Dossier

La unión imposible: Alexis de Tocqueville y el federalismo en América Latina1

José Antonio Aguilar Rivera
Centro de Investigación y Docencia Económicas, México

Investigaciones y Ensayos

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina

ISSN: 2545-7055

ISSN-e: 0539-242X

Periodicidad: Semestral

vol. 72, 2021

publicaciones@anhistoria.org.ar

Recepción: 05 Octubre 2021

Aprobación: 02 Noviembre 2021



Resumen: El análisis comparativo del federalismo por Alexis de Tocqueville en la Democracia en América describe la constitución federal estadounidense como basada sobre una teoría enteramente nueva para la ciencia política. Para Tocqueville el gobierno federal de Estados Unidos conducía sus asuntos con “vigor y facilidad” debido a la implementación de su federalismo. Por un lado, en el caso estadounidense, los súbditos de la Unión no eran los estados sino los ciudadanos privados, lo cual le confería un poder inédito para que el gobierno federal extrajera directamente los impuestos. Por otro, el federalismo permitía mantener formas modernas del republicanismo a partir de las ventajas de administrar simultáneamente lo local y lo federal. Bajo esta perspectiva, los federalistas mexicanos erraron en copiar el modelo estadounidense, pues según Tocqueville, el sistema federal está basado en las costumbres y no en las instituciones. En el caso de Colombia, el pensamiento de Tocqueville fue empleado instrumentalmente en la medida en que los liberales radicales veían el federalismo la posibilidad de contener conflictos bélicos y repudiar el centralismo como despotismo. Así, el destino del federalismo en Latinoamérica fue una historia accidentada arguyendo la imposibilidad de imitar el modelo de federalismo estadounidense en las naciones de Hispanoamérica.

Palabras clave: Alexis de Tocqueville, Federalismo , América Latina, Democracia, México, Colombia, Centralización, Política.

Abstract: The comparative analysis of federalism by Alexis de Tocqueville in Democracy in America describes the American federal constitution as based on an entirely new theory for political science. For Tocqueville, the US federal government conducted its affairs with "vigour and ease" due to the implementation of its federalism. On the one hand, in the American case, the subjects of the Union were not the states but private citizens, which gave it an unprecedented power for the federal government to directly extract taxes. On the other, federalism made it possible to maintain modern forms of republicanism from the advantages of simultaneously managing the local and the federal. From this perspective, the Mexican federalists erred in copying the American model, since according to Tocqueville, the federal system is based on customs and not on institutions. In the case of Colombia, Tocqueville's thought was used instrumentally insofar as radical liberals saw federalism as the possibility of containing warlike conflicts and repudiating centralism as despotism. Thus, the fate of federalism in Latin America was a checkered history arguing the impossibility of imitating the model of American federalism in the Nations of Spanish America.

Keywords: Alexis de Tocqueville, Federalism, Latin America, Democracy, Mexico, Colombia, Centralization, Politics.

Tocqueville y el federalismo

En la Democracia en América Alexis de Tocqueville hizo un análisis comparativo del federalismo. Su punto de partida era la experiencia norteamericana. En el origen dos fuerzas culturales se enfrentaban. Por un lado, el uniforme legado cultural de los norteamericanos: tenían “la misma religión, la misma lengua, las mismas costumbres y casi las mismas leyes”. Esa herencia los impelía hacia la unidad. Por el otro, cada una de las antiguas colonias había tenido siempre una existencia aparte y un gobierno propio. Esa historia era una fuerza centrífuga que las alejaba de una “unión sólida y completa” (Tocqueville, 1996, p.117). El pacto federal fue una solución negociada que dio salida a esta tensión original. La cuestión para Tocqueville (1996) era la siguiente: ¿cómo podía dividirse la soberanía de tal suerte que los diversos estados de la Unión continuasen gobernándose por sí mismos en todo lo que no concernía sino a su prosperidad interior, sin que la nación entera, representada por la Unión, dejara de formar un cuerpo y de proveer a sus necesidades generales? (p.118-119). Era imposible fijar de antemano, “de una manera exacta y completa la parte de poder que debía corresponder a cada uno de los dos gobiernos entre los que la soberanía iba a repartirse”. Las atribuciones del gobierno federal se definieron de manera limitativa: todo lo que no estaba comprendido en la definición de éste caía en el ámbito de competencia de los estados. La autoridad estatal siguió siendo la norma, mientras que la federal constituiría la excepción.

La intervención federal era un recurso extraordinario. En general, “el gobierno de los diferentes estados fue considerado como libre en su esfera; sin embargo, podía abusar de esa independencia y comprometer, por imprudentes medidas, la seguridad de la Unión entera” (Tocqueville, 1996, p.119). Para esos raros casos se permitía al gobierno federal intervenir “en los negocios interiores de los estados”. El hallazgo central de Tocqueville respecto al federalismo norteamericano era que éste era perfectamente compatible con lo que él llamó “centralisation gouvernementale”. En efecto, distinguió dos tipos de centralización muy diferentes. Algunos intereses eran comunes a todas las partes constitutivas de la nación, como la promulgación de leyes generales y las relaciones con otros países. La centralización gubernativa consistía en concentrar estas facultades en las mismas manos. Sin embargo, otros intereses solo atañían de manera particular a algunas partes del país, como los negocios locales. Reunir el control de estos asuntos implicaba establecer un tipo de centralización administrativa (Tocqueville, 1996, p.97).

Aunque el estado en los Estados Unidos parecía adoptar una forma confederal, en realidad la autoridad nacional estaba más centralizada que en muchas de las monarquías absolutas de Europa del momento. A diferencia de Francia, en ese país había un solo tribunal competente para interpretar la ley y las leyes fiscales eran obligatorias para todos los ciudadanos. Las comparaciones revelaban la singularidad del caso norteamericano. Los Estados Unidos no eran la primera ni la única confederación en la historia: le precedieron Suiza, Holanda y el imperio alemán. Los poderes conferidos por las constituciones de esos países al gobierno federal “son casi los mismos que los conferidos por la constitución norteamericana al gobierno federal de los Estados Unidos”. Al igual que esta última, las cartas “dan al poder central el derecho de hacer la paz y la guerra, el derecho de reclutar hombres y dinero, de proveer a las necesidades generales y regular los intereses comunes de la nación”. Sin embargo, afirmaba Tocqueville (1996), “el gobierno federal en esos diferentes pueblos ha permanecido casi siempre débil e impotente”, mientras que los Estados Unidos conducían sus asuntos con “vigor y facilidad” (p.151). Debía haber, cavilaba Tocqueville, nuevos e importantes principios no evidentes en la constitución de ese país que ejercían una profunda influencia. En efecto, “esta constitución, que a primera vista se ve uno tentado a confundir con las constituciones federales que la han precedido, descansa sobre una teoría enteramente nueva, que debe señalarse como un gran descubrimiento de la ciencia política de nuestros días” (Tocqueville, 1996, p.151).

La clave estaba en la implementación del federalismo. De esta forma, “en todas las confederaciones que precedieron a la Norteamericana de 1789, los pueblos que se aliaban con un fin común consentían en obedecer los mandatos de un gobierno federal; pero conservaban el derecho a ordenar y vigilar entre ellos la ejecución de las leyes de la Unión”. En cambio, los estados de Norteamérica “no solo consintieron que el gobierno federal les dictara leyes, sino también que él mismo las ejecutase” (Tocqueville, 1996, p.151). En ambos casos el derecho era el mismo, “solamente el ejercicio del derecho es diferente, pero esta sola diferencia produce inmensos resultados”. Notablemente esta causa de la excepcionalidad norteamericana no era cultural, sino institucional.

Otra disposición era también de gran consecuencia. Las confederaciones históricas habían acabado ya fuere en el control de facto ejercido por una de las partes, que se volvía hegemónica, o en el caos y la anarquía. Sin embargo, en Norteamérica los súbditos de la Unión no eran los estados sino los ciudadanos privados. Esto le confería un poder inédito. El gobierno federal norteamericano tenía la capacidad directa de extracción fiscal. Por ello, a diferencia de otros gobiernos confederales, el de los Estados Unidos podía “hacer todo lo que le concedía el derecho de ejecutar”. La brecha entre capacidades y expectativas no tenía la magnitud que en otras naciones. Por todas estas razones era, tal vez, incorrecto denominar la forma de gobierno de la república estadunidense como “federal”. Era una forma híbrida, que no recibía aún un nombre adecuado. Los norteamericanos habían encontrado una forma de gobierno “que no era precisamente ni nacional ni federal; pero se han detenido allí, y la palabra nueva que debe expresar la cosa nueva no existe todavía” (Tocqueville, 1996, pp.152-153). Ese era el genio de los norteamericanos: “por no haber conocido esa nueva clase de confederación todas las uniones han llegado a la guerra civil, a la servidumbre, o a la inercia. Los pueblos que las componían han carecido todos de luces para ver el remedio de sus males o el valor para aplicarlo” (Tocqueville, 1996, p.153).

Sin embargo, contra lo que pudiera pensarse, la instauración de un federalismo exitoso no solo requería de luces suficientes. La historia era igual o más importante. En Norteamérica los estados confederados habían sido parte del mismo imperio atlántico antes de independizarse. Por esta razón no habían adquirido el gusto ni la experiencia del autogobierno. Los prejuicios nacionales no habían enraizado aún. Más ilustrados que el resto del mundo, “eran entre sí iguales en luces; no sentían sino débilmente las pasiones que, de ordinario, se oponen en los pueblos a la extensión del poder federal, y esas pasiones eran combatidas por los más grandes ciudadanos”.

En Tocqueville la discusión sobre el federalismo norteamericano está vinculada críticamente a la elaboración teórica de Montesquieu en relación a la posibilidad de la existencia de una gran república en un gran estado. Montesquieu creía que en general era imposible una gran república, pues ésta perecería debido a sus defectos internos. La excepción a la regla era una república confederada, la cual reuniría las ventajas de una república y la fuerza externa del gobierno monárquico.[2] Tocqueville elaboró esta lógica en su análisis del federalismo norteamericano. Contra lo que pensaba Montesquieu, era posible una gran república, siempre y cuando fuese federal (no confederal en el sentido de una asociación de pequeñas repúblicas, que era lo que Montesquieu tenía en mente con su idea de “confederación”). El federalismo había sido inventado para combinar las diversas ventajas inherentes a estados grandes y pequeños. En las grandes naciones centralizadas la legislatura producía leyes de carácter uniforme que ignoraban los diversos temperamentos y costumbres de distintos lugares. Las personas debían ajustarse a las necesidades de esa legislación, lo que producía dificultades e infelicidad. Ese inconveniente no existía en el arreglo federal. Los estados federales, despreocupados de su supervivencia frente a un enemigo externo, emprendían el mejoramiento interno. Ahí el amor al bienestar que desplazaba la ambición de poder. La Unión era una gran república “en cuanto a extensión; pero se podría en cierto modo asimilarla a una pequeña república, a causa de las pocas cosas de que se ocupa su gobierno. Sus actos son importantes, pero son raros”. Dado que la soberanía de los Estados Unidos estaba incompleta el uso de ella no era peligroso para la libertad. Ahí no surgía la desmedida ambición de poder que era fatal para una gran república. Las pasiones políticas se fragmentaban en los estados.

En condiciones modernas, entonces, el destino de la república –grande por definición—parecería estar críticamente ligado al federalismo, el cual era su capacitor. “Es una opinión generalmente difundida en Norteamérica”, escribió Tocqueville (1996), “que la existencia y la duración de las formas republicanas en el Nuevo Mundo dependen del sistema federal. Muchos de los infortunios en los que están sumidos los nuevos estados de la América del sur son atribuidos a que han querido establecer allí grandes repúblicas en lugar de fraccionar en ellas la soberanía” (p.156).

Esta parecía una invitación a que esas naciones adoptaran el federalismo norteamericano, pero no era así. En los Estados Unidos el gusto por y la práctica del gobierno republicano nacieron en los cabildos y las asambleas provinciales. En aquel país, al tiempo que las costumbres de los habitantes los capacitaron mejor que otros para llevar la prosperidad a una gran república, el sistema federal “hizo esa tarea mucho menos difícil” (Tocqueville, 1996, p.157).

Las condiciones que permitían que el federalismo produjera todos sus beneficios eran de diverso orden. Algunas eran institucionales y otras eran el resultado de la fortuna y de la cultura. La feliz coincidencia de estos factores no era un acontecimiento frecuente. Por eso Tocqueville tituló un capítulo de su libro: “Lo que hace el que el sistema federal no esté al alcance de todos los pueblos y lo que ha permitido a los angloamericanos adoptarlo”.[3] El federalismo no era para todas las naciones. Para comenzar, la forma federal tenía defectos de origen que no podían eliminarse. Una falla inherente del sistema era lo complicado “de los medios que emplea”. Su principio era la contraposición de dos soberanías. Así, el sistema federal descansaba en una teoría complicada y su aplicación exigía ilustración constante a los ciudadanos. La constitución de los Estados Unidos asumía que los gobernados poseían una cantidad sorprendente de conocimiento y discernimiento. El gobierno de la unión “descansa casi en su totalidad en ficciones legales” (Tocqueville, 1996, p.159). Aun cuando la teoría del federalismo fuera comprendida cabalmente persistían las innumerables dificultades de su puesta en práctica. La soberanía de la unión y las de los estados estaban inevitablemente imbricadas y discernir sus respectivos límites era imposible a primera vista. Ese sistema, basado en convenciones artificiales, sólo era apto para un pueblo acostumbrado de mucho tiempo a manejar sus asuntos y donde hasta los peldaños más bajos de la sociedad tenían un entendimiento de la ciencia política (Tocqueville, 1996, p.159). Todas estas características eran inusuales. La prueba palpable era México. Tocqueville (1996) había apuntado:

La constitución de los Estados Unidos se parece a esas bellas creaciones de la industria humana que colman de gloria y de bienes a aquellos que las inventan; pero permanecen estériles en otras manos. Esto es lo que México ha dejado ver en nuestros días. Los habitantes de México, queriendo establecer el sistema federativo, tomaron por modelo y copiaron casi íntegramente la constitución de los angloamericanos, sus vecinos. Pero al trasladar la letra de la ley, no pudieron trasponer al mismo tiempo el espíritu que la vivifica. Se vio cómo se estorbaban sin cesar entre los engranajes de su doble gobierno. La soberanía de los Estados y la de la Unión, al salir del círculo que la constitución había trazado, se invadieron cada día mutuamente. Actualmente todavía, México se ve arrastrado sin cesar de la anarquía al despotismo militar y del despotismo militar a la anarquía (p.159).

¿Qué lecciones sacaron los latinoamericanos del siglo XIX de todo esto?

Tocqueville y la quimera federal mexicana

En 1842, siete años después de establecida la república central en México, un congreso compuesto de una mayoría de federalistas fue electo, a pesar de la oposición de general Antonio López de Santa Anna, para redactar una nueva constitución.[4] El 10 de julio la Asamblea constituyente abrió sus sesiones. Se nombró una comisión redactora compuesta por siete miembros. Cuatro de ellos favorecían el centralismo, mientras que los otros tres apoyaban un sistema republicano federal.[5] Los cuatro centralistas fueron Antonio Díaz Guzmán, Joaquín Ladrón de Guevara, José Fernando Ramírez y Pedro Ramírez. Los miembros de la minoría federalista fueron Mariano Otero, Octaviano Muñoz Ledo y Juan José Espinosa de los Monteros. El 26 de agosto dos informes le fueron presentados al pleno del Congreso. El primero estaba firmado por cuatro miembros de la comisión y el segundo era un informe de la minoría compuesta de los otros tres. Mientras que los federalistas dominaban el Congreso, los centralistas tenían la mayoría en la comisión redactora. Cuando se presentó el proyecto de los centralistas al pleno fue derrotado y regresado a la comisión. Ésta entonces reescribió la propuesta y el 3 de noviembre presentó un nuevo proyecto. Se intentó en este nuevo documento construir un puente entre federalistas y centralistas. Sin embargo, el 11 de diciembre, antes de que se discutiera en el Congreso este nuevo proyecto, Santa Anna se pronunció en el pueblo de Huejotzingo. En las siguientes semanas varias guarniciones alrededor del país se unieron al pronunciamiento. Era obvio que todo el proceso había sido orquestado por el gobierno central. El 19 de diciembre Santa Anna cerró el Congreso y desbandó a los diputados. La constitución de 1842 abortó porque no se conformó a los deseos del caudillo.

La exposición de motivos de la mayoría centralista de la comisión afirmaba sobre el federalismo:

Hay entre nosotros una palabra que, cual la entendemos y hemos visto practicar, es objeto de justa maldición y de merecido descrédito; tal es la de centralismo. Esta palabra ha corrido una peor suerte que la de federalismo; su subversión ha sido más completa, y así hemos justificado plenamente la observación que hace el autor citado [Tocqueville] en las siguientes palabras: ‘la centralización es una voz nueva que se está repitiendo sin cesar todos los días, y cuyo sentido nadie en general procura deslindar’. En efecto, la voz centralización, no significa en los Estados Unidos, ni es otra cosa, que federación; la centralización es el primer elemento de su fuerza; es la base de su constitución y el principio motor de sus instituciones sociales; la centralización es la que recomendaba el padre de la federación y de la independencia del Norte, en aquellas palabras de su carta de despedida. Es tal el influjo que ejercen los hábitos y tal la magia de las palabras, que nosotros mismos sentimos repugnancia a aceptar que la centralización es la base sobre que descansa el sistema federativo, porque la voz centralismo es de infando recuerdo para los mexicanos, y a ella se asocian luego las ideas de despotismo, concusión, inmoralidad y miseria; pero tal es la verdad de las cosas, y tal la esencia del sistema federativo; tal es, en fin, el principio bajo el que funda Montesquieu su definición, y por el cual encomia las repúblicas federativas: ‘su constitución, dice, tiene todas las ventajas interiores del gobierno republicano, y la fuerza exterior de la monarquía’. Es preciso tener muy a la vista esta distinción, porque sin ella es imposible comprender la esencia del sistema federativo, y más imposible aún que podamos entendernos los mexicanos, entendido el estado de confusión a que han llegado nuestras ideas políticas por la subversión de las palabras. La centralización gubernativa es, pues, la base del sistema federativo, y de la dosis que contenga dependerá esencialmente que aquel sea más o menos vigoroso. Aquella se encuentra en la constitución del Norte, y no como quiera, sino revestida de formas, que a juicio del mismo autor, ‘la autoridad nacional está allí más centralizada bajo algunos aspectos, de lo que lo estaba en la mismo época en varias de las monarquías absolutas de Europa, tales como España y Francia’.[6] Es pues, cierto, que el centralismo, tomado en una de sus formas, no sólo no es el enemigo, sino que es el elemento primordial de la federación, y que por consiguiente, los que quieran federación, han de querer forzosamente centralización (Otero, 1842, pp.2-3).

En La democracia en América tanto centralistas como federalistas encontraron un arsenal de ideas y argumentos que podían utilizar en sus luchas políticas. De acuerdo a la mayoría de la comisión:

Mr. de Tocqueville, dice, ‘Existen dos especies de centralización muy distintas, que importa conocer perfectamente. Ciertos intereses son comunes a todas las partes de la nación, a saber, la formación de las leyes generales y las relaciones del pueblo con los extranjeros. Otros intereses son especiales a ciertas partes de la nación, como por ejemplo, las empresas de los distritos. Concentrar en un mismo lugar o en una misma mano la facultad de dirigir los primeros, es fundar lo que yo llamaré centralización gubernativa. Concentrar del mismo modo la facultad de dirigir los segundos, es fundar lo que nombraré centralización administrativa’ (Tocqueville como se citó en Otero,1842, p.3).

De acuerdo con los centralistas de la comisión, el error de la constitución centralista de 1836 había sido creer que

el mal se encontraba únicamente en la poca centralización del gobierno y ya no pensaron en otra cosa que en reforzarla. Se avanzaron tanto en este terreno, que traspasando los justos linderos, erigieron en sistema político la centralización administrativa, acumulando ambas en unas mismas manos. A este orden de cosas dimos el nombre de centralismo, y a esta palabra la acompañamos siempre con una justa maldición. ‘Si la autoridad que dirige las sociedades americanas’, dice Tocqueville, ‘encontrase a su disposición los medios de gobierno que proporcionan la centralización gubernativa y la administrativa y juntase con el derecho de mandar, la facultad y el hábito de ejecutarlo todo por sí misma, si después de haber sentado los principios generales del gobierno, se internara en los pormenores de la aplicación, y después de haber arreglado los grandes intereses del país, pudiese descender hasta el límite de intereses individuales, en breve sería desterrada del Nuevo Mundo la libertad’ (Otero, 1842, p.3).

Mariano Otero, miembro a la sazón de la minoría federalista de la comisión, objetó esta interpretación de Tocqueville en un prolijo discurso. La mayoría confundía ambos tipos de centralización argumentó:

¿por qué esta confusión? ¿Por qué esta contradicción? Creo que se puede resolver, afirmaba Otero, diciendo simplemente que la teoría del poder gubernativo y administrativo no se entendió; que ella no puede explicar el sistema federal, que Tocqueville de ninguna manera recurre a ella; y que sirviendo sólo para explicar las relaciones del común o municipio con el Estado y no del Estado con el centro federal, todo se confundió aplicando al centro lo que se decía del común. En la parte del capítulo 5 de la obra Tocqueville ni siquiera había comenzado a discutir la relación entre el gobierno nacional y los estados federados (Tocqueville, 1996, p.97).

Más adelante Otero afirmó que Tocqueville, “nunca dio la centralización administrativa a los Estados de la Unión, ni les quitó tampoco la gubernativa: por el contrario, ya vimos que cree que esta última (la que se les niega) reside en ellas muy fuertemente, y que la primera (la que se les concede) les es del todo extraña. […] ¿De dónde, pues, pudo ocurrir a los señores de la comisión un semejante trastorno? ¿Porqué confundieron ideas distintas, y por qué, equivocándolo todo, adoptaron como clase el confundir el común (township) con el Estado, y al Estado con el centro, para ver así que su edificio se desplomaba por la base?” (Otero, 1842, p.4).

Para Otero, Tocqueville presentaba las claves institucionales de un federalismo exitoso: definir el poder nacional como de excepción y el local y estatal como normal, concederle al gobierno federal la capacidad no sólo de hacer leyes nacionales sino de ejecutarlas él mismo, y que el gobierno de la Unión tuviera por gobernados no a los estados sino a los individuos. La mayoría de la comisión había pasado por alto todas estas innovaciones mencionadas por Tocqueville. Por ello, recelaba del federalismo.

¿Estaba Otero en lo correcto? Su lectura de los capítulos mencionados de La democracia en América es, ciertamente, más exacta. Con todo, no era menos ingenua que la de la mayoría centralista. Por ningún lugar se observa la “beneficiosa influencia de Tocqueville” en los liberales mexicanos, como pomposamente la llamó Jesús Reyes Heroles (Reyes Heroles, 1982, p.285). Como vimos, la clave del federalismo para este autor estaba en las costumbres, no en las instituciones. Y eso simplemente fue ignorado por Otero. En estricto sentido, Tocqueville era inutilizable para los fines tanto de centralistas como de federalistas. No sólo los malos lectores de la comisión consideraban inviable el federalismo en México; Tocqueville mismo lo había hecho también. Como se ha dicho, las líneas críticas de México citadas al comienzo se hallan en el capítulo “Lo que hace que el sistema federal no esté al alcance de todos los pueblos, y lo que ha permitido a los angloamericanos adoptarlo”. El argumento es contundente: no se trataba de un mal entendimiento de los tipos de centralización y sus respectivos ámbitos de competencia; se trataba de algo más estructural y definitivo: la ausencia de un espíritu singular, capaz de animar los engranajes del sistema federal. El obstáculo, contra lo que Otero quería pensar, no era institucional. Los mexicanos no podían siquiera admitir la tesis de Tocqueville, porque no tenían respuesta a ella. La objeción de Tocqueville no era ad hominem contra la joven república mexicana. Una descentralización exitosa exigía muchas condiciones. “Los partidarios de la centralización en Europa”, escribió Tocqueville (1996) en ese mismo capítulo, “sostienen que el poder gubernamental administra mejor las localidades de lo que ellas mismas podrían hacerlo; ésto puede ser cierto, cuando el poder central es iluminado y las localidades no tienen cultura, cuando es activo y ellas son inertes, cuando tiene la costumbre de actuar y ellas la de obedecer” (p. 100).[7] Lo que Otero y otros federalistas habrían tenido que demostrar empíricamente era que en México el pueblo, las localidades, era “ilustrado, despierto en relación con sus intereses, y habituado a pensar en ellos”, como en Norteamérica. Aunque Tocqueville era un partidario abierto de la descentralización, debido a sus virtuosas consecuencias políticas, no podía dejar de admitir sus dudas: “confieso que es difícil indicar de una manera cierta el medio de despertar a un pueblo que dormita, para darle pasiones y luces que no tiene; persuadir a los hombres que deben ocuparse de sus negocios, es, no lo ignoro una empresa ardua. Sería a veces menos difícil interesarlos en los detalles de la etiqueta de una corte que en la reparación de su casa común” (Tocqueville, 1996, p.100). Hablaba, es obvio, por experiencia propia. Y lo mismo veía, de manera indirecta, en México. Curiosamente, fue la iniciativa de un pueblo, Hujotzingo, la que dio al traste con los trabajos, tanto de centralistas como de federalistas, en el congreso constituyente. El pronunciamiento no era precisamente el tipo de activismo cívico que Tocqueville veía con buenos ojos en las localidades.

En su crítica al dictamen de la mayoría, Mariano Otero expuso la confusión entre “soberanía popular” y “democracia”. Los centralistas habían consignado: “La comisión reconoce que la soberanía reside esencialmente en el pueblo, y de este principio es consecuencia necesaria que la democracia sea la basa elemental de las instituciones que deben regirlo: decimos basa elemental y tomamos esta frase en todo el rigor de su sentido, para manifestar que la democracia será el primer elemento de nuestras instituciones, que ella dominará en su organización; pero que no será la forma de nuestro gobierno” (Otero, 1842, p.1). Otero criticó esta interpretación, aduciendo que la comisión confundía el origen de la legitimidad con la forma de gobierno. Citó pasajes de Destutt de Tracy y de Rousseau para demostrar que el pueblo soberano podía adoptar como forma de gobierno la democracia, la aristocracia o la monarquía. “Cuando se proclama”, adujo, “la soberanía del pueblo no se proclama como dice el Proyecto, el imperio de la democracia, ni se le constituye en primer principio ni a ella ni a alguna otra forma de gobierno, sino que reconociéndose únicamente como dice Destutt de Tracy, que la nación tiene derecho de modificar y variar su constitución y que ningún poder tiene el de oponerse a la voluntad general manifestada en las formas convenidas se reconoce por el contrario que la nación tiene derecho de adoptar cualquier forma de gobierno” (Otero, 1842, p.1).

La facción centralista respondió a este argumento por medio del ministro de guerra, José María Tornel, en un discurso pronunciado el 12 de octubre de 1842, y publicado en la prensa hasta el 30 de noviembre, apenas 11 días antes del pronunciamiento en Huejotzingo, y cuando en el congreso se debatía el nuevo dictamen de la comisión de redacción presentado el 3 de noviembre. Tornel empleó a Tocqueville para defender el dictamen de la mayoría. En su discurso hizo una larga cita del capítulo 3 de la Segunda parte de La democracia en América: [8]

¿Cómo podría desentenderse la comisión de fijar como base a la democracia, tratándose de dar constitución para un pueblo, y especialmente para un pueblo americano? Obrando la comisión con el intento de conservar un centro de acción para el movimiento social, la democracia era para ella una necesidad, porque el centralismo es, aunque parezca una paradoja, su primera tendencia. Así lo piensa el ilustre académico Alexis de Tocqueville, el mismo que es justamente considerado como el apóstol de las democracias y el que ha logrado hacer popular la constitución de Estados Unidos de América. ‘El odio’, dice, ‘que los hombres profesan a los privilegios, se aumenta a proporción que ellos son más raros y menores, de modo que puede asegurarse, que las pasiones democráticas, se inflaman más, cuando encuentran menos aliento. Yo he dado ya la razón de este fenómeno. Cuando todas las condiciones son desiguales, no hay desigualdad tan grande que pueda herir los intereses, al paso que la más pequeña desemejanza parece que choca en el seno de la uniformidad general; su vista que llega a ser más insoportable, a medida que la uniformidad es más completa. Es, pues, natural que el amor de la igualdad crezca sin cesar con la igualdad misma; se desarrolla cuando se satisface. Este odio inmortal que incesantemente se desenvuelve en los pueblos democráticos contra los privilegios especiales, favorece singularmente la concentración gradual de todos los derechos políticos en las manos del único representante del estado. Hallándose el soberano elevado necesariamente y sin réplica sobre todos los ciudadanos, no excita la envidia de ninguno de ellos, y cada uno cree despojar a sus iguales de la prerrogativa que le concede. […] Todo poder central que sigue sus instintos naturales, ama la igualdad y la favorece; porque la igualdad facilita singularmente la acción de un poder semejante, lo extiende y lo afirma. Puede asimismo decirse, que todo gobierno central es idólatra de la uniformidad; la uniformidad le evita el examen de una infinidad de pormenores de que debería ocuparse, si fuera preciso dar la regla para los hombres, en lugar de someter indistintamente a todos los hombres a la misma regla. Así que, el gobierno apetece lo que los ciudadanos aman, y naturalmente aborrece lo que ellos detestan. Esta comunidad de sentimientos, que entre las naciones democráticas une de continuo en un mismo pensamiento a todo individuo y al soberano, establece entre ellos una secreta y permanente simpatía’. [9]

A diferencia de Tornel, las conclusiones que Tocqueville sacaba de este análisis no eran nada halagüeñas: “creo que en los siglos democráticos que ahora empiezan, la independencia individual y las libertades locales serán producto del arte. La centralización será el gobierno natural” (Tocqueville, 1996, p.618). Sin embargo, Tornel había logrado su cometido: demostrar que la democracia estaba vinculada a la centralización de una manera indirecta, pero férrea.[10] Satisfecho, afirmó: “He aquí cómo un escritor célebre, que es acusado hasta de exageración en sus principios, conviene en que la centralización del poder es no solamente una tendencia sino también una necesidad en los pueblos democráticos, y como él raciocina y prueba, justifica anticipadamente a la comisión que estableció la democracia, como primera base de su proyecto”. Y proseguía: “admitida la democracia como fundamento de la constitución mexicana, no puede caber duda de que la forma de gobierno debe ser popular y también representativa porque desde que las repúblicas no han estado reducidas a un pequeño recinto, como en Grecia, ni sus derechos a una sola ciudad como en Roma, no es posible que ellos se ejerzan si no es por medio del sistema representativo, que presta facilidades, excluye el desorden y hace que se encomiende a los ciudadanos más provectos e ilustrados la dirección de la cosa pública. Así, que la discusión justamente se versa, suponiendo que nuestro gobierno ha de ser y no puede ser mas que republicano, sobre el modo de realizarlo; es decir, que la cuestión propia, y que trataremos con lealtad, es la de si es conveniente en el estado verdadero y no ideal de la república, el sistema federal desarrollado en toda su extensión, o mas bien el que propone la mayoría de la comisión con un pulso y tino que tanto merecen un desapasionado elogio” (Tornel, 1842, p.1).

Tornel no mencionó que Tocqueville encontraba aspectos muy preocupantes en la centralización. No sólo eso, sino que al referirse al “centralismo”, Tocqueville tenía en mente un fenómeno mucho más amplio —y peligroso— que la simple organización en departamentos de una república. Sin embargo, lo que me parece más notable de esta lectura con fines polémicos no es su parcialidad, sino el hecho de que Tornel estaba dispuesto a utilizar las partes de La democracia en América realmente originales e importantes: el análisis, no de las instituciones políticas de los norteamericanos, sino del efecto de la igualdad en diversos aspectos de la sociedad. En cierto sentido, el empleo retórico de Tocqueville realizado por Tornel era más sofisticado y creativo que la lectura de Otero, más apegada al texto, pero más plana y formal, de las partes menos importantes del libro.

Tornel también leyó en Tocqueville una prevención mucho más relevante para México que cualquier aspecto institucional o consideración sociológica: la amenaza que representaban los Estados Unidos a su vecino del sur. En efecto, Tocqueville afirmó en el primer volumen de La democracia en América, publicado a mediados de la década de los 1830: “El Estado de Texas forma parte, como se sabe, de México, y le sirve de frontera del lado de los Estados Unidos. Desde hace algunos años, los angloamericanos penetran individualmente en esa provincia aún mal poblada, compran las tierras, se apoderan de la industria y sustituyen rápidamente a la población originaria. Se puede prever que si México no se apresura a detener este movimiento, Texas no tardará en escapar de sus manos”.[11] En 1842, a unos cuantos años de la intervención norteamericana en México, estas líneas eran proféticas; Texas se había perdido hacia seis años. Tornel (1842) fundamentó su defensa del centralismo en la debilidad que provocaría el federalismo en México:

[…] en efecto, la república se volverá más débil, cuando está necesitada a ser más fuerte para resistir a las aspiraciones de una nación poderosa, ¿Qué otra cosa es esa revolución de Tejas y el reconocimiento de su independencia, que una amenaza de marchar sin detenerse hasta ocupar nuestro país? Nos hallamos en la primera línea de defensa, y también en el peligro más próximo porque somos vecinos de hombres eminentemente emprendedores, que siguen sus naturales instintos cuando aspiran a mejorar de clima, de suelo, y de recursos para la vida […] Tejas, ese funesto Tejas es el mejor testimonio de que mis temores no son quiméricos ni exagerados. La federación no es, señores, el verdadero estandarte de la república, el estandarte que nos servirá de punto glorioso de reunión, es el de la independencia, salpicado todavía con la sangre de nuestros héroes y nuestros mártires, y que nos veremos precisados a defender con el mismo denuedo, y con iguales riesgos. Si se pretende que México se llame nación y merezca serlo, es indispensable que nos mantengamos unidos, la desunión es la única probabilidad de éxito, la sola esperanza de los invasores (p.2).

El prócer del federalismo: Colombia

Tocqueville fue ampliamente leído en Colombia. El viajero francés aparece mencionado en la novela María de Jorge Isaacs de 1867 (Isaacs, 2007, p.130).[12] Las élites colombianas estaban familiarizadas con el libro (Cataño, 1999, pp.221-239). Miembros prominentes leyeron en libro: los hermanos José María y Miguel Samper, Miguel Antonio Caro, Sergio Arboleda, Salvador Camacho Roldán, Aquileo Parra, Julio Arosamena y Rafael Núñez. De hecho, Colombia fue el único país hispanoamericano que produjo una traducción propia de la obra de Tocqueville. Varios políticos e intelectuales de una joven generación también fueron influidos por el libro: Mariano Ospina, José Eusebio Caro, Joaquín Acosta (quien al parecer conoció a Tocqueville en Paris entre 1845 y 1849) y Florentino González.[13]

En general, los colombianos, al igual que los mexicanos, hallaron en La democracia en América un ejemplo que emular. La sociedad norteamericana, como la describió Tocqueville, era igualitaria y progresista. Ahí el trabajo, la riqueza y los empresarios eran tenidos en alta estima. Los Estados Unidos eran una nación de pequeños propietarios libres de tradiciones aristocráticas, unidos por un estado descentralizado que favorecía el progreso, la democracia y la tolerancia religiosa.

Como en México, Tocqueville fue instrumental en el debate sobre el federalismo en Colombia. La democracia en América marcó el inicio de un redescubrimiento del sistema federal norteamericano. Los radicales colombianos, influidos por el libro, vincularon el centralismo al despotismo. La fragmentación del poder, creyeron, impediría que el gobierno actuara arbitrariamente. Como señala Mejía (2007), “unidad y federalismo no eran términos antagónicos para el radicalismo. Su complementariedad resultaba del hecho de que la adhesión a un todo nacional de parte de los estados federales era más vigorosa y más honesta cuando estos disponían de una esfera de autonomía para el manejo de los asuntos locales” (p.234). La intervención del poder central en las regiones no solamente provocaba malestar y generaba decisiones erráticas, “sino que favorecía un proceso de deslegitimación de las autoridades nacionales”. Según Mejía (2007), para los radicales existían dos niveles de competencia y aceptaron reservar a la instancia nacional la administración de los asuntos clave para “garantizar la unión del país”. Los radicales eran proponentes de la descentralización y la federación por dos razones básicas: “la primera de carácter administrativo o técnico y la segunda de naturaleza política y filosófica” (p.234).

Los radicales colombianos tenían la certeza de que el centralismo favorecía la adopción de decisiones equivocadas, “alejadas y, a veces, en contravía de la realidad”. En cambio, la inmediatez de “funcionarios autónomos con las causas y los efectos del problema, garantizaba una mayor posibilidad de acierto y eficacia en la solución final” (Mejía, 2007, p.234). A la justificación del federalismo colombiano se sumaba el “absoluto aislamiento en que se encontraban las regiones colombianas a mediados del siglo XIX”. Aunque México era una vasta nación no existían las barreras geográficas que en Colombia fragmentaban a las diversas partes del país. Las correas de transmisión de autoridad de una autoridad central enfrentaban ahí muchos más obstáculos. En el interludio federal colombiano la descentralización fiscal implementada en 1850 precedió a la descentralización y a la instauración de la federación en 1853 y 1858. Los radicales buscaban de esta manera dotar de recursos a las futuras entidades federales para que pudiesen actuar en sus territorios.

Otras consideraciones, de orden ideológico, “explicaban también el hecho de que el liberalismo radical hiciera de la federación un postulado esencial de sus principios y programas”. La práctica del federalismo “se convertía en una garantía de existencia y respeto de los principios liberales porque atenuaba los poderes del Estado central haciendo nugatorias sus acciones contra las libertades individuales” (Mejía, 2007, p.234). De acuerdo con Mejía (2007), para sustentar esta posición el liberalismo radical recogió en toda su extensión las ideas de Tocqueville. Los colombianos leyeron en La democracia en América “una preferencia marcada por las formas descentralizadas de gobierno en razón de que ellas resultaban ser efectivamente garantes del ejercicio democrático del poder”. Así, Tocqueville, “impresionado positivamente con las instituciones estadunidenses, llegó incluso a hablar de una nueva libertad ciudadana: la libertad provincial” (p.235).

Algunos historiadores piensan, sin embargo, que creer que el ideario federal de las élites colombianas era una mera transposición de los argumentos que lo “habían transportado en el debate constitucional de los Estados Unidos y que les llegaron por las lecturas de El Federalista y La democracia en América es un error” (Cruz Rodríguez, 2011, p.118). Lo cierto es que el ideario federalista anglosajón penetró en las mentes de los estudiantes a abogados del Colegio del Rosario, que se convertirían en dirigentes políticos radicales, a través de la lectura de Tocqueville de Florentino González en sus Elementos de ciencia administrativa (1840) (Quinche Ramírez, 2004). En efecto, González (1994) fue un personaje clave en la transmisión de las ideas. En el prólogo de su influyente tratado afirmaba: “Llegó ahora tres años a este país la obra preciosa de Mr. De Tocqueville: la leí, la medité; y ella fue para mi una antorcha que me condujo a un campo de investigaciones que me era desconocido” (p.68). González (1994) razonaba en términos comparativos:

me puse a pensar sobre lo que se hacía en la Gran Bretaña y los Estados Unidos para manejar los intereses y negocios sociales, conocí que el mal estaba en el espíritu de centralización que existe en nuestras leyes. Vi que en los países que más han progresado, el gobierno nacional no interviene sino en los grandes negocios, que afectando igualmente a todos los puntos del territorio, a todos los habitantes, pueden ser manejados por disposiciones generales. Vi que los demás intereses y negocios se dejaban al cuidado de las localidades y habitantes a quienes peculiarmente afectaban, y que las diferencias que se suscitaban entre las localidades y la nación, o viceversa, se decidían por la imparcial justicia de la autoridad judicial (p.68).

González creía, de la misma manera, que el federalismo era un bastión contra la política personalista (Cardona Zuloaga, 2014). Cabe preguntarse: ¿moldeó Tocqueville críticamente el imaginario de los jóvenes abogados radicales en Colombia gracias al proselitismo de González? Según Cruz Rodríguez (2011), la adopción del libro Elementos de ciencia administrativa fue cuestionada por otros autores como Cerbeleón Pinzón, quien en sus Principios de administración (1847) no tomó partido por el federalismo. Aunque no es posible negar la influencia de Tocqueville, plantea, “hay elementos más que suficientes para pensar que la adopción de las instituciones federales no se hizo de manera acrítica y que, por el contrario, el tema fue centro de la discusión”. Así, “el significado del federalismo iba más allá que una simple imitación de EE.UU. como se ha asumido” (p.119). El significado del federalismo colombiano puede entreverse en la polémica de 1852 entre Florentino González y el constitucionalista Antonio del Real (Restrepo Piedraíta, 1986). En la convención de Ríonegro también se debatió la adopción del federalismo.

Tal vez la adopción el federalismo por parte de los radicales colombianos fue una forma de limitar los conflictos bélicos. Para algunos autores, “los radicales estaban convencidos de que, aplicando los principios del federalismo y control de las autoridades, limitando su poder y autorizando a los ciudadanos la tenencia de armas, la violencia sería desterrada”.[14] Para otros, el sistema federal también era una forma de descentralizar o contener la guerra y evitar desastres nacionales, “que anteriormente se habían presentado, de ahí que en todo el periodo de predominio radical no se desatara sino una guerra de alcance nacional, la de 1876”.[15]

Como en el caso de México, los críticos del federalismo también recurrieron a Tocqueville para enfrentarse a sus opositores. Es el notable caso del traductor colombiano del segundo volumen de La democracia en América, Leopoldo Borda realizada en 1842 (Tocqueville, 1842). Borda, más que un traductor neutral, era un lector crítico de Tocqueville. En el prólogo del traductor Borda criticó diversos aspectos del libro que, según él, no podían tomarse en Colombia al pie de la letra. Esa era la respuesta a la adopción de Tocqueville por parte de Florentino González y sus discípulos. “No hay”, afirmaba Borda, “principios políticos ciertos en todas épocas y en todas circunstancias. Es tan malo creer que una cosa debe adoptarse porque tal país o tal gobierno lo ha hecho, como rechazarlo por esto mismo” (Tocqueville, 1842, p. XIX). La política de la imitación era “muy dañosa y por una vez que logre buen éxito, engaña mil”. De ahí se desprendía la crítica a la adopción en Colombia del federalismo: “es raro que dos pueblos se encuentren en situación tan análoga que lo que se dice del uno sea aplicable con la misma ventaja al otro”. Pascal (1833), a quien cita, tenía razón: “tres grados de elevación del polo destruyen toda la jurisprudencia: el meridiano decide de la verdad o algunos años de posesión. Las leyes fundamentales cambian: el derecho tiene sus épocas. Risible justicia que limita un río o una montaña. Lo que es verdad a una parte de los Pirineos, es error a la otra” (p.125). En efecto, argüía Borda, “juzgar por ejemplo que la federación conviene en el punto A porque los estados del norte se hallan confederados, es quizá precipitarse” (Tocqueville, 1842, p.XIX). No hay aquí una certeza de que el federalismo sería una opción acertada. Sin embargo, sí hay un marcado escepticismo. “No deseo,” prevenía Borda, “sino que no se crea que al hacer esta traducción me aluciné como otros con la idea de que conformándose las doctrinas cuyas consecuencias examina el autor con la mayor parte de las instituciones que hoy rigen casi todas las repúblicas meridionales, podríamos ver aquí el próspero rumbo que ellas seguirían sin reformarlas si es posible”. Para Borda, el sentido común debía imponerse sobre la teoría: “si un gobierno fuerte y vigoroso garantiza sobre uno dulce y débil la paz y el progreso material e intelectual del pueblo, cuando dividido esté entre turbulentos y egoístas amenaza todo desaparecer, auméntense las atribuciones del poder hasta lo último, sin fijarse en que Tocqueville hablando de democracias de otra especie lamente la centralización, ni en teorías escritas para otros pueblos, acaso mucho más ilustrados y en circunstancia bien diversas” (Tocqueville, 1842, p. XII). Borda era, qué duda cabe, un centralista bastante más tajante que el mexicano Tornel.

Conclusión

La suerte de los federalistas mexicanos y colombianos fue muy distinta. En México el centralismo fue un interludio. Durante la mayor parte del siglo XIX el país se rigió, al menos formalmente, por constituciones federales: la de 1824 y la de 1857. En cambio, en Colombia los federalistas radicales después de un periodo de hegemonía (1853-1886) acabaron por perder la contienda política y el centralismo fue la forma en la que se consolidó el estado colombiano.

No es necesario decir que el éxito o estabilidad de los federalismos latinoamericanos no dependía exclusivamente de la forma institucional que adoptaron. Como otros han señalado, en el siglo XIX el federalismo no fue sólo un principio de organización institucional, “sino una cultura política capaz de regular derechos y deberes, participación política y presencia social de los actores” (Cruz Rodríguez, 2011, p.119). El federalismo era dinámico y aglutinaba prácticas políticas, dimensiones institucionales y una cultura política determinada (Carmagnani, 1993, p.10).

Con todo, es muy significativo que los radicales colombianos y los federalistas mexicanos ignoraran flagrantemente el alegato explícito de Tocqueville sobre la imposibilidad de implantar el federalismo norteamericano en las naciones de Hispanoamérica. En sus diversas interpretaciones y apropiaciones hicieron muchas cosas, pero algo que no lograron fue responder al pesimismo del autor de La democracia en América. Compartían una misma omisión del corazón.

Referencias

Aguilar Rivera, J. A. (2013). Ausentes del Universo. México: Fondo de Cultura Económica.

Cardona Zuluaga, P. (2014). Florentino González y la defensa de la república. Araucaria, 435-458.

Carmagnani, M. (Coord.). (1993). Federalismos latinoamericanos: México/Brasil/ Argentina. México: El Colegio de México/FCE.

Cataño, G. (1999). Historia, sociología y política. Bogotá: Plaza y Janés.

Costeloe, M. P. (1993). The Central Republic in Mexico 1835-1846. Hombres de bien in the Age of Santa Anna. Cambridge: Cambridge University Press.

Cruz Rodríguez, E. (2011). El federalismo en la historiografía política colombiana (1853-1886), Historia Crítica (44), pp. 104-127.

González, F. (1994). Elementos de ciencia administrativa. Bogotá: Escuela Superior de Administración Pública.

Isaacs, J. (2007). María, Madrid: Cátedra.

Jimeno Santoyo, M. (2006). Los límites de la libertad: ideología, política y violencia en los radicales. En R. Sierra Mejía (Ed.) El radicalismo colombiano del siglo XIX (pp.167-192). Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.

Mejía, L. (2007). Los radicales. Historia política del radicalismo del siglo XIX, Bogotá: Universidad Externado de Colombia.

Montesquieu (2007). Espíritu de las leyes. Buenos Aires: Losada.

Otero, M. ( 3 de octubre de 1842). Examen analítico. El sistema constitucional. El Siglo Diez y Nueve, pp. 2-3.

Pascal, B. (1833). Thoughts on Religión. Londres, Inglaterra: R. B. Seeley and W. Burnside.

Quinche Ramírez, V. A. (2004). Preparando a los burócratas en el Rosario. Algunos aspectos de la formación de abogados en el periodo radical. Reporte, (56), 9-13.

Restrepo Piedrahíta, C. (1986). Constituyentes y constitucionalistas colombianos del siglo XIX, Bogotá: Fondo de Promoción de la Cultura del Banco Popular.

Reyes Heroles, J. (1982). El liberalismo mexicano, vol. 2. México: FCE.

Samper, J. M. (1901). Selección de Estudios. Bogotá: Librería Colombiana.

Tirado Mejía, A. (1983). Descentralización y centralismo en Colombia. Bogotá: Fundación Friedrich Naumann-Oveja Negra.

Tocqueville, A. de. (1842). De la democracia en América. (L. Borda, Trad) París: Librería de D. Vicente Salvá. (Obra original publicada en 1835).

Tocqueville, A. de. (1996). La democracia en América. México: FCE.

Warshaw, J. (1941). Jorge Isaacs Library: Light on Two María Problems, Romanic Review, (XXXII), 397.

Notas

[1] Texto preparado para el congreso Formas del Federalismo Argentino y Latinoamericano, Siglos XIX-XXI. Mendoza 5 y 6 de mayo de 2021. Deseo agradecer la ayuda de Emilia Canela en la preparación de este ensayo.
[2] Montesquieu, Espíritu de las leyes, Libro XI, cap. 1.
[3] “Lo que hace que el sistema federal no esté al alcance de todos los pueblos, y lo que ha permitido a los angloamericanos adoptarlo”. En otro lugar he tratado tanto la precisión de las afirmaciones de Tocqueville respecto a la constitución mexicana de 1824, así como sus fuentes de información acerca de los asuntos mexicanos y sus instituciones.
[4] En 1835 la primera república federal llegó a su fin. Las Siete Leyes constitucionales reemplazaron a la constitución federal de 1824 (Costeloe, 1993).
[5] He analizado la recepción de Tocqueville en México en otro lugar, véase: Aguilar Rivera, 2013.
[6] Tocqueville, 1996, p.98. Esta es la cita a la que se refieren, aunque no la provean.
[7] Mis cursivas.
[8] “Los sentimientos de los pueblos democráticos están de acuerdo con sus ideas para inclinarlos a concentrar el poder”, Tocqueville, 1996, pp. 617-18. Este uso es notable, porque por lo general la segunda parte del libro, publicada en 1840 y más crítica de la democracia, era poco conocida.
[9] Discurso pronunciado por el Xcmo. Sr. General, ministro de guerra y marina D. José María Tornel, en la sesión del 12 de octubre de 1842 del congreso constituyente, en apoyo del dictamen de la mayoría de la comisión de constitución del mismo, El Siglo Diez y Nueve, pp. 1.
[10] La lectura es equívoca, pues Otero se había referido a la democracia como forma de gobierno, mientras que este capítulo Tocqueville se refiere a ella como igualdad de condiciones., no como un régimen político. Como muchos han hecho notar, a lo largo de La democracia en América el significado de la palabra “democracia” se alterna entre uno y otro.
[11] Tocqueville, 1996, Capítulo X, “Algunas consideraciones sobre el estado actual y el porvenir probable de las tres razas que habitan el territorio de los Estados Unidos”. Véase nota 5.
[12] Isaacs tenía en su biblioteca una copia del primer volumen (1835) de La democracia en América. (Warshaw, 1941, p.397).
[13] Sobre el encuentro de Acosta con Tocqueville, véase Samper, 1901, p. 290.
[14] Cruz Rodríguez, 2011, p. 119. Por ejemplo, Jimeno Santoyo, 2006, p. 186.
[15] Cruz Rodríguez, 2011, p. 119. Véase: Tirado Mejía, 1983, p. 48.
Modelo de publicación sin fines de lucro para conservar la naturaleza académica y abierta de la comunicación científica
HTML generado a partir de XML-JATS4R