Artículos

UN ITINERARIO HISTORIOGRÁFICO

Jacques Revel
École des Hautes Études en Sciences Sociales, Francia

UN ITINERARIO HISTORIOGRÁFICO

Investigaciones y Ensayos, vol. 65, 2017

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina

Recepción: 15 Octubre 2017

Aprobación: 22 Octubre 2017

Resumen: En este artículo, el destacado historiador francés Jacques Revel desarrolla una reflexión personal sobre los cambios que la ciencia histórica sufrió en los últimos cincuenta años. Basado en su vasta experiencia profesional, Revel analiza el impacto que distintas vertientes de las ciencias sociales tuvieron en la investigación histórica desde la década de 1960 : el estructuralismo, los Annales y la «historia total» de la escuela francesa, el linguistic turn anglo­americano, la microhistoria italiana, y el trabajo de investigación en redes, entre otras. El texto finaliza con una invitación a reflexionar sobre el impacto que la globalización y las nuevas versiones de «historia global» han tenido desde los años noventa para la ciencia histórica.

Palabras clave: historiografía - investigación - estructuralismo - mi crohistoria.

Abstract: In this brief note, renowned French historian Jacques Revel puts forward his personal outlook on the changes in historiography in the last half century. Based on his vast professional experience, Revel traces the impact that dif ferent currents in the social sciences had on historical research since the 1960s, as exemplified in structuralism, the Annales school and French histoire totale ; the Anglo American linguistic turn, Italian microhistory, and social network theory, among others. As a final observation, the author suggests the need to ponder on the consequences that globalization and new versions of « global history » have had on historical theory and practice since the last decades of the twentieth century.

Keywords: historiography - historical research - structuralism – microhistory.

Tengo la convicción de haber aprovechado las posibilidades que la vida profesional -la vida, sencillamente- puede ofrecer. Si el oficio de la enseñanza y de la investigación ha perdido algo de su prestigio en términos de recono­cimiento social, continúa proponiendo a quienes lo eligen y a quienes pueden encontrar allí su lugar, una serie de experiencias incomparables: el placer del trabajo e, inseparablemente, el de la pertenencia a una o varias comunidades de saber. Esas comunidades no son siempre irénicas pero soy de quienes esti­man que el desacuerdo es esencial para la vida intelectual y que es beneficioso en la medida en que sus términos sean explícitos. Es cierto que he tenido la suerte de pertenecer a instituciones poco pesadas, débilmente restrictivas y que se prestaban con gusto a todas las formas de experimentación y de trabajo en común. De esas oportunidades, espero que no haya que hablar en pasado.

Sin embargo, observo en qué medida nuestro oficio ha cambiado desde hace medio siglo, grosso modo, en el período de mi experiencia profesional. ¿Es necesario que lo precise? No creo para nada en los privilegios de la edad. Son dudosos y sus pretensiones, a menudo, se fundan solo sobre reconstruccio­nes abusivas. La única ventaja que nos consienten es, quizás, la de ofrecer una perspectiva temporal más larga para un compromiso que está, más que cual­quier otro, inscripto en el tiempo, aun cuando a veces se tienda a olvidarlo. La historia es una muy antigua disciplina y, aún si sabemos que “Tucidides no es un colega” -para retomar la famosa frase de Nicole Loraux [3]-, podemos leerlo encontrando en él, y en muchos otros, preocupaciones que siguen siendo las nuestras. Concluimos demasiado fácilmente de allí que nuestro ejercicio es de derecho y que permanece, en lo esencial, semejante a sí mismo. Por supuesto, nos equivocamos y es preciso que nos congratulemos de ello.

Me formé en Francia en los años ‘60, en un momento en el que la histo­ria social, fundada sobre la explotación de datos cuantitativos o seriales, nos parecía que era el horizonte insuperable de un conocimiento verdaderamente científico de los mundos pasados. El prestigio de Annales parecía entonces en su punto más alto, en Francia pero también a través del vasto mundo puesto que era objeto de un reconocimiento (y por algunos años) tardío pero sostenido en Estados Unidos. En un artículo que constituye sin dudas la mejor intro­ducción a ese momento historiográfico, Francois Furet recordó los resultados epistemológicos esperados pero también las convicciones que conllevaba: la idea de una historia finalmente sustraída a las lógicas del relato, la construc­ción de objetos razonados, la posibilidad de una experimentación voluntarista, la producción de resultados acumulables. En una palabra, una agenda que finalmente adaptaría la disciplina a las reglas de la práctica científica común o a lo que se suponía que ella era [4]. En esos años de fuertes convicciones cientificistas -estábamos todavía en el apogeo del estructuralismo-, la historia parecía querer ponerse al día de un retraso que los críticos no habían dejado de denunciar desde el principio de siglo [5]. Conducida por esas certezas, la dis­ciplina no reconocía fronteras; se hablaba de una historia “ global”, total, y el territorio del historiador, para retomar la imagen significativa de Emmanuel Le Roy Ladurie, aparecía entonces como ilimitado.

Diez años más tarde, quedaba poco de ese optimismo voluntarista. No porque los resultados empíricos no hayan estado a la altura de las promesas metodológicas; al contrario: eran abundantes y forman todavía una parte decisiva de lo que conocemos de las sociedades antiguas, al menos desde los últimos siglos de la Edad Media. No; el problema radicaba en el marco episte­mológico en el que supuestamente se integraban esos resultados. Cuando apa­reció, en 1971, el ensayo corrosivo de Paul Veyne, Cómo se escribe la historia, fue recibido, y es lo menos que se puede decir, con reticencia. Nutrido con una bibliografía historiográfica y filosófica que nos era ajena, en lo esencial, invitaba enérgicamente a los historiadores a revisar a la baja sus ambiciones científicas4. Cuando el libro se publicó, todavía era posible ignorarlo. Algunos años más tarde, el sentimiento de malestar se había impuesto ampliamente. Algunos se arriesgaban a hablar de crisis o de “crisis” entre comillas, otros, más prudentes expresaban dudas o inquietudes. No acordaremos demasiada importancia a esas variaciones semánticas y retendremos que, en el curso de los años ‘70, la disciplina entró en una zona de fuertes turbulencias, de las que, verdaderamente, no ha salido cuarenta años después. Esta secuencia no es propia de la historiografía francesa -aun cuando haya sido particularmente sentida en Francia, allí donde la inversión en una historia verdaderamente científica había sido sin duda más fuerte y explícita. Se la encuentra en la mayor parte de las historiografías a través del mundo, según cronologías más o menos desplazadas. El espectacular desarrollo del linguistic turn, primero en el mundo anglosajón y luego, a partir de su desenvolvimiento, durante los años 1980-1995, ofrece un gran ejemplo de ello. Más generalmente, la mul­tiplicación de los “giros” historiográficos que fueron anunciados a un ritmo acelerado -en Francia pero sobre todo en Estados Unidos- desde hace treinta años es un buen índice de esta puesta en duda sobre un fondo de inestabilidad [6]. Esa puesta en duda no es propia de la historia: la mayor parte de las discipli­nas sociales se interrogaron, en el mismo momento, acerca de sus certezas eruditas, sobre su programa, sobre su equipamiento conceptual y sobre las operaciones que éste hacía posibles. Es, entonces, conveniente hablar de un giro reflexivo (o crítico, como antes lo había propuesto Annales). Tratándose de una disciplina habitualmente plácida, como lo es la historia, la constatación es suficientemente destacable como para que se le preste atención.

Las razones son múltiples. Es posible pensar que la misma dinámica de la historia social -en el sentido muy amplio que se le atribuyó- produjo efectos de saturación. La incesante multiplicación de los objetos y de las aproxima­ciones podía legítimamente dar la sensación de avanzar permanentemente sobre frentes pioneros. No podía evitar plantear también el problema de la integración de sus resultados en la elaboración de una interpretación. Si todo era importante, ¿qué era, a fin de cuentas, lo realmente importante? La ame­naza era la de un estallido de la investigación -algunos denunciaban el riesgo de una “historia en migajas”- del que se temían que fuera la culminación de un sueño mal dominado de una historia global. El riesgo era tan fuerte porque, en el mismo momento, la mayoría de los grandes paradigmas funcionalistas que habían, explícitamente o no, sostenido el programa de las ciencias sociales desde fines del siglo XIX, habían sido puestos en duda. Eran de naturaleza muy diversa: el marxismo, el funcionalismo estructuralista, el estructuralismo pero también el positivismo, que tuvo un lugar tan importante en la vida cien­tífica francesa (entre otras). Se trata de grandes arquitecturas, poderosamente integradoras, que garantizaban, al menos de manera asintótica, la posibilidad de una obtención de datos y de una inteligibilidad global del mundo socio- histórico, a través de una grilla analítica y de un marco explicativo comunes.

Ahora bien, era la misma concepción de la sociedad como totalidad y como sistema que se encontraba puesta en duda, al mismo tiempo que se ago­taba la confianza en los recursos del progreso. Los años ‘70, los de los shocks petroleros y después, los de la crisis mundial -una crisis de la que aún no he­mos salido verdaderamente y no sabemos aún como comprender- fueron los años al final de los cuales Jean-Francois Lyotard pensaba poder identificar la “condición postmoderna” [7]. El mundo en el cual vivíamos se nos aparecía más opaco y menos coherente. Y las disciplinas eruditas, que pretendían compren­derlo y explicarlo, se hicieron más modestas. La misma idea de la sociedad “como un conjunto natural e integrado por sus funciones sistémicas y por su cultura” había perdido su antigua evidencia [8].

En este punto, cómo no presentir que esta inflexión exigía una trans­formación de las relaciones que las sociedades en las que nosotros vivimos mantienen con el tiempo histórico. Nosotros, es decir los historiadores y, más ampliamente, los investigadores en ciencias sociales así como todos los otros. Acabamos de recordarlo, ellas tuvieron la sensación de abandonar el tiempo del progreso y de las promesas que él traía [9]: un tiempo en el que no se dudaba que la historia tuviera un sentido, es decir, al mismo tiempo una significación y una dirección; ni que, a pesar de sus vicisitudes, ella se dirigiera hacia un estado mejor, no importa cómo se lo definiera. Como lo mostró Reinhart Koselleck, el futuro era el que comandaba el régimen moderno de historicidad bajo el cual las sociedades desarrolladas vivieron entre fines del siglo XVIII y la segunda mitad del siglo XX [10]. Tanto en las representaciones colectivas como en los relatos de los historiadores, los hechos del pasado se ordenaban a partir de lo que se esperaba del porvenir -el horizonte de expectativa-. Esta relación de confianza, en parte, se deshizo durante las últimas décadas. El diagnóstico puede parecer paradójico puesto que esos años fueron los de lo­ gros científicos y técnicos espectaculares, que transformaron en profundidad nuestra vida cotidiana. Sin embargo, todo ocurrió como si esas transforma­ciones excepcionalmente rápidas no hubieran bastado para restablecer, muy por el contrario, el optimismo anterior. El futuro se convirtió en más opaco, el presente en más incierto. Por ello, el pasado se encontró, así, reconfigurado. Las majestuosas evoluciones de larga e incluso de muy larga duración en las cuales parecían inscribirse transformaciones masivas y a menudo concebidas como autorealizadas, fueron sustituidas un tiempo discontinuo, jalonado por zócalos y bifurcaciones (e incluso de referencias, bien o mal comprendidas, a las teorías del caos).

Pero hay más. Lo que actualmente se retoma de manera insistente, es la historicidad de las prácticas de los mismos investigadores. Asistimos, desde hace unos treinta años, a la recuperación de la vieja temática weberiana -par­ticularmente notable en Francia, donde Weber había sido tanto tiempo des­cuidado. En realidad, se trata de algo más que de una simple recuperación ya que adquiere sentido en una situación nueva. Nos recuerda que el trabajo de la historia, y más ampliamente el de las ciencias sociales, remite a objetos histó­ricos y que en sí mismo, está involucrado en la historicidad. La descripción del mundo histórico, la selección y la construcción de los hechos, el trabajo de la interpretación dependen de procedimientos específicos. Estos requieren otra definición, procedimental, de la objetividad científica que debe liberarse al mismo tiempo del modelo nomológico a la Hempel y del empirismo relativis­ta [11]. De allí, la insistencia de la reflexión, producida en los últimos años, acer­ca de los esquemas analíticos percibidos como alternativos en el seno mismo de las ciencias sociales; modelo versus investigación, modelo versus relato, etc.

Una inflexión de este tipo no está exenta de problemas. En el caso francés, es posible que marque una ruptura con el viejo zócalo positivista. Pero tam­bién puede hacer correr el riesgo de una deriva relativista y escéptica, como se ha visto en algunas versiones exasperadas del Linguistic turn (que podría llamarse con más justicia un “giro discursivo”, en ese caso) en Gran Bretaña [12].

Quizás sería razonable retener de ello una versión modesta: en las turbulencias que atraviesan, las ciencias sociales, y la historia con ellas, son mucho menos portadoras de teorías generales, de grandes programas y de grandes relatos de lo que lo eran antes. Se vuelven más bien, hacia formas de experimentación que no son necesariamente espectaculares pero que dan a sus autores la posi­bilidad de poner a prueba sus instrumentos de análisis y sus procedimientos, los formatos y los géneros acostumbrados de la investigación. El paisaje de la investigación es, sin ninguna duda, menos fácilmente legible hoy pero es mucho más rico en iniciativas.

Por otro lado, ¿medimos hasta qué punto las condiciones prácticas de nuestro antiguo oficio han cambiado? No sólo pienso aquí en el bagaje técnico y en las posibilidades de recopilación y de tratamiento de los datos que pone a disposición de los investigadores y que no podría ser descuidado. Es impres­cindible considerar también la parte de los dispositivos mismos de la investi­gación. No es que se haya salido de nada, más vale: en Francia, la organización del trabajo colectivo y la práctica de las investigaciones colectivas constituyen prácticas probadas desde hace mucho tiempo del mismo modo en que, a escala internacional, lo han sido los programas de investigación sobre los precios. Estas formas estaban mucho más vivas, por otro lado, en los años ‘50-’70 de lo que lo están hoy. Pero lo que, sin duda, se transformó profundamente, son las modalidades de intercambio científico. Las ideas, los libros, los historiadores circulan como no lo han hecho nunca antes. Ninguno de ellos, es capaz hoy, de controlar la enorme producción de textos disponibles, incluso limitándose solo a los campos de su especialización. Podría hablarse, así, de una infor­mación extensiva allí donde la erudición clásica reposaba, al contrario, sobre una información intensiva, circunscripta y completamente controlada [13]. Una situación como esa no está exenta de riesgos. Pero reconozcamos que nos da acceso a un incomparable repertorio de datos y de colegas. Por ello, el modelo dominante no es más el del trabajo individual, durante mucho ofrecido como ejemplo, ni el del equipo reunido en torno de una investigación sino más bien, el de la red -o más bien redes- afines a través de las cuales los investigadores de horizontes, que pueden estar a veces muy alejados unos de otros, encuen­tran la posibilidad de confrontarse y de compartir. No idealicemos la situación: todos lo sabemos, ella posee sus sesgos y sus trampas. Pero se ha impuesto y constituye, de ahora en adelante, nuestro paisaje. Solo tenemos que aprender a extraer el mejor partido de ella y a controlarla lo mejor posible. Tampoco saquemos la conclusión de que esta circulación acelerada de textos y de datos debe necesariamente terminar en una suerte de koyne historiográfico. Hasta ahora, las nuevas condiciones del intercambio no han atenuado los caracteres distintivos de las historiografías nacionales. Pero es cierto que, porque estamos mejor informados, lo que se hace en otros lugares forma parte, ahora, de nues­tro paisaje intelectual. Mejor aún, allí donde continuamos pensando en térmi­nos de historiografías nacionales, como acabo de hacerlo, podemos observar el esbozo de otras cartografías con la emergencia de dominios inéditos en el cruce de intereses, proposiciones y de debates que reúnen a investigadores que, a menudo, provienen de horizontes diferentes.

Esta exposición a otras investigaciones y, más aún, a otros estilos historiográficos habrá sido una de las chances de mi generación de historiadores y más aún de las que siguieron. No sólo nos permitió tomar una distancia crítica en relación con otras maneras de hacer y con otras certezas que habíamos reci­bidos de nuestra formación. Sobre todo, nos hizo ver que de una misma cues­tión, eran posible varias aproximaciones, varios tratamientos que construían, cada vez, un objeto diferente. Esa fue mi experiencia personal en una larga camaradería con la historiografía italiana, norteamericana y, en los últimos veinte años, sudamericana. Detrás de esas entidades demasiado abstractas, debería citar nombres, evocar experiencias. Sólo como ejemplo, retengo una: para mí fue decisivo el encuentro con la microhistoria, o más precisamente, con los micro-historiadores italianos en la segunda mitad de los años ‘70. Yo había sido formado en la tradición de la historia social a la francesa, la que se asignaba la tarea de trabajar sobre vastos agregados, sobre datos masivos constituidos en serie sobre largos períodos. Apoyados sobre la excepcional riqueza de los archivos italianos, Edoardo Grendi, Carlo Ginzburg, Carlo Poni, Giovanni Levi proponían poner a prueba una estrategia de investiga­ción enteramente diferente; a partir de un cambio de foco -el paso a la escala micro-, esperaban poder identificar configuraciones inéditas de lo social, la identificación de los lazos relacionales y una mejor comprensión de las formas de la agregación social allí donde se había insistido, hasta ese momento, en las taxonomías recibidas. Esta estrategia retuvo quizás más la atención en Fran­cia, en Alemania, en Estados Unidos -aun cuando fuera al precio de algunos malos-entendidos porque obligaba a los investigadores a mirar con ojo crítico sus procedimientos y sus instrumentos más familiares. No cito solamente este ejemplo porque jugó un rol importante en mi reflexión como historiador, sino porque la proposición micro-histórica intervino precisamente en el momento en el que varios de nosotros comenzábamos a desprendernos de las certezas metodológicas que habíamos recibido y que habíamos retomado como propia. Pero, evidentemente, esta experiencia no fue la única. Un libro como La for­mación de la clase obrera en Inglaterra de E.P. Thompson (1963), cuya recep­ción fue, por otro lado, significativamente tardía en Francia, también estuvo en el origen de una profunda revisión de los objetivos y los medios de la historia social clásica [14]. Valdría la pena estudiar la cronología fina y la geografía de la circulación de este texto mayor, las traducciones y los comentarios de los que fue objeto, los efectos que produjo por olas concéntricas; se podría, imagino, extraer conclusiones muy útiles sobre la manera, las formas y los caminos de la innovación en el seno de nuestra disciplina. Ella no se apoya siempre, sobre casos tan excepcionales. Sin embargo, al cabo de las lecturas y de encuentros, se abre camino confrontándonos incesantemente a otras propuestas, a otras experiencias, introduciéndonos en otros debates.

No es ningún azar, va de suyo, que esas transformaciones sean contem­poráneas del fenómeno mucho más amplio y que, a falta de un nombre mejor, llamamos “globalización” o “mundialización” Los historiadores se complacen en recordar que posee precedentes, y tienen razón. De todos modos, la ver­sión actual les plantea, como a todos los otros protagonistas de esa historia, preguntas que, también, cambian fuertemente nuestros hábitos de reflexión. El descentramiento del mundo percibido es, sin duda, el mejor ejemplo. “Provincializar Europa”: la consigna de Dipesh Chakrabarty ha sido ampliamente escuchada, y lo ha sido mucho más allá de nuestros círculos profesionales [15]. Sin temor a ser desmentido, es de suponer que la cosa no quedará allí y que, después de Europa, símbolo a la vez justificado y cómodo, todos los centros de referencia pasados, presentes y futuros serán objeto de parecidas sospechas semejantes y sus posiciones y sus pretensiones serán puestas en duda.

Podemos, sin embargo, preguntarnos cuál será la cartografía en la que desembocará la profunda reestructuración de nuestras representaciones y de nuestras prácticas del mundo. El problema parece plantearse muy particular­mente a los historiadores. Los grandes relatos, a los que estábamos acostum­brados permitían articular historias particulares (siempre y cuando los histo­riadores se preocuparan por tomarlas en consideración) con un tronco central, el de una historia que se denuncia hoy como europea u occidental. El topos del encuentro (a menudo identificado con la conquista) hacía que el injerto fuera posible. Pero buena parte del mundo podría, sin gran problema, permanecer durablemente fuera del campo. Por supuesto, esas historias estaban jerarqui­zadas; del encuentro, no se retenía, muy a menudo, más que la versión de los vencedores que era, por otro lado, la más fácilmente documentada. Sobre ese punto, también, las cosas han cambiado de modo radical. Podemos soñar, allí donde las fuentes lo permiten, con una “historia de partes iguales”, que toma­ra en cuenta la experiencia del conjunto de los protagonistas [16]. Los intentos en ese sentido se multiplican hoy. Son desigualmente convincentes pero, en su conjunto, tienen el mérito de invitarnos a corregir nuestra mirada. Solo podemos -y sin dudas debemos- preguntarnos cómo será posible dar cuenta de historias de un mundo multicentrado y si es necesario, de ahora en ade­lante, renunciar al proyecto de un relato unificado. Ciertamente, es demasiado temprano para decidirlo. Una razón de más, entonces, para estar atentos a un conjunto de proposiciones recientes que nos invitan a reflexionar de manera novedosa en lo que podría ser el programa de una Word History o de una Global History que sea más que un slogan. “Historias conectadas”, “Historia cruzada” se proponen así, identificar los puntos de contacto y las redes relacionales, comprender sus modalidades concretas y analizar las circulaciones y los intercambios que los hicieron posibles [17]. Algunos éxitos atestiguan lo que es posible desde ahora esperar de esas hipótesis de trabajo [18]. Nos prepa­ran para observar con un ojo renovado el mundo histórico. Nos convencen, en todo caso, de que los recortes espacio-temporales en los que se inscribían tradicionalmente nuestros estudios ya no bastan para dar cuenta de ellos. Otros continuarán. Se trata de una cantera abierta, y, hoy, nada puede garantizarnos que desembocará en un sistema unificado de representaciones. Es posible que ésa sea una de las lecciones que debemos extraer, al menos provisoriamente, de la globalización en curso.

En este punto conviene retomar la reflexión sobre las escalas de observa­ción introducidas, hace cuarenta años, por los micro-historiadores italianos. ¿Es necesario recordar que se trataba, al principio, de una proposición experi­mental? ¿Acaso con una observación cercana, Ginzburg y Poni, no iban hasta a hacer del nombre propio, es decir del índice más individual posible, el hilo rojo que les permitiría reconstruir trayectorias y laberintos relacionales en su mayor complejidad [19]? Pero, más generalmente, la operación reposaba sobre la convicción según la cual a cada escala de observación correspondería una clase de objetos específicos al mismo tiempo que una organización particular de lo social -y para nosotros, historiadores, la posibilidad de otra historia-.

El debate no era completamente inédito. Dentro de poco, se cumplirán setenta años de la publicación de El Mediterráneo de Fernand Braudel, ober­tura majestuosa de una obra que ha explícitamente colocado en el centro de la reflexión de los historiadores la preocupación de aprehender las realidades que estudian a través de marcos analíticos -“la larga duración”, “economía mun­do”- que los sobrepasan ampliamente y de las que esperamos que permitan restituirlas en su más justa perspectiva. El historiador mexicano Luis Gonzá­lez y González no tuvo la reputación imperial que tuvo Braudel. Veinte años después de él, escribió una de las primeras obras que fue reivindicada como micro-historia. De un estudio pormenorizado de una comunidad aldeana de Michoacán seguida durante cuatro siglos, esperaba, de esa observación, que le diera acceso a la parte ignorada u oculta de la existencia social, que caracteriza­ba como matria, femenina, cercana, afectiva. Dejémosle la responsabilidad de esos términos y retengamos que los dos autores, a pesar de lo diametralmente opuestas que fueran sus opciones, construían explícitamente un lazo entre la elección de una escala de análisis y aquello de lo que esa escala permitía dar cuenta [20]. Este recuerdo, entre otros muchos que serían posibles, no pretende sugerir que todo ya ha sido dicho y que la reflexión historiográfica no haría más que retornar sobre los propios pasos que, entretanto, habrá olvidado. Tampoco busca legitimar una suerte de decisión soberana, del mismo modo en que la elección de un partido descalificaría de inmediato a todos los otros. El problema no gana nada puesto en esos términos. ¿Acaso Arnaldo Momigliano no nos recordó, útilmente, que optar por una historia particular es, de hecho, eliminar -o al menos suspender- una pluralidad de otras historias posibles? Aun así, es imprescindible que esas decisiones sean explicitadas y argumentadas.

El interés que suscitó la microhistoria en los años ‘80-’90 se explicaba, sin duda, por el hecho de que rompía con las convenciones -a menudo tácitas- de la historia social en la versión que era entonces dominante y que invitaba a quienes la practicaban a reflexionar de nuevo sobre sus prácticas. Este interés se ha atenuado. En el transcurso de los años ‘90, y por razones evidentes, la perspectiva de una historia global fue la que se impuso a la reflexión historiográfica. Esa perspectiva fue objeto de múltiples proposiciones, cuyas previ­siones metodológicas y cuyos programas no siempre se ensamblan, pero que poseen en común el hecho de que reivindican tomar en cuenta vastos espacios, duraciones largas y fenómenos masivos. Sería muy simple no ver allí más que un juego de péndulo, el efecto de modas historiográficas sucesivas o aún una serie de oscilaciones alrededor de un punto de equilibrio ilusorio. Estimo, al contrario, que esas proposiciones, que son a menudo presentadas (y que son ciertamente percibidas) como alternativas, como antagonistas, reenvían, en conjunto, a interrogaciones compartidas sobre la naturaleza y sobre el funcio­namiento de los objetos sociales al mismo tiempo que sobre los procedimientos que intentar responder a esas interrogaciones.

Sin duda porque tienen espontáneamente tendencia a racionalizar lo exis­tente -las cosas pasaron como pasaron-, los historiadores extraen a menudo la conclusión instintiva de que los procesos sociales que estudian eran (o son) ineluctables, ya sea que se trate de la construcción del Estado moderno, de la industrialización, de la urbanización, de los movimientos migratorios o de la organización mundial de la producción y de los intercambios. Ocurre lo mismo en relación con la globalización en curso. En todos los casos, la aprehensión de un fenómeno sólo a través de los datos agregados contribuye a reforzar la coherencia y a imponer el carácter de aparente necesidad. Aprehenderlo en otros niveles permite identificar, detrás del fenómeno global, una multitud de opciones, de alternativas que fueron tomadas o que no lo fueron, y nos recuerda que los actores del pasado tuvieron (como nosotros) que encontrar su camino en un mundo que descifraban como podían. Reencontramos, en este punto, la lección de E.P. Thompson, Ciertamente, no se podría poner en duda la realidad de los procesos que trabajan para acercar y unificar las sociedades humanas y que lo hacen de manera acelerada bajo nuestros ojos. Pero, ¿quién no ve que reposan sobre desajustes entre los diferentes niveles en los cuales podemos aprender los efectos tanto como las respuestas que susci­tan? ¿Quién no ve que la globalización provoca a cambio, formas inéditas de diferenciación? En este sentido, es quizás significativo que, en un momento en el que nos convencemos tan fuertemente de la unificación tendencial de las sociedades humanas, muchos historiadores, sociólogos y antropólogos se hayan interesado por los fenómenos de discontinuidad. Encuentran allí sin duda un instrumento crítico frente a las representaciones simplificadas que se les propone del mundo histórico.

Hoy tenemos la sensación de vivir en un mundo globalizado. La metáfora de la “aldea planetaria” se ha convertido en un lugar común y, de hecho, esta­mos permanentemente confrontados a una circulación incesante de palabras, productos, informaciones, imágenes, modas, un conjunto de recursos y de restricciones. Ese mundo, lo descubrimos; lo observamos y es preciso trabajar para describirlo y comprenderlo. Los historiadores ¿son los menos preparados para hacerlo? No estamos seguros. No solo porque la globalización actual ha tenido precedentes, ciertamente de una amplitud y naturaleza diferentes; sino porque aquellos que los han estudiado nos han enseñado a reconocer sus formas. Los más convincentes nos han mostrado, sobre todo, que las trans­formaciones socio-históricas es inscriben en todos los niveles, del más local al más global, y que deben ser aprehendidas de una manera no lineal, como la resultante de una multiplicidad de determinaciones, de estrategias y de tácti­cas colectivas e individuales que pueden ser, en parte, contradictoras. Lejos de partir de la idea de que los procesos globales son solamente globales, se aferran en dar cuenta de las circulaciones que hicieron posible la globalización, las interacciones, las conexiones y los cruzamientos, las recepciones y los re­chazos, las formas de hibridación que las subyacen y que pueden convertirlos en comprensibles. ¿Quién no ve que ese tipo de análisis invita, al contrario, a los historiadores a multiplicar las escalas de observación para volver a atravesar el conjunto de los niveles de la producción del mundo social [21]? Con­virtiéndose en más atentos a los desajustes que existen entre esos diferentes niveles -a las múltiples historias que se enredan-, podremos aprehender la organización y las dinámicas, la manera en la que se articulan, en el tiempo, los conjuntos sociales heterogéneos [22]. Es, entonces, menos la elección de una escala lo que importa aquí que el principio de la variación de las escalas y los juegos que ello hace posible.

Lo que los historiadores piensan no pesa, probablemente mucho, frente a la potencia de las fuerzas en juego en la globalización en curso. Pero estoy convencido de que en el lugar que les corresponde, es decir, a través de sus análisis y por la capacidad crítica que pueden ejercer y transmitir, están en condiciones de recordar esta verdad esencial, y sin embargo a menudo olvi­dada: las transformaciones mayores que modifican al mundo solo existen a través del juego de los actores que, en la lógica de los contextos particulares de su experiencia social, se esfuerzan por asegurarse su lugar, solos y con otros. Nosotros somos quienes debemos reconocer esos lugares y las lógicas que comandan su acción.

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Wachtel, Le Retour des ancetres. Les Indiens Urus de Bolivie, XXe-XVIe siecle. Essai d’histoire régressive, Paris, Gallimard, 1990.

Notas

[1] Enviado especialmente para Investigaciones y Ensayos. La Comisión de Publicaciones agradece al Profesor Revel, al académico de número Dr. Fernando Devoto por su gentil inter­vención, y al Dr. Darío Roldán por la traducción del artículo.
[2] École des Hautes Études en Sciences Sociales, Paris.
[4] Es preciso recordar, sobre este punto, el artículo clásico de F Simiand, “Méthode histo­rique et science sociale”, Revue de Synthese historique, 6, 17, 1903, pp. 1-22, 129-157
[5] P Veyne, Comment on écrit l’histoire. Essai d’épistémologie historique, Paris, Ed. du Seuil, 1971
[6] Cf. el número especial de la American Historical Review, 117, 3, 2012, parcialmente consagrado a los “Turns”, pp. 671-793
[7] J. F Lyotard, La Condition postmoderne. Rapport sur le savoir, Paris, Ed. de Minuit, 1979.
[8] F Dubet et D. Martucelli, Dans quelle société vivons-nous?, Paris, Ed. du Seuil, 1988, p. 17.
[9] K. Pomian, “La crise de l’avenir”, Le Débat, 7, 1980, pp. 5-17, publicado también en Sur l’histoire, Paris, Gallimard, 1999, pp. 233-262; F. Hartog, Régimes d’historicité. Présentisme et expérience du temps, Paris, Ed. du Seuil, 2003.
[10] R. Koselleck, Le futur passé. Contribution a la sémantique des temps historiques (1979), traducción francesa, Paris, Editions de l’Ecole des Hautes Études en Sciences Sociales, 1990.
[11] J. C. Passeron, Le Raisonnement sociologique. L’espace non-popperien du raison- nement naturel, Paris, Nathan, 1991 (2e edición revisada y aumentada, Paris, Albin Michel, 2006).
[13] Sobre este punto, remito, sin compartir todas las expectativas ni las conclusiones, a la reflexión de F.R. Ankersmit, “Historiography and Postmodernism”, en History and Theory, 28, 2, 1989, pp. 137-153.
[14] E. P Thompson, The Making of the English Working Class, Londres, V. Gollancz, 1963. Es preciso recordar que la traducción francesa recién fue publicada en 1988.
[15] D. Chakrabarty, Provincializing Europe. Postcolonial Thought and Historical Dif- ference, Princeton, Princeton University Press, 2000. En una literatura prolífica, los últimos libros del antropólogo Jack Goody retoman ampliamente esta crítica: véase, por ejemplo, The Theft of History, Cambridge-New York, Cambridge University Press, 2006.
[16] R. Bertrand, L’Histoire a parts égales: récit d’une rencontre Orient-Occident (XVIe- XVIIe siecle), Paris, Ed. du Seuil, 2012. El siguiente libro del mismo autor Le Long remords de la conquete. Manille-Mexico-Madrid: L’affaire Diego de Avila (1577-1580), Paris, Ed. du Seuil, 2016, muestra que no siempre es posible mantener ese programa. Sobre este tema, remito, por supuesto, a los trabajos mayores de N. Wachtel, La Visión des vaincus. Les Indiens du Pérou de- vant la conquete espagnole (1530-1570), Paris, Gallimard, 1971; Id., Le Retour des ancetres. Les Indiens Urus de Bolivie, XXe-XVIe siecle. Essai d’histoire régressive, Paris, Gallimard, 1990.
[17] S. Subrahmanyam”, Connected Histories: Notes Towards a Reconfiguration of Early Modern Eurasia”, en V. Lieberman (éd.), Beyond Binary Histories: Re-imagining Eurasia to c. 1830, The University of Michigan Press, Ann Arbor, 1999, pp. 289-316; M. Werner et B. Zimmerman, “Penser l’histoire croisée: entre empirie et réflexivité”, en Annales. Histoire et sciences sociales, 58, 1, 2003, pp. 7-34.
[18] Algunos ejemplos exitosos: S. Subrahmanyam, Explorations in Connected History. From the Tagus to the Ganges, Oxford, Oxford University Press, 2005; F. Trivellato, The Familiarity of Strangers. The Sephardic Diaspora, Livorno and Cros-Cultural Trade in the Early Modern Period, Newhaven, Yale University Press, 2012; A. Romano, Impressions de Chine. L’Europe et l ’englobement du monde (XVIe-XVIIe siecles), Paris, Fayard, 2016.
[19] C. Ginzburg et C. Poní, Il nome e il come, cit. El mismo año, Carlo Ginzburg radi­calizaba la proposición, proponiendo identificar un modo de reconocimiento alternativo a lo que llamaba el “paradigma galileano” en: “Spie. Radici di un paradigma indiziario”, en A. Gargani (éd.), Crisi della ragione, Torino, Einaudi, 1979, pp. 1-30.
[20] F. Braudel, La Méditerranée et le monde méditerranéen a l’époque de Philippe II, Paris, A. Colin, 1949 (2e éd. aumentada, Paris, A. Colin, 1966); L. González y González, Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia, México, Taurus, 1968.
[21] F. Cooper, “What is the Concept of Globalization Good for? An African Historian’s Perspective”, en African Affairs, 100,399,2001, pp. 189-213.
[22] J. Revel (éd.), Jeux d’échelles. La micro-analyse a l’expérience, Paris, Gallimard/Ed. du Seuil, 1996; F. Trivellato, “Is There a Future for Italian Microhistory in the Age of Global History?”, en California Italian Studies, 2.1,2011: http://escholarship.org/uc/item/0z94n9hq; “AHR Conversation: How Size Matters. The Question of Scale in History”, en American Historical Review, 118,5,2013, pp. 1431-1472.
[3] Loraux, Thucydide n’estpas un collegue, en Quaderni di Storia, 12, 1980, pp. 55-81.
[12] ¿Es necesario recordar que ese debate no es nuevo? Ese mismo debate movilizaba, pero con un nivel distinto de exigencia epistemológica, a científicos, filósofos e historiadores de las ciencias a principio del siglo XX.
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