociación, por así decir, física de la comuna; disipó hasta la sombra de las magistraturas depositarias de los derechos y destinadas a su defensa … Es un espectáculo sin comparación; de la sociedad en polvo surgió la centralización (Royer-Collard en Lamberti, 1983, p. 223).

El proceso de consolidación de la monarquía absoluta en Francia fue extenso y modulado a través de varias fases. Entre ellos, la resolución de las guerras de religión, la política inspirada por Richelieu, que no solo contribuyó a debilitar a los protestantes sino a centralizar el control de la monarquía a través del sistema de intendencias. Como señaló Mme. De Staël en sus célebres Consideraciones en torno de la Revolución Francesa, “Todo el sistema político del cardenal de Richelieu consistió en la destrucción del poder de los grandes, con el apoyo del pueblo” (De Staël, 1983, p. 120). Por otro lado, el proceso se completó con la derrota de la rebelión de la Fronda en París y, sobre todo, por la política de Luis XIV que reunió, tanto una política de expansión territorial a través de un esfuerzo bélico descomunal como una concentración administrativa sin precedentes. “La historia de Francia, observó Mme. De Staël, no es otra cosa que los intentos continuos de la nación y de la nobleza; una, para tener derechos y la otra, privilegios, y los esfuerzos continuos de la mayor parte de los reyes para hacerse reconocer como absolutos” (De Staël, 1983, p. 122). Ese proceso de concentración coincidió con el repudio a la concepción medieval de otra autoridad superior al rey, con una dimensión social que, a través del desarrollo económico y la racionalización, unió progresivamente a la monarquía con las ciudades y una acción racionalizadora de la administración que homogenizó el territorio y unificó la lengua.

Ese proceso, por otro lado, también coincidió con algunos aportes significativos de algunos autores fuertemente preocupados por los dispositivos institucionales que podrían limitar, eventualmente, las funciones y atribuciones de los estados en proceso de consolidación. Preocupado por esta cuestión e inscripta en su nueva teoría de las formas de gobierno, Montesquieu ofreció una fórmula más bien “teórica” que permitía resolver los avatares de la doble amenaza que se cernía sobre las dos grandes formas de la república:

Si una república es pequeña, es destruida por una fuerza extranjera; si es grande, será destruida por un vicio interior. Este doble inconveniente infecta igualmente las democracias y las aristocracias […]. El mal está en la cosa misma; no existe ninguna forma que pueda remediarlo. De este modo, parece que los hombres estarían obligados a vivir siempre bajo el gobierno de uno solo, si no hubieran imaginado una manera de constitución que poseyera todas las ventajas interiores del gobierno republicano y la fuerza exterior de la monarquía. Hablo de la república federativa […]. Esta suerte de república capaz de resistir a la fuerza exterior, puede mantenerse en su grandeza sin que el interior se corrompa: la forma de esta sociedad previene todos los inconvenientes […]. Compuesta por pequeñas repúblicas, se beneficia de la bondad del gobierno interior de cada una; y, en relación con el exterior, posee, por la fuerza de la asociación, todas las ventajas de las grandes monarquías. (Montesquieu, 1951, p. 369-370)

La cita de Montesquieu no solo muestra su concepción general de la “república federativa”, con la voluntad de ofrecerle una cierta vida a la república frente a las preferencias monárquicas. También revela una dificultad presente pero todavía más implícita que visible: el interrogante acerca del vínculo entre la construcción de instancias institucionales, cuya existencia no puede evitar la construcción de instituciones intermedias entre “las pequeñas repúblicas”, y el Estado que surgirá de aquella reunión. Esta cuestión hizo eclosión algunas décadas más tarde cuando la experiencia de la constitución norteamericana propuso una resolución al problema.

Casi 200 años más tarde, Aron retoma una perspectiva que se inspira en una de las preocupaciones centrales de Montesquieu para definir, de manera escueta, los principales objetivos del federalismo:

Cualquiera sea la filosofía que lo inspire, el federalismo, prácticamente, posee dos objetivos principales que, ambos, implican que el Estado nacional cerrado sea despojado de ciertas prerrogativas: por un lado, reanimar los grupos inferiores al estado y devolverles su vitalidad y autonomía; del otro, constituir una instancia superior a la del Estado nacional y transferirle ciertas partes de soberanía. (Aron, 2001, p. 824)

Esta doble vocación, concluye Aron, define la tarea histórica y su filosofía política. Este aspecto merece ser destacado, sobre todo, puesto que hace posible reconstruir una asociación entre el federalismo y el pensamiento reaccionario y conservador. Los publicistas reaccionarios se empeñaron en argumentar hasta qué punto el individualismo y el estatismo no eran más que el anverso y el reverso de una misma moneda. La sociedad individualista, es decir, la sociedad igualitaria, que había despojado a la sociedad del antiguo régimen de todas sus formas de intermediación social y de su lazo social ordenado y jerárquico, no era más que una violencia a la sociedad natural constituida por agrupamientos “naturales” como la familia, las corporaciones, los municipios. La Revolución había producido ese proceso de “desnaturalización” de la sociedad y había convertido a los habitantes en individuos solitarios sin lazos con los otros y, por lo tanto, disponibles para la acción indiscriminada del Estado. “Una asamblea de hombres, escribe De Maistre, no puede constituir una nación. Una empresa de ese tipo debe incluso obtener un lugar entre los actos de locura más memorables” (De Maistre, 1884, p. 230). Hablando, además, en nombre de la religión amenazada, los reaccionarios atacan la razón individual: “Si cada hombre se apoya sobre su razón particular, se verá nacer la anarquía de creencia o la destrucción de la soberanía religiosa” (De Maistre, 1992, p. 148). Este argumento, como se sabe, no solo formó parte de la prédica de los reaccionarios. De hecho, no solo los franceses habían encontrado que la sociedad individualista e igualitaria dislocaba los lazos sociales tradicionales.

Burke, en su famoso texto sobre la revolución francesa, también había señalado la imposibilidad de pensar la representación de una sociedad despojada de sus cuerpos e intereses naturales. Su argumento oponía la sociedad real a una “metafísica jurídica” (Burke, 1996, p. 192), fundada en una visión organicista de lo social que lo conducía naturalmente a sostener que solo era posible representar cuerpos constituidos a lo largo de la historia, definidos en su relación concreta con la propiedad. Su crítica, solo en parte distinta de la de los reaccionarios, denunciaba una concepción abstracta de la política y de la imagen de la sociedad, una construcción geométrica y aritmética opuesta al respeto de las tradiciones y del orden natural pero también una concepción metafísica frente a una concepción fundada sobre la experiencia y sobre la inevitable observancia de las instituciones construidas en el decurso de la historia. La experiencia francesa, señaló, “Tiene mucha metafísica aunque mala; mucha, aunque mala, geometría y mucha aritmética, proporcionada pero falsa […]” (Burke, 1996, p. 199).

Algunos años más tarde, Tocqueville retomó una parte del argumento según el cual la sociedad igualitaria e individualista ponía a los individuos aislados y despojados de vínculos con los otros miembros de la sociedad a la merced del arbitrio del Estado. Aunque volveremos sobre esta cuestión, vale la pena aclarar desde ahora que esa tensión entre individuos separados, que solo podían vincularse entre sí a través del Estado, forma parte de la descripción que Tocqueville propuso para definir el despotismo democrático[4]. Inspirado en la concepción de “cuerpos intermedios” de Montesquieu, Tocqueville imaginaba que las asociaciones en la sociedad democrática garantizarían la existencia de agregados sociales, cuya finalidad (igual que en el argumento de Montesquieu) sería, precisamente, la de crear obstáculos para la acción arbitraria del Estado y tanto más necesarias cuanto que la sociedad no los producía por sí misma, como ocurría en el Antiguo Régimen.

Este recordatorio tiene como finalidad subrayar el lazo que une el debate sobre la centralización con el impacto que la revolución produjo en Francia. Por un lado, aquellos grupos que veían en los acontecimientos revolucionarios un incremento del poder del Estado frente a las instituciones que ordenaban al Antiguo Régimen no tardaron en reivindicar las antiguas formas de lo que luego fue llamado la “descentralización” para referirse a las “libertades locales”; por otro lado, otros encontraron que el largo proceso de la construcción de la igualdad había sido un proceso de centralización del poder estatal y que había hecho posible un progresivo avance de la igualdad cuyo agente principal, paradójicamente, había sido la monarquía. Así, el Estado moderno, que constituyó la administración real, estaba animado por una tendencia centralizadora que la revolución empujó hasta un gran extremo. De este modo, los partidarios de la revolución fueron, en su mayor parte, partidarios de la centralización, así como muchos de sus opositores reivindicaron las libertades locales, los privilegios nobiliarios, las formas de la justicia local como una defensa más de Antiguo Régimen. Como señaló Aron,

El pensamiento federalista participa del mismo movimiento del pensamiento antidemocrático: defiende el concreto contra el arbitrario, las libertades contra la libertad, las comunidades naturales contra el individuo aislado, sometido al Estado discrecional. (Aron, 2001, p. 825)

De este modo, el “pensamiento federalista”, según la perspectiva de Aron, puede ser nombrado, también, como una tendencia de defensa de la descentralización.

La referencia al pensamiento reaccionario y conservador no tiene por finalidad, como señaló Aron, implicar que el federalismo constituye una referencia permanente de ambas tradiciones ni que el federalismo forme parte de esas tradiciones. Solo tuvo como finalidad reconstruir la noción de una sociedad orgánica modificado por la Revolución en nombre de la igualdad. La reivindicación de la asociación entre la centralización y la igualdad “democrática” autoriza a complejizar la cuestión del federalismo. En efecto, si la centralización es el resultado de la igualdad social -la ausencia de los viejos cuerpos intermedios o de formas de soberanía previa a la ruptura revolucionaria- ¿puede considerarse al federalismo como la expresión de un orden social ya constituido que debe defenderse frente a la voluntad expansiva del Estado?

Guizot: Igualdad, unidad y centralización

A partir de la Restauración, la sociedad francesa intentó reconstruir, a la vez, el estado y la sociedad, obsesionada por enhebrar la igualdad y la unidad y por superar el conflicto abierto entre la revolución y la reacción. La obsesión de la igualdad exigía la construcción de una sociedad estable que pudiera integrar el legado de la revolución. Eso plantea un problema político e intelectual puesto que el legado del XVIII parece inútil. “El siglo XVIII nos ha des-enseñado mucho” (Guizot, en Rosanvallon, 1985, p. 18), repetía Guizot. De este modo el problema podría pensarse como la necesidad de construir una sociedad con individuos libres y autónomos y superar el conflicto que también formaba parte del legado revolucionario, entre el individuo y el ciudadano, es decir, armonizar las libertades civiles y políticas.

La segunda obsesión era la de la unidad de la nación. También aquí la revolución había dejado un legado bajo forma de parte de pregunta: ¿esta unidad sería política, alrededor de la monarquía o del Estado? ¿sería espiritual, en torno del catolicismo? ¿sería metafísica, en torno del pueblo de la nación o de la tradición?

Pero la igualdad de la sociedad y la unión de la Nación no agotaban los problemas. De hecho, la experiencia de la revolución había agregado otro problema: tanto el jacobinismo, pero, sobre todo, la experiencia de la centralización napoleónica había dejado también sus huellas. La descentralización fue una respuesta unánime que reunió a los reaccionarios y, al mismo tiempo, a los liberales. Ya se ha evocado que los reaccionarios impugnaron la centralización del Estado en nombre de las “libertades locales” y, sobre todo, de la defensa de las instituciones sociales intermedias y, por decirlo de modo condensado, en favor de la perennidad de la sociedad natural. La argumentación de los liberales no se nutría del mismo tipo de certezas.

Uno de los más importantes publicistas del liberalismo y uno de los más lúcidos intelectuales liberales, B. Constant, dedicó un importante capítulo sobre el poder municipal tratando de definir “un nuevo tipo de federalismo” (Constant, 1980, p. 361). La distinción entre diversos asuntos según se trate de asuntos generales, que afectan a una facción o a los individuos constituye un punto de partida que Constant reivindica como un límite para la voluntad general. “Nunca se repetirá demasiado que la voluntad general no es más respetable que la particular cuando sale de su esfera propia de acción” (Constant, 1980, p. 361). De este modo, la autoridad nacional, la de distrito y la del municipio no podrían extenderse más allá de su esfera. El resultado, para Constant, buscaba sustraer al poder local del poder ejecutivo para evitar su dependencia. De hecho, esta distinción de funciones y de ámbitos reforzaría el vínculo entre el poder municipal y los jueces de paz. “El poder municipal debe ocupar, en la administración, el lugar de los jueces de paz en el orden judiciario” (Constant, 1980, p. 363).

Aun cuando Constant propone la introducción en “nuestra administración interior de mucho más federalismo” (Constant, 1980, p. 364), es preciso, agrega, que ese federalismo sea bien comprendido y, sobre todo, distinto del que se había conocido previamente. Sin reparar en la eventual distinción entre confederaciones y federalismo, Constant impugna, con ese nombre, al federalismo que constituye una asociación de gobiernos que conservan su interdependencia mutua y que solo comparten lazos políticos exteriores. Esta forma de “federalismo” es, agrega, “viciosa”: las naciones no pueden considerarse como una asociación de partes diversas sin ningún otro vínculo el que compartir un lazo con los otros países. Pero aún más, la constitución interna del Estado y sus vínculos con el mundo exterior están íntimamente ligadas. Del mismo modo que un individuo no puede evitar interiorizarse de los otros individuos para construir vínculos asociativos, cualquier sociedad que quiera reunirse con otra, posee el derecho, el interés y el deber de informarse sobre su constitución interior. De la calidad de sus vínculos depende la influencia recíproca que cada una puede esperar establecer con las otras. No obstante, es imprescindible, añade Constant, que esos vínculos y los arreglos internos que no poseen ningún vínculo con la asociación general permanezcan en una perfecta independencia. Ese tipo de federalismo, entonces, resulta de un encadenamiento de vínculos y relaciones que se nutren de la capacidad de que el federalismo pueda ensamblar y separar las distintas esferas de la vida social. Así, la concepción liberal, revisada luego de la experiencia del centralismo napoleónico difiere en sus razones y principios con las posturas reaccionarias y conservadoras que hemos evocado. Sus razones y sus principios, sin embargo, no implican que no se opongan a la centralización producto de la historia de la construcción del Estado.

La posición de Guizot y del grupo de Doctrinarios difiere de esas convicciones. Separados de reaccionarios y conservadores por su aceptación de la sociedad igualitaria surgida de la revolución, pero opuestos a los principios que la habían hecho emerger, aún dentro de la tradición liberal, los Doctrinarios elaboraron una interpretación histórica y una conceptualización del Estado centralizado que se desmarcaba de las tres versiones evocadas. En efecto, Guizot y algunos de los miembros del grupo, entre ellos P. Rossi, ofrecieron una respuesta consistente con los principios que habían elaborado durante los años 20, fundados no solo en un diagnóstico político sino, también, en una interpretación de la Historia.

Es imperativo remontarse al siglo XV, piensa Guizot, para comprender el proceso de construcción de la nación francesa. En ese momento, la taille, un impuesto esencial para los ingresos reales, se convierte en perpetuo. La sutileza de Guizot le permite analizar ese hecho desde dos perspectivas diferentes pero complementarias. Por un lado, recuerda que ese impuesto constituyó un grave atentado para la libertad de los pueblos, pero, por el otro, contribuyó a conferirle regularidad y fuerza al gobierno en ciernes, luego de finalizada la Guerra de los 100 años. Pero su análisis del siglo XV no se limita a reconocer la extensión y la perennidad de la nueva imposición: se complementa con el reconocimiento de otros cambios relevantes que permitieron organizar lo que comenzaba a ser el gobierno regular a la monarquía: por un lado, la extensión y organización de la administración de la justicia; por el otro, la multiplicación de los parlamentos, entre ellos el parlamento de París. La conclusión parece evidente:

De este modo, en términos de fuerza militar, de impuestos y de la justicia, es decir, en lo que constituye la esencia, el gobierno adquiere en Francia, en el siglo XI, un carácter desconocido de unidad, de regularidad, de permanencia; el poder pública ocupa, definitivamente, el lugar de los poderes feudales. (Guizot, 1985, p. 242)

El proceso no ofrece dudas: ejército, impuestos y justicia siempre habían sido concebidos como atributos de la soberanía: el Estado francés empezaba a adquirir un nuevo rostro y su semblanza empezaba a ser tallada a partir de la adquisición de funciones centralizadas que, como se sabe, iniciaba un derrotero que la opondría, cada vez más, a reemplazar a los “poderes feudales”, adquiriendo tres aspectos imperativos: unidad, regularidad y permanencia. El siglo XV, cualquiera sea el ángulo en el que se lo considere, permite observar “la misma tendencia a la centralización, a la unidad, a la formación y a la preponderancia de los intereses generales, de los poderes públicos” (Guizot, 1985, p. 248).

Esta tendencia a la centralización ya no se detendrá. Pero, para completar el argumento, el siglo siguiente (XVI) produjo otro acontecimiento relevante: la reforma protestante. Inscripta en un proceso secular, para Guizot, el extraordinario acontecimiento no se podía comprender ni por un conjunto de antecedentes, como la venta de indulgencias, la psicología de Lutero, la ambición política de los soberanos o por la avidez de nobles laicos que querían adueñarse de los bienes de la Iglesia, tal como los enemigos de la reforma habían aducido. Tampoco, por otro lado, podía explicarse por las razones que sus partidarios habían sugerido: la necesidad de reconstruir una Iglesia pura, inspirados en la Iglesia primitiva. Para Guizot, se trataba de una relevancia casi sin par en el proceso de la constitución de la “civilización” europea, tan significativo como el proceso de centralización. Por eso, las razones coyunturales no bastaban para dar cuenta ni de su envergadura ni de sus implicancias.

La Reforma se inscribía en un largo proceso que, como la centralización, se había iniciado mucho tiempo antes, con algunos intentos de reforma religiosa que no pudieron plasmarse pero que indicaban el proceso en marcha. Para ilustrar esos intentos de reforma, Guizot explora las dos grandes tentativas de reforma religiosa en el siglo XV, protagonizada por los concilios y por la reforma revolucionaria que los Husitas protagonizaron en Bohemia. El fracaso de ambas tentativas, lejos de consolidar la idea de una victoria de las formas tradicionales de la vida religiosa mostraban, al contrario, que la religión se había encaminado en un proceso de mejoramiento. De este modo, concluye, Guizot, la Reforma fue un enorme impulso de libertad del espíritu humano con la finalidad de emanciparse de formas de la autoridad. “Fue […] una insurrección del espíritu humano contra el poder absoluto en el orden espiritual” (Guizot, 1985, p. 261).

Ambos acontecimientos forman parte de una original interpretación de la historia europea. Desde la perspectiva de Guizot, la sociedad cristiana y la sociedad civil discurrieron por un proceso jalonado por una misma evolución. Por un lado, la sociedad cristiana había sido formada en nombre de una creencia común y sin instituciones fijas. Poco a poco, esa sociedad se da un gobierno aristocrático en el que gobiernan obispos y concilios. Luego, la sociedad religiosa adopta la monarquía pura: Roma triunfó sobre los concilios. Finalmente, el siglo XVI conoció una rebelión contra el sistema de la monarquía estableciéndose en Europa el libre examen. La historia de la sociedad civil conoció la misma historia. Poblada originalmente, por bandas de “bárbaros”, sin instituciones, el gobierno aristocrático y feudal tomó su lugar. La monarquía lo reemplazó. Finalmente, el poder absoluto fue igualmente vencido. Sintéticamente expuesta, esta interpretación que Guizot ofrece de la historia europea no es otra que el proceso de civilización que afectó, al mismo tiempo, a ambas sociedades. Lo más importante, sin embargo, no radica en el paralelismo de ambos procesos. “Estamos en posesión de uno de los grandes hechos de la sociedad moderna, el libre examen, la libertad del espíritu humano. Vemos […] prevalecer casi en todas partes la centralización política” (Guizot, 1985, p. 269). Dicho de otro modo, “la civilización me ha parecido consistir en dos hechos principales: el desarrollo de la sociedad humana y el del hombre; por un lado, el desarrollo político y social y, por el otro, el desarrollo interior, moral” (Guizot, 1985, p. 304). Este proceso doble, por así decir, conduce a la revolución y permite comprender mejor la posición de Guizot y de los Doctrinarios en lo referente a la cuestión de la centralización, que es el punto relevante en esta discusión.

A diferencia de Constant, de Maistre o Burke, Guizot defiende la centralización como un instrumento de unidad nacional cuya finalidad había consistido en hacer posible la expansión política de Francia, la superación de los poderes feudales y, sobre todo, el proceso de expansión progresiva de la igualdad. En ese sentido, era evidente que a la centralización derivada de concentración del poder debía seguirle la progresión de la unidad moral e interior de la sociedad, pero, sobre todo, una progresiva igualdad civil, que fue heredada de la Revolución. En ese sentido, también Guizot había interpretado a la Revolución como inscripta en un proceso de largo plazo. De allí que sea posible inscribir en su interpretación histórica que, lejos de abandonar la centralización, el siglo XIX debía completar el proceso. Ahora bien, como ha señalado P. Rosanvallon, ese proceso no implicaba continuar la misma ruta de profundizar la centralización sino de realizar “una centralización de nuevo tipo”, es decir, una centralización en la que ya “no se pueda disociar el centro de la periferia, la sociedad civil del Estado, el poder local del poder central” (Rosanvallon, 1985, p. 60).

Por otro lado, además de esta interpretación histórica y política que asociaba el proceso virtuoso de la centralización con el del poder social, otros publicistas agregaron algunos otros elementos esenciales. P. Rossi entre ellos, reinterpretó la igualdad como una la clave que permitía resolver los varios problemas en una sola respuesta. “[…] podríamos hacer en unas pocas palabras la historia de los gobiernos que han regido el mundo ordenándolos en dos categorías: los gobiernos nacionales y los gobiernos de los privilegiados” (Rossi, 1836, p. 9). Se desprende de la afirmación una conclusión evidente: una vez que los privilegios hubieran sido abolidos, el gobierno no podía sino ser centralizado. La necesidad de conservar la igualdad y la unidad nacional lo exigían: “el gran trabajo (la unidad nacional) se encontrará más o menos paralizado, si el gobierno no solo fuera único, sino también un gobierno federativo” (Rossi, 1836, p. 90). La crítica al gobierno federal hacía alusión al ejemplo norteamericano: “[…] el federalismo entre iguales es, a menudo, la debilidad para todos, entre desiguales es, a menudo, la dominación de unos y el vasallaje de otros” (Rossi, 1836, p. 150).

Frente a la dimensión histórica, Rossi ofrece una descripción más precisa de los beneficios y ventajas que proporcionaría la centralización. “Una sola sede del gobierno nacional” (Rossi, 1836, p. 91), como proponía, permitiría fluidas comunicaciones entre las diferentes partes del Estado y convertiría al gobierno central es el árbitro, en nombre de la racionalidad y de la eficiencia, entre intereses locales que sólo podrían aceptarlo en la medida en que poseyeran una jerarquía diferenciada en nombre del interés nacional. La razón exige claridad y eficacia. El gobierno así centralizado es la expresión de la unidad, que solo la igualdad social puede ofrecer, y de la racionalidad, que la administración única y homogénea puede ofrecer. Finalmente, la razón, convertida en forma política, es extranjera a la sociedad. O, aun mejor, le es exterior. Última ratio, puede arrogarse el derecho de equilibrar y de resolver los conflictos tanto entre intereses locales como entre éstos últimos y el interés general.

Por otro lado, la “una única sede del gobierno” resolvería la cuestión de la capital del Estado. Rossi había argumentado que la centralización requería este tipo de concentración “geográfica” puesto que, por su propia naturaleza, “[…] la centralización conducirá siempre a la existencia de una gran capital […]” (Rossi, 1836, p. 91-92). Instrumento de unidad, agente de la civilización, ámbito en el que la confraternidad de las partes se hace presente, la gran capital ofrece, a todas las partes de la Nación, una vidriera en la que exhibir, todos sus logros. Unidad nacional y civilización, política y cultura se encuentran en esta creación novedosa que, sin embargo, recrea una antigua forma de dominación aceptable y legitimidad: Roma había reinado sobre todo el mundo conocido.

La capital, finalmente, es un símbolo. Espacio de identificación colectiva, unifica, consolida y suprime diferencias: demiurgo del estado moderno, ella transforma la pluralidad en singularidad. Es el recinto de una versión laicizada de la nueva religión de lo público; su mito: la grandeza del Estado; su expresión, el fasto de la ciudad capital. Sinónimo de vida, de movimiento, es, además, la expresión real de la entidad moral y material del estado; un espacio que refleja, de forma especular, la grandeza y su poder.

El entusiasmo por la herencia igualitaria de la revolución, la idea del Estado como entidad moral, la necesidad de una fuerza que, por encima de los intereses particulares, pudiera intervenir en los conflictos, la centralización que requiere una capital -representación concreta de la capacidad moral de la nación en su unidad-, la intolerancia frente a los poderes locales: he ahí una vía sugerida a quienes juzgaban necesario para reconciliar el legado de la revolución con las nuevas demandas requeridas por el Estado, elevado al rango de una entidad moral.

Tocqueville: la comuna y la libertad

En el primer volumen de De la Democracia en América, Tocqueville había distinguido tres riesgos que podían acechar a la democracia[5]: la excesiva centralización del poder legislativo, la dependencia del poder legislativo en relación con los “caprichos” del cuerpo electoral -la tiranía de la mayoría- y la burocratización administrativa (Tocqueville, 1952, I, Cap. VII). Los años que separan los dos volúmenes desplazaron el riesgo de la concentración de poder del legislativo al ejecutivo mientras que el presentimiento de los peligros planteados por la centralización administrativa, en lugar de desaparecer, se confirmaron.

Entre la afirmación que la ausencia de gobierno -expresión por la cual Tocqueville designaba lo que luego será la “descentralización administrativa”- es la infancia del arte de gobernar y la idea que esta ausencia de gobierno es un producto del arte político, se sitúa un recorrido que Tocqueville tomará a lo largo de los años treinta, jalonados por una serie de viajes y por un profundo trabajo de reflexión y de lecturas. En ese trayecto, dos ideas, la de la centralización y la de la descentralización y su relación con la democracia tomaron forma.

¿Cuál es el sentido de la centralización? “Por mi parte, no podría concebir que una nación pudiera vivir ni, sobre todo, prosperar sin una fuerte centralización gubernamental” (Tocqueville, 1952, I, p. 87). Así, antes de discriminar entre centralización y descentralización, Tocqueville procede a una distinción inspirada entre la política y la administración, según la cual, la centralización puede asumir varios ámbitos.

Existen, sin embargo, dos especies de centralización muy distintas y que importa reconocer. Ciertos intereses son comunes a todas las partes de la nación, tales como la formación de las leyes generales y las relaciones entre el pueblo y los extranjeros. Otros intereses son especiales a ciertas partes de la nación, como, por ejemplo, las empresas comunales. Concentrar en un mismo lugar o en una misma mano el poder de dirigir los primeros, es fundar lo que llamaría la centralización gubernamental. Concentrar de la misma manera el poder de dirigir los segundos, es funda lo que llamaría la centralización administrativa. (Tocqueville, 1952, I, p. 87)

Simple y clara, la distinción representa mucho más que una clasificación elemental de distintas formas de organizar el poder. La oposición entre política y administración, que parece estar en la base del argumento, le había sido sugerida por varias voces. Pero, esta distinción entre política y administración, ¿era posible? Tocqueville había previsto la objeción: “Existen puntos sobre los cuales estas dos especies de centralización pueden confundirse. Pero, tomándolas en su conjunto, los objetivos que caen más particularmente en el dominio de cada una de ellas, es fácil distinguirlas” (Tocqueville, 1952, I, p. 87). Tocqueville creía posible evitar la confusión entre las dos jurisdicciones. No obstante, esa creencia no era solo una expresión de deseos ni el producto de una experiencia: el ejemplo de Estados Unidos mostraba hasta qué punto y de qué manera sus habitantes, sin ninguna dificultad, podían distinguir un aspecto del otro.

Ahora bien, la centralización gubernamental en el ejecutivo conducía a la centralización administrativa. Pero, ¿cómo pensar la descentralización gubernamental? Imaginemos la escena den una república federal: al nivel de la Unión, la descentralización gubernamental -es decir, la desaparición de los intereses comunes- significaría la disolución y la reabsorción de la soberanía por parte de cada uno de los Estados de la Unión. Al nivel de los Estados, ello supondría su desaparición y la reabsorción de la soberanía de las comunidades. En el mejor de los casos, estaríamos frente a una república clásica, en la que ni la noción de centralización -que presupone la toma de decisiones externas a los actores- ni la de la descentralización -que presupone la toma de decisiones autónomas frente a actores externos- tienen sentido: la manera de actuar de la república clásica es la del contacto permanente de todos los participantes de la sociedad en la asamblea del ágora. La distinción propuesta por Tocqueville entre asuntos de intereses “general” y “comunales” conduce a la misma conclusión: si la dimensión de la política es la comuna, el interés general se confunde con el interés comunal. La descentralización gubernamental conduce a la polis. Es solo a través de la centralización gubernamental que es posible concebir una entidad política que vaya más allá de la comuna. En el marco de los estados modernos, la centralización gubernamental es inevitable.

Sin centralización gubernamental, no hay unidad. Lo había mostrado la tentativa de Alemania de crear, en 1827 la primera unión aduanera (Sollverein). El ejemplo alemán presentaba otro aspecto que Tocqueville no explorará sino muchos años más tarde: el principio de unidad podía depender también de las exigencias del crecimiento económico y del esfuerzo “social” que reclamaba y que solo el estado estaba en condición de realizar y de coordinar. “En Estados unidos, la centralización gubernamental existe en el más alto punto” (Tocqueville, 1952, I, p. 88). La existencia de un solo tribunal para interpretar la ley y de una sola legislatura para hacer todo, que podía decidir la guerra y la paz, acerca de los tratados comerciales y que, además imponía ciertas restricciones a la capacidad autónoma de los Estados -por ejemplo, prohibir la creación de cuerpos de nobleza, etc.- así lo revelaba.

“Precedentemente, he distinguido dos especies de centralizaciones: llamé a una gubernamental, y a la otra administrativa. La primera solo existe en América; la segunda apenas es conocida” (Tocqueville, 1952, I, p. 273). La originalidad de la experiencia americana no era extranjera a esta notable combinación. Igual que para Inglaterra, Tocqueville analiza en detalle las ventajas e inconvenientes de la descentralización. Entre ellos, los más importantes eran la ausencia de dirección única en los asuntos administrativos; la complejidad del sistema de recaudación de impuestos; los obstáculos que debían enfrentar algunas actividades que debían ser ejecutadas de forma uniforme, etc. Sin embargo, desde el punto de vista administrativo, Tocqueville encontraba ventajas considerables:

Entre los americanos, la fuerza que administra al Estado está menos regulada, es menos ilustrada, menos formada pero cien veces más grande que en Europa. No existe otro país en el mundo en los que los hombres hagan tantos esfuerzos para crear el bienestar social. No conozco ningún otro pueblo que haya conseguido establecer escuelas tan numerosas y eficaces; templos que están más cerca de las necesidades religiosas de los habitantes; rutas comunales mejor mantenidas. […] Lo que se encuentra allí, es la imagen de la fuerza, un poco salvaje, es cierto, pero plena de potencia. (Tocqueville, 1952, T. I, p. 92-93)

El equilibrio entre las ventajas y los inconvenientes de la descentralización administrativa permanece, sin embargo, dudoso. Lo más importante para Tocqueville son las consecuencias políticas que provocan su admiración: la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, su compromiso frente al destino común, el interés que expresa por el futuro de la comunidad, la facilidad con la cual aprende, en su vida práctica cotidiana, el sentido de la patria, el de la pertenencia a una comunidad, etc.

Todas esas consecuencias remiten a un centro común, al centro del sistema del sistema político americano, su punto de partida: la comuna. De hecho, en el origen, un grupo de peregrinos, imbuidos de un profundo ideal religioso y de una incontestable convicción igualitaria, dieron un fundamento religioso al pacto originario que permitía salir del Estado de Naturaleza, tal como la tradición jusnaturalista lo había imaginado[6]. El origen de la Unión está indisolublemente unido a la existencia de la comuna. La decisión o la intuición de los peregrinos era, sin embargo, natural: “La comuna es la única asociación que está tan bien en la naturaleza que, en todas partes donde existen hombres reunidos se forma una comuna” (Tocqueville, 1952, I, p. 58).

“La ausencia de gobierno”, hecha posible por la descentralización y la existencia de comunas, demostraba que la misma realidad está al principio y al término de la historia: “Un estado de cosas como ése no pudo subsistir más que en las dos extremidades de la civilización. El hombre salvaje que no posee más que necesidades físicas para satisfacer no cuenta más que consigo mismo. Para que el hombre civilizado pueda hacer lo necesario, es preciso que haya llegado a un estado social en el que la ilustración le permitan percibir claramente lo que le es útil y las pasiones que le impiden ejecutarlo” (Tocqueville, 1952, V, p. 90). Producto casi divino en el origen –“la comuna parece salir directamente de las manos de Dios” (Tocqueville, 1952, I, p. 58) - solo la excepcional sabiduría y la educación del pueblo más esclarecido del mundo habían podido protegerla para transformarla en un pilar del sistema político.

La comuna ofrece una serie de soluciones. Si en ella “reside la fuerza de los pueblos libres” es porque las “instituciones comunales son a la libertad lo que las escuelas primarias son a la ciencia” (Tocqueville, 1952, I, p. 59). La comuna es el agente de una pedagogía política que, fundada sobre la práctica cotidiana de la participación en los asuntos públicos, enseña el valor y el sentido del compromiso frente a la comunidad y anula la indiferencia. El egoísmo -que esteriliza al habitante- el individualismo -que anula el ciudadano- encuentran una barrera eficaz en la participación que nutre al ciudadano del espíritu de libertad. Sin esta participación, que engendra lazos de comunión entre los habitantes, la sociedad igualitaria caería en las manos de un déspota o albergaría en su seno un nuevo tipo de despotismo, más suave, menos violento, pero no menos opresivo.

La comuna es también el espacio en el que es posible encontrar una repuesta a la cuestión de la legitimidad de fines. Entre la virtud ciudadana, que Rousseau había elevado a la categoría de indiscutible -pero que hacía que la vida privada fuera imposible-, y el interés individual que, según la versión de A. Smith, contribuía, sin saberlo, a producir el bien general pero que se abstenía de interesarse en el destino de la comunidad, Tocqueville encuentra una respuesta a medio camino; una combinación: la fórmula “el interés bien entendido”. “No temo decir que la doctrina del interés bien entendido me parece, de todas las teorías filosóficas, la más apropiada a las necesidades de los hombres de nuestro tiempo y que veo en ella la más potente garantía que les queda contra sí mismos” (Tocqueville, 1952, I, p. 129). Esta posición intermedia hace ver a los ciudadanos las ventajas de consagrar una parte de su vida privada a la esfera pública.

Precisamente, porque la comuna es un especio de participación en el cual los ciudadanos se ocupan de sí mismos, se convierte en un primer eslabón en el arte esencial de las democracias: la asociación voluntaria. Esta asociación surge naturalmente de la libertad de acción de la que gozan los ciudadanos en el mantenimiento de los asuntos que conciernen a la localidad:

Un hombre concibe la idea de una mejora social cualquier, un colegio, un hospital, una ruta; no le viene la idea de dirigirse a la autoridad. Publica su plan, se ofrece a ejecutarlo, apela a la fuerza individual de otros para ayudarlo, combate cuerpo a cuerpo contra cada obstáculo. (Tocqueville, 1952, V, p. 90)

No existe ningún aspecto de la vida cotidiana que no pueda derivar e la formación de una asociación. Este desarrollo de la fuerza individual conduce a la proliferación de asociaciones. De este modo, el segundo grado del derecho de asociación es el de reunirse. Si la formación de asociaciones en materia política representa un grado aún más elevado de complejidad, el origen se siempre el mismo. Las asociaciones, por otro lado, están destinadas a realizar una tarea bien específica: reemplazar la aristocracia como freno al despotismo del monarca y evitar en las democracias, la tiranía de la mayoría.

En la existencia comunal, Tocqueville encuentra la expresión tangible de lo que había llamado la “descentralización administrativa”. Pero la comuna encierra un aspecto que convierte la distinción política/administración menos importante. Su funcionamiento, su organización y su administración no son en las manos de funcionarios elegidos por el Estado ni por las autoridades locales. Son el producto de un acto electoral. La “política” y la participación de cada ciudadano son indispensables para su buen funcionamiento. La “política” penetra, de este modo, la administración.

Es evidente, entonces, cuáles son las razones por las cuales se diluye la distinción entre la política y la administración observando más de cerca algunas alusiones a la existencia de la descentralización administrativa. Si la oposición centralización/descentralización no puede construirse sobre una clara distinción entre lo político y lo administrativo, es que esta distinción no es esencial para Tocqueville. La oposición, en realidad, reposa sobre la distinción entre los intereses que afectan al conjunto de los ciudadanos y aquellos que no tocan más que a una parte de ellos. Se trata menos de una oposición política/administración, que de una división de la soberanía política.

En este punto, Tocqueville retoma a Montesquieu aun cuando su marco no había sido el de un sistema político representativo. Lo que Tocqueville encuentra en Estados Unidos es una organización política mucho más compleja. La Federación supone un engranaje de poderes y, como consecuencia, de soberanía construido como una serie de anillos que no se limita a un solo poder. La Federación resulta de una combinación progresiva de poderes que van desde la comuna a la Unión: a ella, se agrega la división clásica de poderes.

De este modo, si el origen de la soberanía es único, su expresión es tripartita. La comuna, el Estado y la Federación son sus depositarios. La distinción entre la centralización gubernamental y la descentralización administrativa reenvía a los distintos lugares de expresión de la soberanía política que se expresa en un espacio triple -la comuna, el Estado y la Federación-, complejidad inherente a toda federación de estados. En esas divisiones sucesivas de la soberanía que, partiendo de la comuna afectan a todas las instancias políticas y organizativas hasta alcanzar la Unión, Tocqueville encuentra una manera de garantizar la libertad:

Existen dos medios de disminuir la fuerza de la autoridad en una nación. El primero es debilitar el poder en su principio, quitándole a la sociedad el derecho o la facultad de defenderse en algunos casos; debilitar la autoridad de esta manera es, en general, lo que llamamos en Europa fundar la libertad. Existe un segundo medio de disminuir la acción de la autoridad; este segundo no consiste en despojar a la sociedad de algunos de sus derechos, o de paralizar sus esfuerzos, sino multiplicar los funcionarios atribuyéndoles a cada uno de ellos todo el poder del que sea necesario para hacer lo que se le pide que haga […] no se ha tenido la idea de atacar al poder de la sociedad en su principio y de contestarle sus derechos; en este caso, se ha limitado a dividirlo en su ejercicio. Se ha querido arribar de esta manera a que la autoridad fuera grande y el funcionario pequeño con la finalidad de que la sociedad continuará siendo bien regulada y que permaneciera libre. (Tocqueville, 1952, I, p. 77)

Pero la imagen que Tocqueville se forma de la libertad es más compleja. Siempre había conservado una cierta nostalgia por la libertad-resistencia (Montesquieu) encarnada en la aristocracia y producto de un privilegio. Pero, una vez que la aristocracia desapareció, la noción de libertad-resistencia se disoció del privilegio y se transformó en un derecho. Tocqueville acuerda con los “modernos” y con su idea de una libertad asociada con la vida privada. Pero no rechaza la libertad-participación (Rousseau) ni su corolario político. La imagen del individuo gozando de las libertades civiles y alejado de los asuntos público no solo despierta su oposición. Ve en ella el germen de un nuevo tipo de despotismo. La libertad no puede ser extrajera a la participación del ciudadano en los asuntos públicos. Tocqueville se enfrenta, entonces, a un problema: ¿cómo imaginar que la libertad como derecho -que evita la indiferencia- y que la libertad como obligación -que impide la tiranía de la mayoría- puedan unirse en una sociedad igualitaria?

De nuevo, Estados Unidos ofrece una respuesta. En la relación entre los individuos y los Estados -pero también en la Unión- la libertad-resistencia de los modernos encuentra una justificación en la medida en la que, luego de la reforma de la constitución, el Estado se dirige individualmente a sus ciudadanos. Pero en las comunas, reina la libertad de los antiguos. Reina la obligación de la participación en los asuntos públicos. El mecanismo de rotación de los cargos y de las elecciones -que va de la mano con la sagacidad que supone la actividad creciente de la justicia en relación proporcional con la extensión del voto- consagran esta libertad.

Así, la comuna condensa las dos libertades. La libertad de los antiguos está garantizada por la libertad de los modernos. La comuna, autónoma, independiente en muchas esferas, poseen los medios de resistir. Por ello, la comuna y las libertades locales constituyen una forma moderna y adaptada a los tiempos igualitarios de la idea del privilegio que estaba asociada a la existencia de la aristocracia. Imposibilidad imaginar una forma de combinación más feliz. Esa forma es posible gracias a la descentralización administrativa. He aquí, sin duda, la implicación más importante. Para Tocqueville, la comuna es la posibilidad de combinar las ventajas de las dos libertades y de no condenar a la nostalgia un aspecto de la libertad aristocrática que se niega a ver morir.

De este modo, la centralización y la descentralización no son dos nociones antitéticas. La descentralización gubernamental es impensable. Pero mientras que la centralización del ejecutivo conduce a la centralización administrativa, la centralización del legislativo es compatible con la libertad, incluso si los riesgos de la tiranía de la mayoría exigen varios contrapesos. Sin embargo, la centralización administrativa supone a nivel gubernamental la del ejecutivo. La única alternativa a la centralización es la combinación de centralización del legislativo con la descentralización administrativa que presupone la existencia las libertades locales.

El sistema de la república federal, sin embargo, no es apropiado a Francia. La historia y las costumbres francesas le habían indicado los inconvenientes de la república federal. Aún así, permanece convencido de que la organización comunal posee un valor universal, tanto más que las autonomías locales, encarnadas en las comunas, habían formado parte de la historia de Francia. Las libertades locales, posibles por la descentralización administrativa, se presentan como el mejor modo de separar lo que se pensaba indisolublemente unido; la unidad y la igualdad; ambas constituyen una vía posible por evitar que la unión conduzca a la centralización, antecámara de una forma desconocida de despotismo. Parte del interrogante sin solución al que Tocqueville nos conduce remite a esa importante cuestión: ¿cómo es posible pensar combinar igualdad y libertad en Francia, allí donde la igualdad fue el producto de la centralización?

Rémusat[7], el Segundo Imperio y el juste milieu

Durante la Restauración, Rémusat había formado parte del grupo de los Doctrinarios. Ministro de Luis Felipe y uno de los políticos más influyentes de la Monarquía de Julio, se retiró de la vida política durante el período del Segundo Imperio, retomando la actividad intelectual en una especie de “exilio interior”, como la mayor parte de la plana mayor de los liberales. Durante esos años, escribió más de 60 artículos en la Revue des Deux Mondes sobre los temas más diversos. Algunos de ellos, constituyen un reservorio para conocer el debate interno de una tradición política marginada de la vida política por Luis Napoleón. Parte de esa reflexión introduce una revisión de algunos aspectos respecto de la posición que los Doctrinarios habían elaborado en los años 20 y 30, en particular respecto de la cuestión de la centralización[8].

A diferencia de Guizot, Rémusat no cree a la interpretación histórica del rol de lo que llama la “monarquía administrativa” (Rémusat, s/f, p. 61); a diferencia de Tocqueville, ve a las comunidades como refugios de los ultra y como una escala inapropiada para la política moderna. Frente a uno y otro, prefiere la estructura de los departamentos. También objeta la distinción entre la centralización política y la descentralización administrativa que subtiende el análisis de Tocqueville. En relación con la tradición liberal clásica, incluso si Rémusat encuentra acentos bastante individualistas, persiste a oponerse a la idea del gobierno mínimo inscripta en esta tradición, tal como lo había sugerido Constant, en más de una oportunidad, y, tal como Laboulaye continuaba haciéndolo durante el Segundo Imperio.

Si Rémusat se inscribe en una perspectiva diferente del problema de la centralización no es solo porque sus ideas evolucionaron desde la Restauración. Los contextos difieren con el paso del tiempo; los desafíos políticos son distintos y los interlocutores se han renovado. A pesar de la multiplicidad de libros consagrados a la cuestión, la publicación de la obra de Dupont-White, La Centralisation, que permite a Rémusat hacer un punto que, en los años 1860, reciba una atención privilegiada.

Opuesto al Imperio, conservador, republicano, Dupont-White sostiene la idea de que en Francia existe una centralización intelectual que hace un contrapeso a la centralización administrativa. Esta centralización intelectual es solidaria, además, con un aspecto que ya hemos evocado en ocasión de la posición de los Doctrinarios y, en particular, de Rossi: esa centralización intelectual reside, por así decir, en una capital que es la responsable de crear opiniones por fuera del gobierno. Por otro lado, comparte con el universo republicano la crítica que, también Doctrinaria, que el error de los publicistas liberales era pensar que la libertad es el resultado de un poder limitado. En este sentido, Dupont-White moviliza la convicción de la insuficiencia de los derechos individuales frente al imperativo, mucho más significativo, de la independencia de la sociedad como un conjunto. Dupont-White estimaba que el Estado poseía un rol social positivo. “El estado no se limita a impedir el mal y a hacer el bien; no es sólo el guardián de la ley moral … es la garantía de los intereses colectivos” (Dupont-White, 1865, p. 332). Hacer el bien, garantizar el interés colectivo atribuyendo objetivos al Estado, Dupont-White reencuentra a Rossi, quien había fundado el interés colectivo para la guardia del poder del Estado vehiculizado por la centralización.

Rémusat declina su análisis en tres puntos; primero, una consideración filosófica, luego un enfoque histórico, por último, una evaluación política. El punto de partida de la consideración filosófica es el rechazo equidistante del antagonismo radical entre el gobierno y la sociedad postulado por el liberalismo que veía en la centralización la expresión de una tendencia irrefrenable del Estado por invadir lo social, así como de la convicción contraria que piensa que es necesario gobernar todo ya que los hombres en sociedad necesitan una dirección cuyo vigor debe estar en relación con su incapacidad de vivir en paz sin que una fuerza externa se la imponga. Frente al liberalismo clásico, Rémusat estima equivocado haber resuelto la cuestión del gobierno por una negación y se abstiene de compartir lo que considera el error de pensar las relaciones entre el poder y la sociedad bajo la forma de un antagonismo irreductible. Frente a la tradición centralista, cuya inspiración Rémusat atribuye a Hobbes. Se opone también a la idea de que los gobiernos opresivos son necesarios a causa de la anarquía porque está convencido también de que “debe evitarse pensar demasiado mal de los hombres” (Rémusat, 1860, p. 803). Si Rémusat puede criticar al mismo tiempo a ambas tradiciones es porque parte de la premisa fuerte de que la centralización “es el movimiento por el que se constituye la fuerza pública” (Rémusat, 1860, p. 808) y que, por lo tanto, una cierta forma de centralización siempre será indispensable al mantenimiento de la sociedad. Así, Rémusat resume su posición filosófica por una fórmula que se abstiene de opiniones extremas pero que deja un intervalo excesivamente amplio para ser preciso: “El Estado -afirma- impide el mal. El bien … viene más bien de los individuos” (Rémusat, 1860, p. 807).

Rémusat exhibe una diferencia importante con uno de los aspectos que habían formado parte de la convicción doctrinaria en los años 20, permaneciendo próximo a una posición equidistante entre el enfoque liberal clásico y aquel que veía en la centralización un elemento indispensable al progreso social. Esta equidistancia no se construye más sobre la imbricación del poder y la sociedad -que sostenía Guizot- ni sobre el esfuerzo de combinar las diferentes formas de realización de la soberanía que había postulado Tocqueville -centrado en las comunas- sino sobre la posibilidad de pensar en funciones diferenciadas para el Estado y los individuos.

El enfoque histórico exige precisiones de otra naturaleza ya que la revisión de la historia francesa ha afectado la percepción de las relaciones entre la libertad, la igualdad y el rol de la monarquía durante el Antiguo Régimen. No es casual que esta revisión se haga a partir de dos libros consagrados al período anterior a la revolución: “Richelieu et sa correspondance” (Rémusat, 1854)[9] y L’Ancien régime et la révolution (Tocqueville, 1952, VII). El punto de partida es una comparación con Inglaterra. Rémusat sostiene que hasta el fin de la Edad Media no había habido diferencias que facilitaran la comprensión de dos caminos tan diversos, uno que llevaba a la desigualdad en la libertad y, el otro, a la igualdad a través del despotismo. Es allí que se juega para él una buena parte de los destinos de Francia. En efecto, “Yo observo la casa de los Valois como uno de los grandes flagelos que han caído sobre una nación” (Rémusat, 1860, p. 814). Rémusat atribuía a los Valois haber forzado a la realeza en una lucha que, finalmente, despojó a Francia de una parte importante de los mejores y más ilustres personajes para terminar en un proceso de cambio de dinastía. El sentido de esta interpretación no ofrece dudas: las guerras de religión y la incapacidad de los últimos reyes Valois (Francisco II, Carlos IX y Enrique III) condujeron a una situación catastrófica. Una parte de la nobleza sucumbió y fue aniquilada por el protestantismo mientras que el clero se concentró en poner en marcha un proceso de lucha contra la herejía.

La llegada de los Borbones fue, así, una oportunidad perdida para la libertad política porque la unidad nacional se hará sobre la conversión de Enrique IV y de la mano de Richelieu. En esos cincuenta años que separan la desaparición de la casa de Valois y el arribo de Luis XIV se juega probablemente uno de los actos más importantes y significativos de la libertad en tierra francesa. Varios hechos confluyen; el fortalecimiento de la monarquía a expensas de la nobleza con la ayuda de la burguesía, el origen de la centralización y de la puesta en funcionamiento del aparato administrativo, el triunfo de la unidad religiosa sobre los restos de una religión que cree nacida de la reivindicación de la libertad de consciencia. Así, Rémusat encuentra una explicación que reúne la consolidación de la monarquía administrativa, la centralización estatal y el catolicismo, confundiéndose en una alianza que conferirá su air de famille al Antiguo Régimen.

He aquí los tres pilares del Antiguo Régimen -la monarquía, la Iglesia y la centralización- anudados en un mismo proceso y, con una fuerza irresistible, que lleva a la unidad. De la constatación de esta connivencia tan antigua entre la monarquía, la Iglesia y la centralización, solo queda extraer las conclusiones evidentes. Primero, una íntima relación une la centralización a la monarquía. Luego, una profunda continuidad del fenómeno centralizador en la historia de Francia que atraviesa confortablemente la revolución:

En ninguna parte -señala Rémusat- el movimiento hacia la unidad que se inherente a toda civilización ha sido tan irresistible como en Francia y, en ese sentido, nuestra revolución no ha hecho sino regularizar y consagrar lo que había preparado e incluso operado nuestra historia. (Rémusat, 1859, p. 558)

Finalmente, las consecuencias que una centralización tan antigua he producido en la sociedad francesa. Según Rémusat, Tocqueville había bien visto que la preocupación por la uniformidad debía constituirse como el imán de la alianza que debía acerca la monarquía y la burguesía. A la primera, la uniformidad y la centralización permitían realizar la soberanía, imponer su autoridad; a la segunda, los puestos de oficial público, tomados en los sectores de la burguesía, permitían luchar mejor contra los privilegios sirviendo a la nación como si fueran sus representantes. Vehículo de la igualdad, instrumento de la incapacidad del self-government, irrenunciable agente de la unidad nacional y del desarrollo del indispensable poder político, la centralización, considerada en su enfoque histórico, revela una larga permanencia en el pensamiento político francés y un aspecto particularmente significativo de la cultura política: “Lo que la historia explicar lo que las leyes han sancionado, lo que los partidos distintos han evitado, lo que el uso ha hecho pasar a los hábitos públicos, no puede ser tratado como un accidente precario” (Rémusat, 1860, p. 821). A tal punto, que tanto el absolutismo como la revolución habían reconocido en la centralización un extraordinario instrumento de orden y regularidad. Nada había tampoco cambiado en la Restauración. A pesar del hecho de que la centralización había retomado consciencia y fuerza bajo la experiencia de la revolución y del Imperio y que el partido realista había sido un partido provincial, Luis XVIII había descubierto que la centralización era un medio de enorme eficacia “frente a las pretensiones caprichosas, egoístas y a menudo violencia de los órdenes privilegiados. Así, la centralización pudo beneficiarse de un favor de opinión que protegía a todas las conquistas de la revolución” (Rémusat, 1860, p. 818).

La revolución de 1830 cambia muy poco aun cuando la descentralización había formado de los proyectos de sus responsables políticos. Buenas y malas razones habían prohibido a la República repudiar la herencia. Por un lado, la inclinación de la democracia prohibía “abandonar la fuerza que ella tiene” (Rémusat, 1860, p. 821); por el otro, el amor del orden exigía conservar los medios de acción útiles contra la anarquía. Los conservaodres del amor al orden y los socialistas por amor a la igualdad y la uniformidad se habían coaligado para mantener la centralización. Finalmente, el Imperio no había tenido la intención de disminuirla. La unidad “tomó una nueva forma, hizo nuevos progresos (…) Un único poder, el más concentrado de todos, se agrandó y la voluntad de uno solo ocupó más lugar que la deliberación de muchos” (Rémusat, 1860, p. 821). La persistencia secular del fenómeno centralizador se había convertido en un hecho estable en el medio de las revoluciones y de las modificaciones históricas atravesando intacto revoluciones y períodos de orden, la anarquía como el despotismo. Si la historia más alejada y la historia reciente coincidían en esta persistencia es porque en el movimiento de la civilización, los progresos de la democracia están implicados, ellos también, en la progresiva centralización. Es por ello que Rémusat concluye que “habrá siempre mucha centralización en Francia y que la tendencia de todo gobierno aún libre es centralizadora” (Rémusat, 1860, p. 837). Rémusat se muestra resignado delante de la progresión constante de la centralización que comienza a comprender bajo la forma de una relación inexorable entre el progreso de la sociedad y el de la civilización.

Sea lo que sea de los enfoques histórico y filosófico, ello no impide que la reflexión sobre la centralización se acompañe de un análisis más detallado y fundado sobre la observación. Desde este punto de vista, el problema no es justificar la centralización por la filosofía política o comprender sus orígenes apelando a la historia, sino de examinarlo desde un ángulo más administrativo. Ello era una necesidad tanto más urgente cuanto que las diferentes tradiciones políticas incluían esta importante en la agenda política de la época. Vacherot, por ejemplo, se pregunta “¿Dónde encontrar la verdadera línea de demarcación que separa el dominio del Estado del de la iniciativa individual o comunal? (Vacherot, 1860, p. 22). Por su parte, Laboulaye reconoce que el “problema (…) es reconocer al estado y al individuo lo que les corresponde; es respetar y si es necesario fortificar las justas prerrogativas del poder, pero exigir a cambio que la administración permanezca en su terreno y no es inmiscuya en el terreno del ciudadano” (Laboulaye, 1863, p. 48). Finalmente, Rémusat se había hecho eco de una cuestión similar: “Cuál es el dominio legítimo del poder público” (Rémusat, 1860, p. 821).

Admirador del sistema administrativo inglés, Rémusat piensa la centralización como un fenómeno de sociedad. Ello no impide que sea posible señalar a qué condiciones generales está sometida la acción gubernamental. Una primera distinción se impone: los dominios exclusivos del interés público y del interés privado. Entre los primeros se cuentan la facultad de decidir la guerra y la paz, la capacidad de acuñar moneda, el orden público. Fuera de esos dominios, asuntos tales como la religión o la instrucción, la construcción de caminos, los telégrafos, etc., no pueden ser ubicados ni en el dominio exclusivo de lo público ni en el de lo privado, aun cuando una comparación rápida con Inglaterra muestra que los ingleses consideran normal que el sistema de peaje financie la red de rutas mientras que los franceses lo esperan del Estado, el departamento o la comuna. En efecto, según la historia, la civilización y la cultura de cada país, ellos pertenecen o al dominio público o al privado, sin que ninguna regla fija pueda ser enunciada. “(…) la jurisdicción del poder público -concluye Rémusat- no es invariable: en ninguna parte se encarga de las mismas cosas y de la misma manera” (Rémusat, 1860, p. 823).

En segundo lugar, se impone una distinción desde el punto de vista de la jurisdicción más apropiada a los asuntos que deben permanecer en las manos públicas. “(…) hay tres especies de asuntos públicos -admite Rémusat-: los generales o gubernamentales, los departamentales y los comunales” (Rémusat, 1860, p. 829). Si una cierta duda o tolerancia rodea la distinción entre los asuntos públicos y privados, desde este punto de vista Rémusat es mucho más decidido. Alejado de la tradición liberal, Rémusat se aproxima a Dupont-White o a Vacherot en su crítica a la comuna. Este acuerdo en el rechazo de la comuna se detiene en el momento de considerar la centralización de las funciones en las manos del Estado porque, frente a unos y otros, Rémusat es tan ferviente partidario de los departamentos.

La conclusión que Rémusat extrae es un tanto arbitraria en la medida en que suposición es que, finalmente, los grados de centralización dependen de la cultura política y en la Historia. Por ello, puede ser casi inexistente en Estados Unidos mientras que, en Francia, coincidiendo en esto con una extendida interpretación de la historia francesa, la centralización será parte de la forma del vínculo entre el Estado y la sociedad.

Guizot, Tocqueville y Rémusat, entre tantos otros, expresan, paradójicamente, posiciones discordantes respecto de la comprensión de los vínculos que la sociedad democrática guarda con el estado. La relevancia cultural con impronta histórica que Guizot encuentra en la construcción de la unidad de la nación como parte de un proceso en el cual la centralización no solamente expresa un instrumento de la igualdad; también es el correlato de la expresión de la evolución del libre examen y del desarrollo moral de los individuos. La elaboración de Tocqueville presenta una particularidad: su reflexión busca comprender el modo en el que los norteamericanos resolvieron el lazo posible entre la libertad y la igualdad. Ese vínculo poseyó una dimensión histórica, relacionada con las formas de la colonización, una dimensión institucional, asociada con los dispositivos institucionales que se ordenaron para dar lugar a una forma particular de federalismo y a una fórmula para dar vitalidad inusitada a las comunas. Por último, Rémusat, inspirado en una interpretación igualmente histórica, no participó de la reivindicación centralizadora de Guizot ni de las alabanzas de Tocqueville a la comuna, a la que siempre consideró como un refugio de las libertades locales y tradicionales.

Estas diferencias dentro de una misma tradición política no pueden ser atribuidas solamente al contexto en el que fueron elaboradas. Es cierto que la dimensión coyuntural explica algunas de las diferencias, pero es más relevante atender a los argumentos expuestos puesto que en ellos es posible comprender alternativas acerca de cómo comprender un aspecto relevante de la discusión democrática en torno de las preferencias normativas y de los arreglos institucionales en distintas geografías.

Estas diferencias relevan otro aspecto que es fácil advertir cuando se atiende al vínculo entre la centralización y la descentralización: su concreción entras latitudes también puede ser expresado en términos de federalismo y unitarismo. La relación entre el desarrollo de la igualdad social y la centralización que nutre la expansión de las instituciones públicas no siempre concuerda; por otro lado, la referencia al vínculo entre el liberalismo y el federalismo plantea el problema del lazo complejo entre el liberalismo y la sociedad igualitaria, en la medida en que la tradición liberal pareció reivindicar la estructura federal, prefiriendo formas de desigualdad institucional que limitaban la expansión de esa igualdad. En ese sentido, el vínculo entre centralización e igualdad merece una reflexión más profunda que no puede ser ajena a la asociación entre igualdad y libertad. En efecto, en la historia de las ideas políticas en la Argentina, el federalismo siempre fue considerado como parte de la tradición “popular” y democrática, reivindicada por los exponentes de la soberanía provincial que encarnaba, además y paradójicamente, tanto la soberanía de las provincias como una indudable expresión popular pero también liberal.

Referencias

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Notas

[1] En adelante, las traducciones de textos en francés me pertenecen.
[2] No tiene caso, en este momento, reconstruir el conocido debate en torno de la precedencia o no de las “provincias” respecto del Estado Nacional en la Argentina. Para una puesta a punto de sus distintas vicisitudes cfr. Chiaramonte, J.C. y Buchbinder, P. (1992) y Roldán, D. (2015).
[3] Me refiero, obviamente, al largo proceso que combinó y opuso la evolución de las monarquías inglesa y francesa en el siglo XVII. Como se sabe, el proceso que se desarrolló durante ese siglo, condujo a una monarquía fuerte, como la inglesa, a la creación de una monarquía parlamentaria con potestades reguladas por la prerrogativa parlamentaria mientras que la monarquía francesa, debilitada por la sucesión entre la casa de Valois y de Borbón, dio lugar a una profunda transformación entre los vínculos entre la nobleza y la monarquía, beneficiando la prerrogativa real. En ese sentido, las consecuencias e implicancias que la Revolución Gloriosa de 1688 tuvo en la política francesa como un refuerzo.
[4] Sobre esta cuestión, me permito remitir a Roldán, D. (2021) “Tocqueville y la cuestión del despotismo”.
[5] Retomo aquí, con considerables modificaciones, argumentos expuestos en Roldán, D. (1994) .
[6] Escuchemos a Nathaniel Morton, (Morton, en Tocqueville, 1952, I. p. 34): “Nosotros […] convenimos […] por consentimiento mutual y solemne, y delante de Dios, formar un cuerpo de sociedad política, con el objetivo de gobernarnos y de trabajar para realizar nuestros designios; y en virtud de ese contrato, convenimos en promulgar las leyes, actos, ordenanzas y de instituir, según las necesidades, magistrados a los cuales prometemos sumisión y obediencia”.
[7] Retomo en este apartado, con adiciones y supresiones, argumentos expuestos en Roldán, D. (1998).
[8] Sobre Charles de Rémusat y los Doctrinarios, cf. Roldán, D. (1999).
[9] Se trata de un importante artículo de Rémusat (1854). Sobre este punto, Tocqueville (en Beaumont, 1861, p. 315) escribe a Rémusat: “Yo le he confesado, creo, un día, que usted era el hombre en el mundo que me producía más miedo y quien más había precipitado mi trabajo. Presentía que usted marchaba sobre mi misma ruta, y lo veía cada día lanzar a la circulación las principales ideas sobre las cuales quería establecer mi obra. Su estudio sobre Richelieu me ha hecho pasar una noche horrible. Cuando nos encontremos, le haré contar por mi mujer lo que le dije en esa ocasión. Estoy seguro de que ello lo divertirá”.
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